Betania
Ya sabemos que el Espíritu sopla cuando quiere y donde quiere, unas veces en la tormenta y otras veces en la suave brisa, pero nos consta que es paciente y se toma sus tiempos. Pero al final, cuando hay disposición personal, consigue su objetivo: lo único que hay que hacer es saber escuchar y disponer el corazón a su querer. Siempre en la certeza de que su camino es el del Padre bueno.
En Zenarruza, monasterio cisterciense de Bizkaia, hace 10 años tuve una de esas experiencias, inesperada pero con una claridad meridiana: me enviaba a implicarme en un mundo conocido pero abandonado por nuestra Iglesia, al que era necesario tenderle puentes y acogerlo como Jesús acogía. Un colectivo creado por la homofobia social y eclesial, un colectivo que poco a poco se estaba abriendo paso, clamando justicia y reconocimiento social: el colectivo LGTBIQ+, dentro del cual había personas que persistían en la fe y pedían su reconocimiento como cristianas y la aceptación como miembros de la Iglesia para construir como hermanos y hermanas el Reino de Dios. Fue entonces cuando «Betania» apareció en mi vida.
Incomprensiblemente, en ese momento para mí, en Bilbao había un grupo de cristianos y cristianas formado por personas LGTBIQ+ que habían sido acogidos, curiosamente, en la asociación Aldarte, que nada tenía que ver con la Iglesia. Era en sus locales donde se reunían, compartían y rezaban. Incomprensible, pues no entendía cómo se habían mantenido en la fe con el trato que, como Iglesia, les estábamos dando. Hace 10 años, no cabíamos “todos, todos, todos”.
En aquel momento, mi preocupación era cómo presentarme yo, «diácono», ante un grupo cristiano que estaba, y sigue estando, marginado social y religiosamente. La respuesta estaba en la esencia del ser diácono: ponerme al servicio, tocaba entonces la humildad, el silencio y la escucha. La humildad para reconocer que sabía muy poco de ese mundo y que mis prejuicios eran muchos. Silencio para hablar poco, para que la escucha fuera verdadera y pudiera interiorizar las verdades que tenían en sus corazones… y eran muchas.
Yo no llegaba enviado por una encomienda -10 años después sigo sin ella-, y esto fue una ayuda para la actitud necesaria para la acogida y ser acogido. Quería ser uno más, aunque de alguna manera representaba, en ciertos momentos, a la Iglesia oficial, no oficialmente. Su acogida fue absolutamente fraternal; desde el principio me sentí como en casa.
Pude vivir en primera persona que la fraternidad no está reñida con la crítica, muchas veces dolorosa, pero con una verdad incuestionable. Cuando se deja hablar y uno escucha la «verdad verdadera», no la que quiere oír, cuando la persona se siente escuchada y acogida, afloran la palabra profunda y los verdaderos sentimientos.
La escucha me hizo ver que todavía tenía prejuicios escondidos, que si con la cabeza había aceptado que la homofobia no era cristiana, otra cosa pintaba en el corazón. Pues una cosa es hablar y hacer un discurso bonito, y otra es aceptar a la persona tal cual es y no como pensamos que tiene que ser, que es como acogen muchas comunidades cristianas. Es acoger sin «peros».
Betania fue para mí la luz que iluminó el camino de la verdadera acogida.
Es real el dicho de que «el roce hace el cariño».
Cuando uno abre el corazón, es cuando la otra persona puede entrar, y al entrar descubre su verdadera dimensión, la grandeza de su humanidad, que no la define su sexualidad, sea esta la que sea; lo que la define es la capacidad que tiene de amar, y ese es el punto de encuentro de la fraternidad.
Betania me mostró el camino ancho de Jesús, donde todo el mundo cabe, donde cada uno puede andar sin caer en el borde, donde se camina recto, haciendo eses, para adelante y a veces para atrás, donde se puede caminar de dos en dos o de tres en tres, apoyándose unos en otros, las unas en las otras. Un camino donde todos y todas cabemos y llegaremos al final prometido por el Padre bueno.
En Betania no cabe el sendero estrecho donde todos y todas van a la misma velocidad, donde si das un paso en falso te caes al borde, donde ya no puedes caminar y nadie te recoge; un camino que conduce, no al Padre bueno, sino a otro lugar.
Es así como poco a poco fui conociendo a una periferia eclesial que no quiere ser periferia, una comunidad que se siente profundamente amada por Jesús y que lo que quiere es ser hermanos y hermanas en el amor de Dios.
Este tiempo de relación me ha enseñado también una cosa importante: el desfase profundo entre las comunidades eclesiales de mi entorno y los posicionamientos de la Iglesia. He podido comprobar cómo la comunidad acepta esta realidad con una gran naturalidad y no siente rechazo hacia ella. Otro gallo diferente canta a un nivel clerical: allí donde un ministro ordenado la rechaza, no hay posibilidad de aceptación ni de fraternidad, obviando lo que su comunidad puede pensar o con el apoyo de la comunidad más influyente, que camina por el camino estrecho.
Para ilustrar esto, una pequeña anécdota: en una reunión con presbíteros, laicas y laicos se anunciaban varias actividades, unos campamentos de verano, un retiro, y yo comunicaba la celebración de la oración por un mundo sin homofobia. Uno de los presbíteros presentes indicó que sería bueno preparar una reseña de los campamentos y el retiro para anunciarlo en las parroquias; de la oración no dijo nada. Es seguro que su comunidad no se enteraría de que también había oración por un mundo sin homofobia, que, por cierto, la iglesia donde se celebró se llenó.
Betania es una comunidad ecuménica, formada por personas católicas y evangélicas, que se sienten Iglesia, que quieren ser Iglesia y, desde la sinodalidad y no desde el enfrentamiento, quieren que la realidad LGTBIQ+ sea plenamente reconocida y acogida en la Iglesia, y para ello construimos puentes. Nos toca a los cristianos transitar por ellos, pues como decía el papa Francisco, y repite León XIV, «cabemos todos y todas».
Gracias, Betania, por enseñarme a estar en medio del arcoíris.
Betania