Enzo Petrolimo es diácono italiano, colaborador de Servir en las periferias, Profesor de teología del ministerio diaconal, Presidente de la Comunidad del Diaconado en Italia.
Premisa
El diaconado, como dijo Pablo VI, fue restaurado como factor de renovación de la Iglesia, partiendo precisamente
del ambiente conciliar suscitado por Lumen gentium. Esta afirmación abrió nuevos horizontes para el
ministerio diaconal, superando los peligros reales que se presentaron posteriormente acabar en el vacío del ritualismo o de la devoción exagerada.
La recepción de la ‘novedad’ se movió entre la sorpresa y la desconfianza debido, por un lado, a la extendida concepción ‘piramidal’ de la Iglesia y, por otro, a la pregunta que se planteó la opinión pública eclesial ¿para qué sirve el diácono? Es una pregunta comprensible, si se piensa que en aquella época el concepto y la realidad del ministerio se identificaban exclusivamente con el servicio del obispo y sus primeros colaboradores, los presbíteros. En su lugar, había y hay que preguntarse primero ¿quién es el diácono? La respuesta a esta pregunta era posible
en un contexto eclesiológico más amplio y desde una perspectiva que fuese más allá de las preocupaciones
pragmáticas.
Ante la falta de estos antecedentes se entiende con facilidad que la puesta en práctica del dato conciliar y de los primeros documentos operativos, al menos en algunas de nuestras Iglesias, haya oscilado entre lo superficial y lo entusiasta y, por tanto, sin un adecuado discernimiento. No faltaron las sorpresas y las decepciones, sobre todo porque el terreno no estaba suficientemente preparado. En algunos casos se promovieron personas al diaconado sin respetar plenamente los criterios ya establecidos en los primeros documentos magisteriales sobre la materia. En las últimas décadas puede decirse que el diaconado ya ha obtenido carta de ciudadanía en la mayoría de las comunidades. Por ello, en los últimos años, la comprensión de la identidad y de las tareas ministeriales del diácono dentro de la Iglesia ha ido adquiriendo una buena consideración y, en consecuencia, un creciente consenso por parte
de muchas comunidades, aunque estos resultados no hayan sido compartidos en la misma medida por todas las Iglesias locales.
Las diferencias visibles en el diaconado se derivan no solo de la diversidad socioeconómica de las distintas regiones del mundo, donde el norte y el sur han experimentado un desarrollo social y económico muy diferente, quedando el sur al margen del proceso de industrialización y manteniéndose por debajo de los niveles de vida nacionales. También han influido las diferentes concepciones teológicas de este ministerio, tanto en la teoría como en la práctica, que han dado lugar a diferentes formas de aplicación del diaconado. En los años postconciliares, hubo pocas comunidades eclesiales y pocos teólogos interesados en responder a las preguntas básicas sobre el significado, la identidad y las funciones del ministerio diaconal. De hecho, tras una ausencia de quince siglos, la restauración del diaconado podía ser una decisión problemática y, en cualquier caso, se esperaba que suscitara preguntas y estimulara la reflexión o, al menos, desencadenara reacciones vivaces. En algunas comunidades, sin embargo, se pudo registrar un fructífero interés y un decidido compromiso por comprender y profundizar en la gracia que la diaconía ministerial representa realmente para toda la Iglesia.
En estos años se ha producido un evidente desfase entre las líneas programáticas, por un lado, y las opciones pastorales, por otro, lo que ha dado lugar a una praxis ministerial heterogénea a causa de una visión eclesial del diaconado que podríamos definir hasta cierto punto como ‘oscilante’. Esto es, algunos tendieron a resituar a los diáconos dentro del estado laico de todo el pueblo de Dios, subrayando fuertemente su peculiar distinción tanto de los presbíteros como de los obispos, otros quisieron implementar la presencia y consideración de los diáconos reinstalándolos bajo una óptica estrictamente clerical, que terminaba siendo incómoda y llena de nuevos conflictos. Además, algunas iglesias y algunos obispos, menos interesados en profundizar o proteger la originalidad de la identidad diaconal, a menudo trataron de ‘emplear’ a sus diáconos solo para responder a ciertas necesidades prácticas de la Iglesia local, rebajando así la identidad sacramental del ministerio a cambio de un ‘beneficio’ inmediato a nivel pastoral. La consecuencia de estas opciones fue una planificación e implementación discontinua del diaconado, con iniciativas no siempre homogéneas, ante las cuales el propio ministerio corría el riesgo de configurarse principalmente en función de una necesidad pastoral contingente más que en coherencia con su dimensión original de servicio de y para la Iglesia.
