Reflexiones sobre el diaconado permanente en Argentina III

El llamado al diaconado permanente

El crecimiento sostenido del número de diáconos permanentes motiva esta reflexión sobre un ministerio recuperado por el Concilio Vaticano II y que aún está haciendo su camino en nuestra Iglesia.

Por Eduardo A. González
Presbítero. (Arquidiócesis de Buenos Aires.)

El cuarto domingo de Pascua, o «del Buen Pastor», se dedica  también a la «Jornada Mundial por las Vocaciones» en las que se incluyen peticiones por las «vocaciones sacerdotales y religiosas», aunque algunos reemplazan la última palabra por «vida consagrada» y los más audaces lleguen a mencionar al «apostolado misionero». Además, como se lo sintetiza en un valioso artículo de Octavio Groppa sobre la vocación («¿Me llama Dios?»: Vida Pastoral 263 [2007] 12-19) «el ministerio ordenado en la Iglesia Católica Romana todavía está asociado a la vida celibataria». (Entiendo que se está refiriendo sólo al presbiterado de la Iglesia Católica de rito latino, porque la de rito oriental suele ordenar varones casados, realidad poco conocida en nuestro país.)

Sin embargo, a partir del Concilio Vaticano II ha comenzado a expandirse con fuerte impulso en la Iglesia Católica de rito latino el ministerio de varones casados, que reciben el Orden del Diaconado y son conocidos popularmente como «diáconos permanentes», «padre diácono» o simplemente «el diácono». El término «permanente» aplicado a quienes no son destinados al presbiterado se utiliza para diferenciarlos de los que sí lo están y que el canon 1035 §1 del Código de Derecho Canónico en la versión castellana los incluye dentro del «diaconado transitorio» (en latín: transeunte).

Una llamativa evolución estadística

En 1989 los diáconos permanentes en el mundo eran 12.541; en 1995 aumentan a 21.000 y en 2003 se registran 31.024. Si se mantiene la constante y proyectando los datos, es de suponer que en el año 2009 se registrará un aumento de más del 200% en un lapso de sólo 20 años.

Concretando en nuestro país, dinde existen alrededor de 850, dice la socióloga Beatriz Balian: «El número de diáconos permanentes en Argentina presenta una fuerte tendencia creciente, pero podría decirse que ese desenvolvimiento se ha desarrollado con resistencias, debido a la gran transformación radical que significa incorporar hombres casados al mundo de los clérigos donde la pauta generalizada era ser solteros. Por otro lado el análisis de los diáconos permite advertir que las dificultades también aparecen entre los mismos diáconos. Es muy interesante observar que en los diferentes encuentros nacionales, en forma constante aparecen tres temas como principales: 1) la identidad del diácono 2) la esposa y familia del diácono y 3) la renovación de la Iglesia».

¿Será un signo de los tiempos que tendremos que leer cuando esta llamativa evolución estadística se refiere a una vocación que, salvo excepciones, se excluye de la «oración por las vocaciones» y de «campañas vocacionales»? ¿Acaso estará hablando Dios a través de los hechos que tan visiblemente ocurren en la Iglesia Católica de rito latino?

«Tiene vocación… de diácono»

Cuando Guillermo, un chico de 8 años vecino a la zona de la rotonda de Alpargatas, en el conurbano sur de Buenos Aires, le pidió a su mamá que le hiciera una túnica blanca para ser monaguillo, ésta le preguntó: «¿Y querés ser cura como el Padre Eduardo? – No, quiero ser diácono como los dos hombres que están en el altar al lado de él…». La antigua expresión con la que alguien decía «ese joven tiene vocación…» y que se entendía como «tiene vocación para ser cura» tendrá que irse modificando con la aclaración, poco usada todavía, de «tiene vocación para diácono permanente». Afirmación que lleva a suprimir la frase que pudo verse en algún plan de pastoral: «ante la falta de vocaciones, se fomentará la ordenación de diáconos permanentes…».

