Desde mi experiencia de esposa de diácono, esta es una cuestión difícil.
He escuchado muchas veces, en conferencias teológicas y en encuentros, que primero, en el tiempo y en la prioridad, es el matrimonio y después el diaconado. En el caso de un diácono casado no siempre es así, por múltiples circunstancias,
Si el diácono y su esposa trabajan civilmente, no suele haber problemas; ambos tienen dedicación a sus trabajos respectivos y en pocas ocasiones se producen choque de intereses. Si la esposa está jubilada, no siempre estará satisfecha por la dedicación de su esposo a la Iglesia, que les impedirá salir o hacer pequeños viajes. Esto puede provocar insatisfacción o soledad en la esposa. Esta circunstancia también se podrá producir cuando el diácono esté jubilado civilmente y su dedicación a la Iglesia sea mayor que cuando trabajaba.
Ciertamente, por su condición de ministro ordenado, no verá con buenos ojos negarse a ejercer algún encargo o labor en la Iglesia; por otra parte, los obispos y párrocos en las diócesis, quizá por falta de personas capacitadas para servir a las hermanas y hermanos en las comunidades parroquiales, proponen a los diáconos demasiados trabajos en la Iglesia. Esto nos llevaría al tema de la misión de los laicos y a la confianza en ellos por parte de la jerarquía y al tema de la ordenación ministerial a las mujeres.
Habría que buscar un equilibrio entre matrimonio y diaconado, para que el diaconado del esposo y padre no sea un obstáculo para la vida matrimonial y familiar y que todos los miembros de la familia vivan con alegría el ejercicio del diaconado, verdadero don de Dios.
Hemos de educar a nuestros obispos, párrocos y comunidades, con humildad y respeto, para que acepten y promuevan el cuidado y una mayor atención de la familia por parte de los diáconos casados; también ellos mismos necesitan tiempo para formarse y descansar.
Montserrat Martínez