Hechas estas aclaraciones, podemos distinguir tres temas recurrentes dentro de la diaconía ordenada en la Iglesia. Estas surgen de la visión bíblico-teológica del diaconado y, por el momento, parecen ser los principales elementos constitutivos del ministerio diaconal.
Podemos indicarlos de la siguiente manera: Pobreza y servicio, Palabra y testimonio, Eucaristía y liturgia.
El diaconado como recurso para la Iglesia
Hoy el diaconado, junto con sus
muchas luces, también con más de
alguna sombra, puede representar
un recurso muy grande para la Iglesia.
Ahora bien, junto a toda forma verdadera y propia de diaconado, se vislumbra, como la otra cara de la moneda, la existencia de un
ministerio que parece marginal
respecto a una planifcación pastoral
a nivel de la Iglesia local. En general,
se podría tener la sensación de una
presencia diaconal influyente en
el contexto de la Iglesia, aunque
en algunas situaciones sería más
correcto hablar de una ausencia
sistemática, no física, del ministerio
diaconal. ¿De dónde provienen estas
persistentes y extendidas zonas
oscuras que han llevado casi a una
incomprensión del significado y del
papel de la diaconía?
Aunque en este contexto no es posible profundizar en las causas de este inconveniente, creo que se puede afirmar que se remontan, en mi opinión, a nodos eclesiales problemáticos muy precisos y sin resolver, que pueden ser objeto de una investigación y un debate posteriores 1) escasa conciencia de la ministerialidad ordenada en relación al sacerdocio común de los fieles, 2) inadecuados y deformados criterios de discernimiento vocacional para el diaconado y su relativa formación, 3) el diaconado y la pastoral de la Iglesia local, es decir, la relación entre obispo y diáconos, presbíteros y diáconos, 4) el ministerio diaconal y el ministerio conyugal-familiar, 5) el posicionamiento confuso e improvisado del ministerio diaconal dentro de una gestión pastoral guiada a menudo por exigencias pragmáticas y sustitutivas y, por tanto el diaconado y la conversión pastoral. De estos nodos se derivan todos los demás problemas actuales que han sido y son objeto de reflexión, estudio e iniciativas, desde la formación teológica a las formas concretas de ejercer el ministerio y la relación con los presbíteros, desde las modalidades de una eficaz formación permanente con respecto al papel de la familia y del sacramento del matrimonio relativos a la vida ministerial de los diáconos casados, desde la valorización del ministerio diaconal célibe a la relación con el obispo, los presbíteros y los movimientos eclesiales que surgen hoy.
A partir de lo dicho, el resultado es que junto a las formas correctas de diaconía hay otras marginales y secundarias. Por ejemplo, la diaconía de la caridad se ve a menudo acompañada, si no sustituida, por una tendencia a ‘emplear’ a los diáconos en oficios y encargos diocesanos para tareas de asistencias específicas que poco o nada tienen que ver con la diaconía. También en el servicio litúrgico puede llegar a detectarse, a veces, una especie de presencialismo ritual más interesado en el deseo de aparecer y en el formalismo de las ceremonias sagradas que en una auténtica participación en el misterio celebrado. En otras palabras, en algunas ocasiones se tiene la impresión de que el diácono goza de una posición influyente dentro de la Iglesia, pero en muchos aspectos representa una débil presencia del diaconado como ministerio encarnado en el mundo.