Las Normas Básicas para la formación de los Diáconos Permanentes o Ratio Fundamentalis (RF) parte de una reflexión de Juan Pablo II en la Exhortación Pastores dabo vobis, referida a toda vocación, como diálogo entre el llamado divino y la respuesta de libertad humana, para luego aplicarla a la vocación diaconal: «La historia de toda vocación sacerdotal, como también de toda vocación cristiana, es la historia de un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que, en el amor, responde a Dios (Juan Pablo II). Pero junto a la llamada de Dios y a la respuesta del hombre, hay otro elemento constitutivo de la vocación y particularmente de la vocación ministerial: la llamada pública de la Iglesia: Se dice ser llamado por Dios quienes son llamados por los ministros legítimos de la Iglesia (Catecismo Tridentino). La expresión… debe tomarse en sentido sacramental, que considera a la autoridad que llama como el signo y el instrumento de la intervención personal de Dios, que se realiza con la imposición de las manos. En esta perspectiva, toda elección regular expresa una inspiración y representa una elección de Dios. El discernimiento de la Iglesia es, por tanto, decisivo para la elección de la vocación; y mucho más, por su significado eclesial, para elegir una vocación al ministerio ordenado» (RF, 29).

Algunos indicios de la vocación

Salvo experiencias religiosas extraordinarias y poco frecuentes, la mayoría de quienes han de decidir sobre la elección de carrera, los trabajos profesionales y la decisiva orientación de la vida, el matrimonio, la vocación laical o cualquier forma de consagración religiosa, tendrán que estar atentos a los «indicios» o «señales» que provienen del entorno que los rodea. Estas pistas suelen advertirse a través de las actitudes más constantes, las opiniones de verdaderos amigos, y los propios interrogantes que sobre el destino de la existencia se van formulando y cuyas respuestas se concretan en el modo de desplegar sus opciones. A ellos la pastoral cristiana agrega los consejos y sugerencias que provienen de la práctica del sacramento frecuente de la Reconciliación y del diálogo conocido en la tradición milenaria de las Iglesias y de otras religiones, como «acompañamiento», «orientación», «discipulado» o «dirección espiritual» y que en el caso de las decisiones referidas al ministerio ordenado se convierten en imprescindibles.

Un indicio positivo es el tipo de actividad concreta que en relación con el reino de Dios y con la comunidad cristiana se viene desarrollando. Así lo sugiere la información que brinda la Introducción al documento «diaconado permanente» señalando que entre las razones por las que el Concilio lo restauró se encuentra «la intención de reforzar con la gracia de la ordenación diaconal a aquellos que ya ejercían de hecho funciones diaconales» (RF, Introducción, 2). Al mencionar las «funciones diaconales» se corre el riesgo de pensar exclusivamente en la participación en acciones litúrgicas o en el desarrollo de un continuo «ministerio extraordinario de la Sagrada Comunión» o «de la Salud y el alivio». Sin dejarlas de lado, otras «funciones de servicio» al pueblo pueden verse desde un horizonte más amplio que incluye el sentido de la tarea de un docente, un dirigente sindical o un militante político.

«Conociendo la vocación de mi esposo»

Tratándose de la vocación de un varón casado, adquiere relevancia el discernimiento y la visión que brindarán su esposa, los hijos y el entorno familiar de quienes conviven cotidianamente. Es una visión que se hace presente a partir de una mirada creyente. Dicen las Normas Básicas: «Provéase para que las esposas de los candidatos casados crezcan en el conocimiento de la vocación del marido y de su propia misión junto a él. Para ello, invíteselas a participar regularmente en los encuentros de formación espiritual. Igualmente procúrese llevar a cabo iniciativas apropiadas para sensibilizar a los hijos respecto del ministerio diaconal» (RF, 78).

La experiencia enseña que más de un varón descubrió la vocación diaconal a partir de una preciosa sugerencia de la esposa, o al contrario, no pudo ser ordenado por la negativa de la mujer a brindar la autorización que exigen las normas canónicas. Con algo de humor solemos decir en los diálogos de discernimiento «hay que cuidar que la esposa no tenga más vocación de diaconisa que su esposo de diácono».

Las cualidades y virtudes que figuran en la 1 Carta a Timoteo (ver 3, 8-13) mantienen total vigencia aunque los exegetas discutan que lugar ocupaban en las primeras comunidades que iban diseñando sus carismas y ministerios y el sentido de algunas expresiones:

«De la misma manera los diáconos deben ser varones respetables, de una sola palabra, moderados en el uso del vino y enemigos de ganancias deshonestas. Que conserven el misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se los pondrá a prueba, y luego, si no hay nada que reprocharles, se los admitirá al diaconado. Que las mujeres sean igualmente dignas, discretas para hablar de los demás, sobrias y fieles en todo. Los diáconos deberán ser varones casados una sola vez, que gobiernen bien a sus hijos y su propia casa. Los que desempeñan bien su ministerio se hacen merecedores de honra y alcanzan una gran firmeza en la fe de Jesucristo».

