En recuerdo de Jesús Lorenzo Herráiz Martínez, Diácono

Entre las muchas cosas que he de agradecer al ministerio diaconal, una de ellas es el haber conocido a mi compañero diácono Jesús Lorenzo Herraiz Martínez. Muchos siempre le han llamado afectuosamente Chusky, pero yo nunca lo llamé así. Me parecía que su nombre era demasiado hermoso para llamarlo de otra manera y siempre le dije simplemente Jesús. Nombre que lleva implícito todo el actuar de Dios en favor nuestro y cuyo significado se ha hecho realidad en la persona de Su Hijo.

A partir de 1998 yo inicié mi camino hacia el diaconado permanente. Durante ese período de discernimiento y estudios que culminó con nuestra ordenación el 30 de abril de 2005, conocí a Jesús. Pronto supe que anteriormente, mucho antes que yo, él había intentado iniciar estos pasos hacia el diaconado, pero aquella tentativa tuvo que ser aplazada: en aquel entonces era aún muy joven y llevaba poco tiempo casado con Cristina, por tanto era necesario esperar para cumplir lo establecido en nuestro Directorio.

Como sucede en las vocaciones cuando son auténticas, las dificultades que van surgiendo y parecen poner más lejano el ideal que se espera alcanzar, terminan consolidando aún más la vocación y haciendo más intenso el deseo de entrega. Es ahí cuando me lo encuentro: cuando yo tenía una parte del camino recorrido y él se reintegra nuevamente, una vez superados los tiempos de espera necesarios. En él había madurado el deseo de entregarse a Dios en el ministerio diaconal y eso se notaba. Sólo le faltaba terminar algunas de las asignaturas de estudio y seguir avanzando en el discernimiento en la búsqueda de la voluntad de Dios.

Su regreso al grupo de aspirantes al diaconado y su participación en las actividades hicieron posible mi relación con él y con Cristina, favoreciendo el conocimiento mutuo, acentuando las afinidades y simpatías, incrementando la amistad. Cuando Jesús vuelve al diaconado el grupo ya no era el mismo. Algunos antiguos compañeros ya habían sido ordenados, otros ya no estaban, pero fue acogido por todos con mucho afecto. Era fácil la relación con él. Su jovialidad, su facilidad de palabra, su habilidad para desarrollar una conversación sobre cualquier tema, unidas a la bondad que emanaba de su persona, lo convertían espontáneamente en el amigo de todos. Nuestros objetivos comunes en el estudio y en la preparación espiritual profundizaron aún más mi amistad con él.

Es así como llegamos al verano de 2003, un año que marcó el inicio de una nueva etapa en la vida de Jesús. El verano de ese año, precisamente tras nuestra convivencia de fin de curso diaconal en Miraflores de la Sierra, Jesús comenzó a sentir los primeros síntomas de lo que sería diagnosticado posteriormente, en toda su crudeza, como un cáncer de páncreas. El impacto fue brutal, pero a la conmoción de esa noticia fortísima le sucedió todo lo que la fe, cuando es firme, es capaz de aportar: la confianza en Dios, el ponerse en sus manos de un modo nuevo, al mismo tiempo que unas enormes ganas de luchar contra esa adversidad.

Todos sus compañeros y amigos quedamos también sobrecogidos con esta novedad: ¿cómo era posible que en aquel entonces, el miembro más joven de nuestro grupo (Jesús estaba próximo a cumplir 36 años), con aquella vitalidad que mostraba en su rostro, fuese a estar tocado por semejante enfermedad? No lo podíamos creer, pero muy pronto nos pusimos a orar por él. Pretendíamos que una vez más, nuestras oraciones fuesen escuchadas y no tuviese lugar nunca el desenlace fatal propio de un cáncer de esas características. Casi coincidiendo con esta novedad que nos afectaba tan de cerca, saltó a la prensa la noticia de ese mismo diagnóstico en una cantante muy conocida, lo cual hacía aún mucho más presente la trascendencia del caso. Pero, cada uno de nosotros, a su modo, quiso obtener del cielo el milagro que impidiese que Jesús nos dejara tan pronto. Yo fui uno de los que lo puso en las manos de Teresa de Calcuta confiando en su intercesión, pero sabiendo que al mismo tiempo, el amor del Padre era interpelado también por otros intercesores.

Tras el terrible diagnóstico, la primera decisión de los médicos fue operar: la cirugía permitiría conocer mejor la situación, ratificar el diagnóstico y al mismo tiempo hacer todo lo que se pudiese sobre el órgano afectado. Fue así como le extirparon la cola del páncreas, confiando en que la enfermedad no se manifestase en el resto del tejido. Realmente esto fue un acierto, pues la enfermedad no siguió extendiéndose en el páncreas, lo cual habría desencadenado una muerte más próxima. Le dejó una secuela importante: una diabetes y otros trastornos gástricos, pero esto era más llevadero y siempre preferible a un desenlace fatal inmediato.