Por desgracia, no se ha realizado adecuadamente lo que se esperaba en los años postconciliares, es decir, la presencia de los diáconos en comunidades pequeñas, donde es propicio establecer relaciones más auténticas, lo que habría hecho más fácil y eficaz el ejercicio del ministerio diaconal en su conjunto. En otras palabras, habría facilitado la posibilidad de que el diácono pudiese animar dichas comunidades, como mencionó Pablo VI en el documento Evangelii Nuntiandi, donde observóque estas comunidades ‘celulares’ surgen de la necesidad de una participación más intensa en la vida eclesial y del deseo de una dimensión más humana de la vida cotidiana. Esta perspectiva, a la vez que sitúa al diácono junto a la comunidad e involucrado en su pastoral, sugiere varias hipótesis de servicio para el diácono, 1) como promotor de la caridad, comprometido con los más pobres, 2) como animador de la liturgia, especialmente en las celebraciones domésticas de la Palabra, 3) comprometido en el servicio de ciertas realidades sectoriales como el mundo del trabajo, los grupos juveniles para educar a los jóvenes según el Evangelio de la caridad, la asistencia a los sin hogar, la creación de grupos interfamiliares guiados y animados por él para poner de manifiesto los diferentes aspectos de la vocación eclesial.
¿Qué perspectivas hay para el futuro? Cuestiones abiertas y esperanzas
¿Cuáles son, entonces, las perspectivas y las esperanzas? En realidad, hoy no se trata de encontrar un lugar para el diácono en la comunidad cristiana, sino de ‘repensar’ una Iglesia en la que el diácono pueda encontrarse realmente ‘en su propia casa’. La cuestión del diaconado es uno de los muchos caminos que la Iglesia postconciliar ha intentado tomar sin conseguir dar la sensación de que se ha decidido realmente a hacerlo. Ciertamente, el ministerio del diaconado es un reto para la Iglesia.
La caracterización que se ha dado a la figura del diácono en estos años es la de puente entre el pueblo y la jerarquía, la de hombre de frontera, cercano a los últimos, pero se insiste poco en que es una figura ordenada. Es decir, en la conciencia que deben tener los diáconos de pertenecer al sacramento del Orden y de ser ‘signo sacramental de Cristo servidor’. De ahí que la diaconía ordenada surja como ‘lugar de comprensión de la kenosis divina’.
Entonces, para el futuro de la renovación del servicio ministerial del diácono, en mi opinión, deben darse las siguientes condiciones. Ser un servicio pensado y ejercido en su integridad. Un diácono nunca debería transformarse unilateralmente en un simple promotor social, catequista o ministro litúrgico. La especificidad del ministerio diaconal se conservará –y con ella su propia legitimidad– solo en la medida en que su ejercicio se mantenga dentro de una perspectiva más integral.
Servir en áreas caracterizadas hoy por una particular urgencia desde el punto de vista de la realidad actual, como son, por ejemplo, la organización y formación de comunidades eclesiales de base, la presencia en los barrios, en condominios (bloques de departamentos).
Promover la participación ministerial de todo el Pueblo de Dios, elemento que hoy exige un compromiso de la Iglesia y de su ministerio jerárquico entre el pueblo. En esto, el diácono siempre será muy consciente de su condición de estrecha comunión con el cuerpo ministerial y, de manera especial, con el obispo.
Fomentar la dimensión familiar.
Un ámbito de la vida pastoral de la
comunidad en el que el ministerio
diaconal puede expresarse de mane-
ra nueva, en sinergia con el del sacerdote, es ciertamente el de la familia.
También aquí planteo una pregunta:
¿cómo entender hoy el valor profético de la familia del diácono –incluido él– como modelo de autorrealización en el compartir, en el amor gratuito y en la aceptación de todo lo que se es, en virtud de una vocación y de una misión por cumplir? Ya en 1981 Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio 73, señalaba a los diáconos, después de los presbíteros, como los más estrechos colaboradores de los obispos en la pastoral familiar, añadiendo que el sacerdote, como el diácono, debe comportarse constantemente con las familias como padre, hermano, pastor y maestro. Además, el Prefacio a la primera edición del Ritual de la Ordenación de Obispos, Presbíteros y Diáconos (1979), perfiló con claridad y profundidad este aspecto ministerial del diácono como signo de la dimensión doméstica de la Iglesia y como testigo y promotor del sentido comunitario y del espíritu de familia del Pueblo de Dios. Se trata de una intuición profética, es decir, hacer crecer cada vez más al diácono y su esposa en el trabajo con los necesitados, los pobres, los desposeídos, los niños sin ayuda, las familias en dificultad (económica y espiritual).