¿Jerarcas clericales o jerarquía servidora?

La palabra «jerarquía clerical» tiene mal prensa entre nosotros, porque se la suele usar como sinónimo del abuso que es posible encontrar entre los que ejercen algún poder en las instituciones eclesiásticas. También se utiliza para mencionar a los «jerarcas políticos», «jerarcas sindicales», «jerarcas militares», etc., con tonalidad sumamente crítica, referida sobre todo al autoritarismo o a negocios turbios o poco diáfanos. A su vez el «clericalismo» expresa una intromisión indebida del poder eclesiástico en ámbitos que corresponden a instituciones autónomas o a la autoridad civil de los Estados.

Pero si hacemos el esfuerzo de desligar a las palabras de su contexto peyorativo, y buscamos el sentido preciso con que es usado en el lenguaje teológico conciliar, podemos descubrir aspectos mucho más positivos que obligan a una revisión de los respectivos roles y a una adecuada autocrítica, sin excluir el uso de un vocabulario más propio de la sagrada Escritura, cuestión en debate, que no es tema de estas líneas.

El diaconado es mencionado en la Constitución sobre la Iglesia en el capítulo III titulado «Constitución jerárquica de la Iglesia y particularmente el Episcopado», por lo tanto, al igual que los presbíteros y los obispos, se los considera parte de la «jerarquía» y pertenecen al «clero» que recibe el Sacramento del Orden. Lo interesante es que la introducción de este capítulo parte del dato de que la misión de la jerarquía es un ministerio eminentemente pastoral, «al servicio de sus hermanos» (Lumen Gentium, 18). Para que no queden dudas, se reitera, al explicar la misión de los Obispos, que «este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía o ministerio» (Lumen Gentium, 24).

El diácono ¿signo de Cristo servidor o acólito de lujo?

Después de mencionar el lugar que ocupa el Episcopado y los presbíteros, la mencionada Constitución dedica un número que, a pesar de su brevedad, fundamenta el diaconado en general y restaura el «permanente» con la repercusión que puede observarse a más de cuarenta años de su promulgación. Allí se dice la «imposición de las manos al diácono no es en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio» (Lumen Gentium, 29).

Las Normas Básicas comentan este párrafo considerando que aquí «se traza la identidad teológica específica del diácono: …es en la Iglesia un signo sacramental específico de Cristo servidor» (RF 5). Por eso, en su ordenación se piden los «dones del Espíritu para que el ordenando esté en condiciones de imitar a Cristo como diácono» (RF 6). La firme decisión de querer identificarse con el Cristo-Servidor es a mí entender el núcleo de la vocación diaconal, es decir, del llamado de quién es primer protagonista su Espíritu. «Es él quien los llama, quien los acompaña y quien modela sus corazones para que puedan reconocer su gracia y corresponder a ella generosamente» (RF 18).

Porque es cierto que muchas de los servicios de docencia, liturgia y animación en las comunidades que realiza el diácono puede ser encomendado a laicos y laicas convenientemente designados, pero en su ordenación se presencializa una gracia-sacramento que remite a la dimensión del «signo», ya que «es constituido en la Iglesia icono vivo del Cristo servidor … su santidad consistirá en hacerse servidor generoso y fiel de Dios y de los hombres, especialmente de los más pobres y de los que sufren…» (RF 11).

Estas tareas no tienen más limite que las normas morales, por eso que, a diferencia del presbítero, el diácono permanente puede desempeñar cargos públicos, administrar bienes de sociedades civiles, participar activamente en los partidos políticos y en la dirección de las asociaciones sindicales (ver CIC, cc. 285-288). También en ambientes cargados de tensiones y conflictos, el diácono está llamado a ser imagen viviente de Jesucristo, el Servidor.

 

Tomado de: http://www.sanpablo.com.ar/vidapastoral/nota.php?id=258

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