¿Qué pasaba por la cabeza de Jesús entonces? Muchas cosas, pero sobre todo la preocupación por Andrés y Cristina. Con los altibajos propios de nuestra condición humana, pero con una gran fe, Jesús tuvo que hacer frente a una situación diferente, desconocida hasta entonces en su vida, que le reclamaba actitudes nuevas. Es cierto que tuvo el apoyo de su familia, de sus amigos más cercanos, especialmente de sus entrañables amigos Miguel Angel Ros («su quinto hermano» como lo llaman los propios hermanos de Jesús) y su esposa Paqui, de su grupo diaconal, pero ante algo tan tremendo, uno en realidad está solo ante Dios. Es en esa desnudez de la fe donde se experimenta la debilidad más extrema y la inmensidad del Padre que nos ama.

Nunca olvidaré la Eucaristía en la parroquia de San Lucas Evangelista en la que Jesús recibió el sacramento de la Unción de Enfermos. Era hermoso ver el afecto de su comunidad parroquial y todo el apoyo que le manifestaban, la cantidad de personas que acudieron y los regalos que le hicieron. Recuerdo que entre las lecturas de la Misa, a modo de salmo responsorial, Jesús eligió el cántico de Isaías 38, 10-14. 17-20 que leemos en la Liturgia de las Horas. En aquel momento Jesús hacía suyas las palabras del profeta que parecían describir el estado de su alma. Cada vez que nos toca leerlo no puedo dejar de pensar en Jesús y evocar aquella tarde de inefable expresión de comunión eclesial. Tras esto, yo bromeaba con Jesús diciéndole que él era el único de nuestro grupo que había recibido ¡los siete sacramentos de la Iglesia!

No quiero pasar por alto, otro momento de oración intensa junto a las reliquias de Teresa de Lisieux en su primera visita a España. Nuestro hermano diácono Paco Garcia-Roca tenía la responsabilidad de trasladar a las Hermanas Misioneras de la Caridad hasta el convento de las carmelitas de la calle Ponzano. Allí las hijas de Teresa de Calcuta tenían concedida una hora de oración, en la mañana del sábado 11 de octubre de 2003, en el presbiterio de la capilla, donde en ese momento se encontraban las reliquias. Paco tuvo la delicadeza de preguntar previamente a la superiora de las Misioneras de la Caridad si Jesús y yo podíamos participar con ellas en ese momento tan especial. La superiora respondió afirmativamente. Todas ellas ya conocían, por medio de Paco, la historia de Jesús y oraban por él. Fue así como tuvimos el inmenso privilegio de participar en aquella oración impresionante, colocados en el presbiterio, a muy poca distancia de las reliquias. Tanto Jesús como yo dirigimos una decena del rosario que se rezó en aquel momento. No hay palabras para describir la emoción, pero la imagen imborrable que guardo de aquel instante es la de ver a Jesús orando de rodillas ante aquella urna con las reliquias de la maestra excepcional de la confianza y el abandono en Dios.

Tras la operación, su recuperación fue rápida y prometedora, a tal punto, que en el verano del 2004, participó en la peregrinación diocesana a Santiago de Compostela como un peregrino más en aquel año jacobeo. Lamentablemente no pudo terminar su peregrinación pues tuvo que interrumpirla por el fallecimiento de su padre.

Es cierto que la operación detuvo
la agresividad de la enfermedad, pero no impidió que más adelante se volviese a manifestar trasladada ahora al hígado. Aquí se abría ahora un nuevo frente de lucha al que Jesús tuvo también que desafiar. Hubo otra operación más y, aunque la quimioterapia no suele ser muy eficaz en el cáncer de hígado, Jesús se sometió a ella padeciendo los trastornos que, los que no hemos pasado por ese tratamiento, no somos capaces ni de imaginar. Recuerdo aquellos días en que, entre los signos visibles como la caída del pelo, etc. lo que más llamaba la atención era la pérdida del color tan característico de su piel al que estábamos acostumbrados.

Fue durante una tregua en la batalla contra la enfermedad, cuando Jesús tuvo una de las alegrías más intensas de su vida. El 30 de abril de 2005, en el momento central del rito de ordenación diaconal, las manos del obispo se posaron sobre su cabeza, manifestando, de un modo sacramental, por la acción del Espíritu Santo, el amor de predilección de Dios sobre él. Ese gesto tan claro no dejaba lugar a dudas: Jesús era llamado por Dios a trabajar en su mies, a colaborar en la extensión del Reino inaugurado por Cristo, configurándose al que «no ha venido a ser servido sino a servir» (Mc 10, 45).

