Servir donde la vida está herida

Servir donde la vida está herida

El diaconado en las periferias de la libertad

No descubro nada nuevo al afirmar que el diaconado, desde sus orígenes, está ligado al servicio donde la vida se vuelve más frágil. Los Hechos de los Apóstoles nos han transmitido que los primeros diáconos fueron elegidos “para servir a las mesas” (Hch 6,2), signo inequívoco de una Iglesia que ha descubierto que predicar el Evangelio exigeatender las heridas concretas de la humanidad.

Heridas que son cambiantes, que se manifiestan de formas muy diversas en cada momento de la historia y en cada lugar de la tierra. Pero que siempre tendrán algo en común: que lesionan gravemente la dignidad del ser humano y, por lo tanto, serán también evidencia de que se está atentando contra el proyecto de fraternidad que Dios soñó para esta humanidad y para esta tierra.

La cárcel como lugar teológico y revelación del rostro de Cristo

En nuestros días, uno de esos lugares donde la vida está herida es la cárcel. Allí, el diaconado encuentra un espacio privilegiado para desplegar su identidad: servir donde la dignidad se ve más amenazada, sostener la esperanza en medio de tantas vidas rotas.

La pastoral penitenciaria no es solo una obra de misericordia, sino también un lugar teológico donde acontece una doble revelación. La primera revelación aparece ante nosotros en tantos rostros mancillados por los golpes y los fracasos de la vida. En ellos se revela el rostro de Cristo sufriente. La segunda revelación es la de aquellas manos extendidas para tocar y aliviar tantas heridas del alma, heridas que han traspasado el corazón, heridas que supuran cada noche en la oscuridad de cualquier celda. Justamente en ese acercamiento, el diaconado está llamado a revelar de forma inequívoca y tangiblela presencia sanadora y liberadora de Cristo Siervo. La diaconía se hace presencia, escucha y acompañamiento. Y el diácono, con su ministerio, se convierte en signo visible de una Iglesia que no teme tocar las llagas del mundo, porque su Señor, nuestro Buen Jesús, paso por el mundo sanando y liberando a todos.

El lavatorio de los pies: paradigma del servicio en prisión

El gesto del lavatorio de los pies (Jn 13,1-15) resume el corazón del ministerio diaconal. Jesús se ciñe la toalla, se inclina y lava los pies a sus discípulos. En la cárcel, ese gesto se actualiza en proximidad, escucha y acompañamiento discreto. El diácono no entra como juez ni como maestro, sino como hermano. A menudo, la palabra más evangélica no es la que se pronuncia, sino la que no llega a ser pronunciada, pero que, sin embargo,es comunicada a través de un gesto, una visita, un abrazo, de un silencio que acoge y escucha.

Cada encuentro con una persona presa se convierte en un acto de fe: fe en la dignidad que permanece más allá del delito, fe en la capacidad de muchas personas de volver a levantarse y caminar, fe en un Dios que nunca deja de mirar con ternura.

Reconciliación, liberación y comunión

La pastoral penitenciaria parte precisamente de la convicción de que toda persona tiene una dignidad absoluta, y que precisamente por eso, se han de confrontar aquellas estructuras de exclusión y de estigmatización que arremeten contra esa dignidad. Quien entra en una cárcel descubre enseguida que no todo encierro es físico: también hay muros interiores, psicológicos, espirituales, sociales, que nos separan como si aquellos que un día fueron de los nuestros ya no lo fuesen.

La comunidad creyente, concretamente las mujeres y hombres de la pastoral penitenciaria con su compromiso son un perenne recordatorio de que quienes hoy estánen nuestras cárceles no han dejado nunca de ser nuestros vecinos, con-ciudadanos, hermanos y que siguen siendo sujetos de dignidad y derechos.