Es interesante ver involucrada en este servicio a la esposa del diácono, que desempeña un importante papel en el ministerio de su esposo, ya que su presencia realza el único e imprescindible discernimiento que se hace en el momento del consentimiento.
Cuidar el valor ecuménico. Esta es una ‘nueva frontera’ de la diaconía ministerial. La primacía del ‘servicio’ en toda vocación ministerial adquiere en el diaconado un precioso y severo valor ecuménico, un valor que se convierte en propuesta, llamada, compromiso y esperanza en el camino del ecumenismo. El diaconado, con su llamada a la ‘conversión en el servicio’, toca y puede ayudar también a afrontar los problemas aún dolorosos en las relaciones entre las distintas confesiones cristianas. Así, la calificación básica de la vocación ‘diaconal’ se convierte en un fuerte componente de la vocación ecuménica común de las Iglesias. Las formas de ejercer el diaconado para la causa ecuménica nos dicen que el binomio diaconal ‘Eucaristía- caridad’ es ecuménico, pero también es igualmente ecuménico el otro binomio diaconal que nace de la Palabra.
Compromisos para los diáconos y cinco pistas de trabajo para las comunidades
Primer compromiso, convertirse en promotores de la fraternidad diaconal según una creatividad que, partiendo
de la Palabra leída en conjunto, se convierta en lo que el Espíritu sugiere a las Iglesias. Segundo compromiso, crear una relación de comunión entre las iglesias. La comunión es el signo distintivo del discipulado, pero no solo eso. Hay iglesias que ya han adoptado la hermosa costumbre de visitar todos juntos a otras iglesias, o de que grupos diaconales visiten a otros grupos diaconales. Tercer compromiso, es prioritario que la ‘dimensión diaconal’ madure en las comunidades. Es interesante que, ya en el momento de la ordenación, haya siempre una investidura pastoral específica, que destaque las funciones propias del diácono para que estas no sean vistas como un sustituto del compromiso de otros (sacerdotes o laicos).
Primera pista. En primer lugar, es necesario destacar, siempre más y mejor, la mediación eclesial de la diakonía.
Segunda pista. Es necesario dar más espacio a una Iglesia abierta evangélicamente al mundo. El diaconado nació en el clima optimista de una Iglesia que se alejaba de los ‘profetas de la fatalidad’ y veía en la Creación y en la historia los signos del amor salvador de Dios.
Tercera pista. El futuro rostro del diácono hay que buscarlo en la necesidad que tiene la Iglesia, en el mundo moderno, de desclericalizarse.
Cuarta pista. La búsqueda del rostro del diácono del futuro es el redescubrimiento en la Iglesia de una opción cada vez más urgente, cada vez más ineludible. Nos referimos a la concepción conciliar de la Iglesia como una comunidad que se abraza a la ‘opción por los pobres’. Desde las famosas afrimaciones conciliares (LG 8) y luego la lapidaria expresión de Pablo VI, “los pobres son sacramento de Cristo”, hasta la afirmación del Papa Francisco que quiere una “Iglesia pobre para los pobres”.
Quinta y última pista. La diaconía de la caridad nunca debe separarse de ladiaconía de la esperanza.
Conclusión
Concluyo con una invitación de Carlos de Foucauld expresada en un contexto completamente diferente, el diaconado nos dice que la dificultad no debe detenernos. Cuanto mayor sea la dificultad, más debemos ponernos con dedicación a trabajar y comprometernos con todas nuestras fuerzas. Dios siempre ayuda a los que lo sirven. Por lo tanto, la esperanza para el futuro del ministerio diaconal en la Iglesia y en el mundo es que la diaconía sacramental vuelva a ser un signo de testimonio y profecía, un lugar donde la Palabra, la Eucaristía y los pobres puedan ser el corazón de una renovada vida eclesial.
Fuente: La Revista Católica, marzo 2021, número 1209, «Por sus heridas hemos sido sábados», páginas de 75 a 79.
Publicado con permiso del autor