Aunque la enfermedad seguía latente, no alteró su entusiasmo y su entrega. Su amor a la Iglesia siempre fue una constante a lo largo de su vida y el ejercicio de su ministerio diaconal colmaba sus aspiraciones de compromiso y entrega. Nunca olvidaré en nuestras conversaciones la pasión que manifestaba en su trabajar por la Iglesia, su amor y cuidado en la liturgia, su preocupación porque todo quedase perfecto… Cuando me comentaba sus experiencias pastorales, era palpable lo que disfrutaba en cada una de ellas, su dedicación, su entusiasmo. Exponía la fe con convicción y alegría de creer.

En sus periódicas visitas al médico durante mucho tiempo se mantuvo una actividad silenciosa de la enfermedad. Se manifestaba una actividad tumoral muy disminuida, pero siempre presente y en algún momento se apreció que había alcanzado además, la cadena de ganglios del mediastino, pero no había ninguna sintomatología nueva, salvo las secuelas dejadas por la operación de páncreas. El color en su cara volvió a ser el de antes, el propio de las personas saludables. Durante mucho tiempo esto tuvo que dejar a los médicos un tanto asombrados. Lo sé, porque más de una vez le preguntaron ¿pero, usted no se siente nada? Y él respondía en cada ocasión: «no doctor, salvo lo de la diabetes y los trastornos intestinales ya conocidos, yo me siento bien». No obstante, era un hecho que la enfermedad seguía presente y aunque no se notaba, ahí seguía estando.

Surgió la posibilidad de un tratamiento que sería aplicable en Milán. Cuando Jesús lo supo quiso intentarlo y tras superar una serie de obstáculos de toda índole, se sometió a él con esperanza. No estaba dispuesto a perder una oportunidad más de combatir la enfermedad y aquí había un nuevo frente. Aunque los médicos eran muy cautos y no querían hacerle soñar con resultados espectaculares, al menos, se pudo constatar, que este nuevo tratamiento incidió positivamente, y aunque tampoco erradicó definitivamente la enfermedad, durante un tiempo, los marcadores de actividad tumoral mantuvieron un nivel aceptable.

Durante todo el proceso de su enfermedad Jesús alternó períodos de baja laboral con reincorporaciones al trabajo. Su actividad docente como profesor de religión la retomaba cada vez con su entusiasmo de siempre, pero fue en esta última etapa, cuando ya comenzaba a preocuparle una baja tan prolongada. Pensaba mucho en los efectos que pudiese tener una ausencia demasiado alargada de su centro de trabajo, pero uno siempre trataba de desviarle este pensamiento.

Estos últimos meses de su vida, fueron también de lucha, pero a él esta vez le parecía que los médicos no querían hacer lo suficiente. Jesús quería seguir combatiendo, pero a veces me decía que los médicos le daban a entender que ya se había hecho todo lo posible, y sin mencionarme la palabra desahucio, me la daba a entender. La elevación de los niveles de marcadores ya resultaba ser más preocupante. Fue por eso que él quiso una vez más repetir el tratamiento de Milán, pero mientras tanto el médico español le sugirió la posibilidad de un tratamiento con inmunodepresores en pastillas que parecía ser efectivo. En uno de mis mensajes os comenté a vosotros todos estos detalles que no repito ahora, pero este último intento de Milán no obtuvo una respuesta como la que Jesús deseaba. Le sugirieron al final que continuase con el último tratamiento que le estaba aplicando su médico pues parecía bien encaminado.

Estos últimos meses fueron más difíciles para Jesús. No sabemos si por efectos secundarios del tratamiento o si debido a que la enfermedad seguía avanzando, él comenzó a sentir otras molestias además de las ya conocidas: un dolor que él describía como desplazándose a lo largo de toda su espalda y un cansancio fuera de lo común que lo obligaba a sentarse de vez en cuando mientras caminaba. No era normal en Jesús y una vez más tuvo que pedir la baja laboral. Transcribo aquí un comentario del amigo Miguel Angel que describe con exactitud su modo de asumir esta última etapa: «En sus últimos meses de vida, cuando la enfermedad se cebaba en su carne, el dolor fue para él una magnífica escuela de caridad. Siendo él una persona de bondad innata, pude percibir cómo se esforzaba en brindar a todos un trato si cabe aún más afable y exquisito. Y no lo hacía al modo del «mal estudiante de última hora», puesto que su súbita partida al Infinito nos sorprendió a todos, incluso a él, que apenas seis horas antes de morir estaba haciendo conmigo planes para el futuro».

No obstante, su actividad diaconal en su parroquia de San Miguel de Las Rozas, la siguió desempeñando. En ello tuvo mucho que ver Cristina que lo estuvo trasladando todo el tiempo en el coche para que no tuviese que depender del transporte público. En esto y en muchas más cosas, Cristina es un gran exponente de la colaboración de la esposa en el ministerio diaconal.

