Humildad para servir más y mejor

  Diác. Josep Vicent Forner Calpe

Incardinado a la Diócesis de Lleida, España
Publicado en Revista Vida Nueva (nº 2749, 9 al 15 de abril de 2011)

Soy Josep Vicent Forner, diácono de la Diócesis de Lleida y miembro del Seminario del Pueblo de Dios (SPD) –asociación de fieles que ofrece una escuela de vida y formación laical al servicio de la Iglesia local–. Fui ordenado por el obispo monseñor Francesc Xavier Ciuraneta el 4 de junio de 2006, he estado al servicio de las parroquias del arciprestazgo de la Ribagorza y, desde el año 2009, ejerzo como secretario particular del obispo monseñor Joan Piris y como delegado diocesano de Pastoral Vocacional, además de formar parte de la Delegación de Jóvenes y del equipo pastoral del Colegio Episcopal.

Empecé a conocer el diaconado cuando a los 18 años entré a formarme en el SPD, un original seminario laical en el que, en la relación de caridad entre hombres y mujeres, crecen y maduran todas las vocaciones del Pueblo de Dios. Tras el proceso de formación, hice el compromiso como miembro interno –célibe en vida comunitaria– de esta comunidad, la cual quiere contribuir a que los cristianos descubran su consagración bautismal, la vocación a la unidad en torno al obispo y su misión en la Iglesia diocesana. Precisamente, la disponibilidad al servicio de la Iglesia particular me llevó, en el año 2004, al Pont de Suert (Diócesis de Lleida), donde cinco miembros de nuestra asociación (dos sacerdotes, dos laicas y yo) atendíamos la pastoral de la comarca de la Alta Ribagorza.

Aunque todo lo llevábamos en equipo, yo me dedicaba de forma especial a las clases de Religión en el instituto y a coordinar la catequesis de niños y jóvenes, la formación de adultos, la liturgia y Cáritas. No es que yo quisiera ser diácono, me encontraba «cómodo» como laico entregado a la misión, pero monseñor Ciuraneta, en diálogo con el SPD, vio signos de vocación al diaconado. Yo lo acogí como voluntad de Dios y fui ordenado.

Por mi parte, en los cinco años de ministerio, tanto en el arciprestazgo de la Ribagorza como en el servicio a monseñor Piris y a las delegaciones diocesanas, he procurado y procuro vivir en coherencia con la intención de los apóstoles cuando instituyeron a los siete diáconos (cf. Hch 6, 3-4); es decir, intento servir y preparar a la comunidad cristiana para que esté bien dispuesta a acoger la predicación de sus pastores y, a su vez, hacer lo posible para que estos –el obispo y sus presbíteros– puedan dedicarse a la oración y a aquello que les es propio y no tengan que ocuparse de tareas que corresponden a los demás como miembros vivos y comprometidos del Pueblo de Dios.

También tengo muy presentes las palabras de monseñor Ciuraneta en la homilía de mi ordenación: «Si queremos entender la identidad y misión del diácono, no lo tenemos que ver como un presbítero rebajado o como un laico promocionado, sino como un signo-persona a través del cual Cristo se manifiesta y nos invita a todos a la sublime vocación de servir a Dios y a los hombres». Por eso, yo destacaría que lo fundamental no es qué puedo o no puedo hacer desde el diaconado, sino cómo debo ejercer este servicio en relación con el obispo, los presbíteros y el resto de la asamblea cristiana para que la Iglesia, en su riqueza de ministerios ordenados y laicales, dé testimonio de Cristo por la unidad en el amor.

Esto me pide una actitud constante de oración, vigilia y disponibilidad para descubrir lo que el otro necesita y dar la respuesta evangélica que la caridad fraterna exige, desde la sencillez, la humanidad de los pequeños detalles y el trabajo bien hecho; pero, sobre todo, con la humildad para reconocer mis errores y debilidades y aprender de ello, para servir más y mejor.

Gracias al Diác. Gonzalo Eguía Cañón por la atención de remitir este testimonio y el siguiente.

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