Homilía del arzobispo de Vancuver J. Michael Miller, CSB, en la ordenación diaconal del hispano Raúl Solano

 

Queridos hermanos en el sacerdocio y el diaconado, candidato Raúl Solano, con tu mujer y familiares, hermanos y hermanas en Cristo nuestro Señor Jesucristo:

Introducción

Dos años después de la primera ordenación de los primeros diáconos permanentes en esta fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, Cristo nos reúne otra vez para celebrar el sacramento del orden. Experimentamos una gran alegría en el Señor por el florecimiento de las vocaciones al diaconado permanente en nuestra Arquidiócesis. Esta noche el Señor nos reúne aquí en nuestra Catedral para que nuestro hermano Raúl sea incorporado al ministerio diaconal con la gracia del sacramento del orden. Así representa a Cristo como el que no ha venido a “ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por una multitud” (Mt 20, 28).

Me gustaría agradecer sinceramente a su esposa, María, y a su familia por haberlo acompañado a través de sus años de formación, y al Director del Programa del Diaconado, Monseñor Gregorio Smith, y a su párroco Padre Ricardo, los Escalabrinianos, y las hermanas Carmelitas Misioneras Teresianas y los parroquianos de Nuestra Señor de Dolores.

¿Qué es el diaconado?

La vocación al ministerio y la vida del diácono permanente es un gran don de Dios a la Iglesia de Vancouver y constituye «un enriquecimiento importante para su misión».1

El diaconado permanente es una gracia recibida de Dios, para el servicio de los fieles en nuestra Iglesia. Como todo sacramento, nadie puede conferirse a sí mismo esta gracia; ella debe ser dada y ofrecida por la Iglesia.

El diácono permanente no es un “presbítero rebajado”; tampoco es un “laico promovido” para acaparar el trabajo pastoral de los seglares. No se trata de clericalizar a los laicos.

Las funciones diaconales vienen determinadas por la Tradición eclesial, bajo tres aspectos íntimamente unidos: ministerio de la Palabra, de la Liturgia y de la caridad y la justicia.

La diaconía de la Palabra puede tener formas muy diversas: la predicación, la catequesis la evangelización, especialmente entre aquellos donde la Buena Nueva del Reino de Dios es menos conocida. Al recibir el Libro de los Evangelios en el rito de la Ordenación, el elegido queda capacitado para anunciarla de palabra y de obra.

Querido Raúl: deben colaborar conmigo y con los sacerdotes en el ejercicio de tu ministerio, no de su propia sabiduría, sino de la Palabra de Dios, invitando a todos a la conversión y a la santidad. Esto implica que debe mantener un contacto íntimo y personal con Jesús a través de su Palabra para que la comunique de manera eficaz y de forma integral en la comunidad a la que van a servir. De manera especial deberá predicar la Palabra de Dios con el ejemplo en el ambiente en el que se desenvuelve, en su familia, en su trabajo, en todo lugar.2

Un diácono es apóstol y servidor, dos realidades que no pueden separarse jamás. Son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús como diácono está llamado a servir y el que sirve como diácono tiene que anunciar a Jesús.

El Señor ha sido el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf. Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribió un Padre de la Iglesia.3

Como ha hecho él, del mismo modo está llamado a actuar su anunciador. Ser discípulo y ministro del Señor es exigente, pues quien es seducido por Cristo quiere ser como El. El discípulo de Jesús, y aún más el que está ordenado al servicio de la Iglesia, no puede caminar por una vía diferente a la del Maestro. Dicho de otro modo, si evangelizar es la misión asignada a cada diácono, servir es el estilo mediante el cual se vive la misión entregada por la imposición de manos.

La diaconía de la Liturgia: desde el principio, el ministerio del diácono ha estado vinculado a la liturgia. Debe ayudar a que el pueblo se santifique, ya que está llamado a la santificación de la Iglesia en cada uno de sus miembros, de forma especial en la liturgia es la fuente de gracia y de santificación.

En este aspecto, el diácono cumple la función de servir y asistir al obispo y al presbítero en la celebración litúrgica. A través del diácono, el pueblo, en su culto, está más ligado al obispo y a sus sacerdotes, y a su Iglesia local.

Una vinculación especial existe entre el diácono y la celebración de la Eucaristía. Es el sacramento que alimenta en nosotros la caridad cristiana. El diácono no puede realizar eficazmente su misión si no mantiene un contacto íntimo con el sacramento del servicio y de la caridad de Cristo, que es la Eucaristía.

Y de la fuente de la Eucaristía brota el ministerio más propio y peculiar al diácono: la diaconía de la caridad y de la justicia, que pone de manifiesto el vínculo que existe entre la mesa del Cuerpo de Cristo y la mesa de los pobres y los necesitados (Hch 6,1-6). El diácono hace presente a Cristo-Siervo. En la celebración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía, el servicio de la caridad encuentra su fuente; en el servicio a los hermanos la vida litúrgica encuentra su eficacia. «La participación activa de todos en la Eucaristía es la condición necesaria para toda acción pastoral auténtica en la comunidad».

¿Por dónde se empieza para ser un «siervo bueno y fiel» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso, el diácono está invitado a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere.

En efecto, quien sirve en el diaconado no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará verdaderamente fruto. El que sirve está dócil de corazón, siempre disponible, solícito para los hermano y abierto a lo imprevisto. Viviendo en la disponibilidad, su servicio estará será evangélicamente fecundo. En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Así, querido Raúl, madurará su vocación de ministro de la caridad. Así, disponible en la vida, manso de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendrá temor de ser servidor de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.4

Conclusión

Por último pido a María Santísima, Patrona de nuestra Arquidiócesis y ella misma “servidora del Señor”: que le acompañe con su protección maternal a lo largo de su ministerio diaconal y que sea fiel testigo de su Hijo y un verdadero misionero en la comunidad eclesial.

J. Michael Miller, CSB Arzobispo de Vancouver


1 Catecismo de la Iglesia Católica, 1571.

2 Cfr. Directorio, 23-27.
3 San Policarpo, Ad Phil. V,2.

4 Cf. Francisco, Homilía (29 de mayo de 2016).

 

Tomado de: Web del arzobispado de Vancuver

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