Jesús se nos ha ido, como de puntillas, como quien parte en silencio. Él no se encontraba atravesando esas etapas de gravedad, características de su enfermedad, que de cierta manera nos preparan a todos para una partida próxima. Habiendo transcurrido bien la fiesta de San José y Día del Padre, esa noche Jesús hizo lo que solía hacer casi siempre: irse a la cama muy tarde. Tenía esa costumbre desde hacía tiempo pues no solía tener un sueño muy prolongado, y estar despierto en la cama él me decía que le provocaba angustia. Por tanto se acostaba tarde, cuando ya los demás en casa llevaban algunas horas durmiendo. A eso de las 11 de la noche hubo una llamada para él: era Paqui, la esposa de Miguel Angel, para comentarle algo. También se puso Miguel Angel al teléfono y continuó la conversación. Cuán lejos estaban ellos de imaginar que hablaban con él por última vez… Esa noche no sabemos qué pasó, pero el domingo 20 de marzo por la mañana fue descubierto en el suelo de la cocina ya sin vida. Por la posición en que fue encontrado y la ausencia de golpes, no parecía que cayó bruscamente, sino como el que se va deslizando hasta caer en el suelo en un sueño profundo…

Es esta la palabra que Cristo emplea para definir la muerte: siempre se expresa de ella en términos de sueño. Así dice cuando va a la casa de Jairo: «la niña no está muerta, está dormida»(Mt 9, 24). Lo mismo en el caso de su amigo: «Lazaro no está muerto, está dormido»(Jn 11, 11). Bien sabe Cristo que lo ocurrido en este querido hermano no es la muerte. Para Cristo la auténtica muerte es la eterna, aquella en la que Dios no está, de la cual ha venido a rescatarnos…

Según me comenta Miguel Angel «sólo unos días antes acababa de terminar una novena a San José, Patrón de los que «terminan bien sus deberes». Este es sin du
da un delicioso detalle maternal de nuestra Señora, quien -como hacen las esposas hacendosas- puso a trabajar a su marido para culminar un buen encargo celeste».

Ante esta partida de Jesús, después de todo lo que hemos orado por él, ¿qué podemos decir? ¿Acaso podemos pensar que nuestras oraciones no han sido escuchadas? ¿Acaso tenemos derecho a sentirnos defraudados? Aunque ese parezca ser el resultado final, yo no afirmaría lo mismo. Tras el primer diagnóstico, recuerdo haberlo consultado con mis dos cuñados médicos y ambos me dieron una respuesta demoledora: sería cuestión de unos pocos meses… Recuerdo que en medio de todo ese tiempo transcurrido, en una de nuestras reuniones diaconales en la que yo no estuve presente, Jesús mismo dijo que el médico le había comentado que solamente le quedaba un año de vida… Han pasado ¡casi 8 años! desde entonces y tanto mis cuñados, como seguramente los propios médicos que han tratado a Jesús durante todo ese tiempo, seguirán desconcertados.

Para mí hace mucho tiempo que el milagro fue hecho y nuestras oraciones fueron todas escuchadas. Por tanto en esta última etapa de crisis de la enfermedad, en mi oración yo pedía al Señor: «repite los prodigios que ya has obrado en él». Es cierto que no se ha tratado de uno de esos milagros espectaculares que se pueden llevar a una causa de canonización, pero no podemos dejar de considerar que Dios le concedió algo que Jesús deseaba: poder seguir cuidando de Andrés por más tiempo. Jesús quería participar en la Primera Comunión de Andrés y esto le fue concedido, pero además le fue concedido participar en su Confirmación hace muy poco. Dios siempre nos concede por encima de lo que esperamos.

En su caso podríamos aplicar perfectamente la reflexión que Benedicto XVI hace sobre la oración de Jesucristo en el Huerto de los Olivos en cuanto a si fue escuchado o no por el Padre: Dios libró a Su Hijo de la muerte pero resucitándolo tras haber pasado por ella. Dios siempre atiende a nuestras oraciones pero responde de un modo diferente al esperado que supera todas nuestras expectativas. Por eso, ante el hecho triste de la partida de nuestro hermano diácono Jesús, nuestra mirada se dirige al Padre en continua acción de gracias por habérnoslo dado, por haber compartido nuestra vida con él, por todos los dones con que lo enriqueció y que nos han enriquecido a nosotros, por haberlo elegido al ministerio diaconal, incluso por habérselo llevado de este modo inesperado ahorrándole más sufrimientos y angustias. Con nuestra mirada siempre proyectada hacia el futuro y con la certeza de nuestro reencuentro con él en la vida eterna, digamos con fe: ¡Sea el Señor bendito y alabado por los siglos! Amén

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