En este sentido, el diaconado tiene una dimensión liberadora que nace del propio Evangelio, que es consuelo y palabra eficaz. La liberación ofrecida por Jesús Siervolibera no solo de la culpa, sino de todas aquellas estructuras que oprimen a la persona normalmente desde mucho antes de su entrada en la cárcel. El ministerio diaconal en prisión denuncia las “estructuras de pecado” que producen exclusión y desigualdad. Y lo hace junto a otros muchos agentes sociales que trabajan en esa misma misión que es humanizar el tiempo de condena, a la vez que hacen incidencia social para que nuestra sociedad sea más acogedora e inclusiva.

La cárcel, revela un ecosistema humano roto que clama por reconciliación, y ahí el diácono ha de ser, por vocación, puente que une lo que el pecado y la indiferencia separan, une la comunidad y los descartados, la liturgia y la vida, la Iglesia y las periferias. El diácono ayuda a restablecer la comunión rota, de un lado por el delito y,del otro, por tantas dinámicas sociales imperantes que descuidan a las personas, no reparando en sus procesos iniciales de sufrimiento, de desarraigo, de soledad no deseada, de respuestas equivocadas. El diácono ha de ser recordatorio para la sociedad y para la comunidad cristiana de que nadie queda fuera del amor de Dios. La reincorporación social y la reconciliación no son solo tareas sociales, sino eclesiales. La Iglesia no puede ser plenamente sacramento de salvación si no se deja tocar por las heridas de quienes tantas veces no cuentan para nadie.

El diaconado en su triple servicio de la Palabra, el Altar y la Caridad hace posible que el pan partido y repartido en la Eucaristía llegue y se convierta en el pan en las manos de tantas mujeres y hombres que necesitan alimentarse de ese Dios que sigue sosteniendo sus vidas aun en las horas más bajas. El diácono sirve el altar al que todas las personas estamos llamadas, una mesa a la que nunca nadie llega tarde porque Dios Padre-Madre no se cansa de asomarse, no se cansa de esperar y cuando ve a lo lejos a sus hijo/as más pequeño/as regresar, aquellos/as que estaban perdidos/as y ahora son encontrados/as, se llena de alegría y hace fiesta (Lc 15,11-32).

La bendición litúrgica, en la cárcel, es recibida por las personas encarceladas como un gesto de consuelo, es percibida en los más profundo del corazón como caricia y ternura de un Dios que lleva a cada persona tatuada: “Aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré. Mira, en las palmas de mis manos te tengo tatuada.” (Isaías 49,15-16)

Compasión y esperanza

El ministerio diaconal en la cárcel es, ante todo, un ministerio de la compasión. No se trata de compadecer “desde arriba”, sino de caminar “con” los otros.
Quien sirve en prisión descubre rostros, nombres e historias que desarman. Aprende que el Evangelio no se predica solo con palabras, sino con gestos: una mirada que no juzga, una escucha que sostiene, una ora
ción compartida entre lágrimas. Y en esa relación, el diácono no solo evangeliza: también es evangelizado.

Cada visita, cada palabra de consuelo, cada oración compartida es una proclamación silenciosa del: “Estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,36).
El diácono es testigo de que el Reino de Dios se abre paso en los márgenes, en las grietas de la historia, donde la vida parece
detenerse pero la gracia sigue actuando.

El Evangelio tiene la fuerza de atravesar muros y de transformar desde dentro.
El diácono, presencia de una Iglesia servidora, lleva consigo la paz del Resucitado que entra en el encierro —como en el cenáculo— y dic
e: “Paz a vosotros” (Jn 20,19). Cada gesto de servicio en prisión es, en el fondo, un acto pascual: la vida que vence a la muerte, la gracia que brota en medio de la culpa, la esperanza que se abre paso entre rejas.

Allí donde la vida está herida, el diácono es signo de un Dios que no se cansa de creer en el ser humano. En los márgenes de la libertad, el diaconado se hace profecía que anuncia con hechos que el Reino se abre paso silenciosamente, como semilla que germina en la tierra más árida.

Roberto Vidal, diácono y referente para la Pastoral Penitenciaria de la Delegación de Caridad y Justicia de la Diócesis de Bilbao.