Una reflexión sobre el diaconado femenino
Autora: Belén Brezmes (Asociación de teólogas españolas
Puede leerse el pliego en su totalidad en la suscripción de la revista VIda Nueva de este mes de octubre:
A continuación se presenta el resumen que adjunta la revista.
Hagamos un recorrido de fechas. En 2016, la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG), en reunión con el papa Francisco, propusieron el debate sobre el diaconado de la mujer, según sus propias palabras, aunque la cosa venía de mucho antes. Así, Francisco comenzó un proceso. Se estableció una primera Comisión de estudio para el diaconado de las mujeres con la tarea específica de “estudiar el tema”, pero el organismo logró un resultado parcial.
Francisco lo habló en profundidad, en una nueva reunión el 10 de mayo de 2019, en la XXI Asamblea Plenaria de la UISG, dando a las religiosas el resultado del trabajo de la Comisión, definido como “un paso adelante”, aunque fuera pequeño, y lo valoró positivamente. Les expresó que había que estudiar la cuestión, argumentando que no podía hacer un decreto sacramental sin un fundamento teológico, histórico. Según dicho estudio, había una forma de diaconado femenino en los primeros siglos, especialmente en Siria: ayudaban en el bautismo, en caso de disolución del matrimonio… la forma de ordenación no era una fórmula sacramental, era –por así decirlo– como hoy es la bendición abacial de una abadesa, una bendición especial para el diácono de las diaconisas.
Tras el Sínodo de la Amazonía, celebrado en Roma del 6 al 27 de octubre de 2019, recogido en el ‘Documento final’, el papa Francisco escribe la exhortación ‘Querida Amazonía’ y, seguidamente, manifiesta su deseo de instituir una nueva Comisión para el estudio del diaconado femenino. (…)
Después de este recorrido, nos asomamos a las cuestiones de fondo. ¿Qué ocurre en el Sínodo de la Amazonía, qué se dice sobre las mujeres en el ‘Documento final’? ¿Qué se dice sobre las mujeres en la exhortación ‘Querida Amazonía’ del papa Francisco?
Al final de la exhortación nos encontramos, por una parte, con una invitación a expandir la mirada para evitar reducir nuestra comprensión de la Iglesia a estructuras funcionales que otorgarían a las mujeres un estatus y una participación mayor en la Iglesia solo si se les diera acceso al orden sagrado, llevando a clericalizar a las mujeres. Si así fuera, disminuiría el gran valor de lo que ellas ya han dado y provocaría sutilmente un empobrecimiento de su aporte indispensable. Esto se dice sin ninguna argumentación, solo como una constatación, por lo que podemos entender de la explicación que viene dada a continuación.
Jesucristo se presentaría como Esposo de la comunidad que celebra la Eucaristía, a través de la figura de un varón que la preside como signo del único Sacerdote. Añade que este diálogo entre el Esposo y la esposa, que se eleva en la adoración y santifica a la comunidad, no debería encerrarnos en planteamientos parciales sobre el poder en la Iglesia. Ahonda en su argumentación, razonando que el Señor quiso manifestar su poder y su amor a través de dos rostros humanos: el de su Hijo divino hecho hombre y el de una creatura que es mujer, María.
De esta manera, las mujeres hacen su aporte a la Iglesia según su modo propio y prolongando la fuerza y la ternura de María, la Madre. Así, entramos en la estructura íntima de la Iglesia y sin limitarnos a un planteamiento funcional. Esto, según el papa Francisco, nos hace comprender radicalmente por qué, sin las mujeres, la Iglesia se derrumba, como se habrían caído a pedazos tantas comunidades de la Amazonía si no hubieran estado allí las mujeres, sosteniéndolas, conteniéndolas y cuidándolas. Esto muestra cuál es su poder característico.
De aquí se sigue que la situación actual exige estimular el surgimiento de otros servicios y carismas femeninos y, en una Iglesia sinodal, las mujeres, que de hecho desempeñan un papel central en las comunidades amazónicas, deberían poder acceder a funciones e, incluso, a servicios eclesiales que no requieren el orden sagrado y permitan expresar mejor su lugar propio. Estos servicios implican una estabilidad, un reconocimiento público y el envío por parte del obispo. Concluyendo que esto da lugar también a que las mujeres tengan una incidencia real y efectiva en la organización, en las decisiones más importantes y en la guía de las comunidades, pero sin dejar de hacerlo con el estilo propio de su impronta femenina.
Es curioso este argumento, pues presenta una dicotomía ya conocida e internalizada. Hay un juego de roles para dejar a las mujeres en ese determinado lugar, relegadas a un estatus secundario en los ámbitos de la naturaleza y de la gracia, su modo propio que prolonga la fuerza y la ternura de María, la madre, y a los hombres, el papel representativo de la jefatura y la imagen primaria de todas las cualidades superiores, representantes del único Sacerdote, hijo divino hecho hombre, Jesucristo. Lo cual nos hace pensar en una proyección de un papel preconcebido que no se ajusta a la actuación de Jesús en su discipulado de iguales.
Desdice a los estudios de la primitiva Iglesia, una Iglesia doméstica, donde las mujeres llevaban la animación comunitaria y la evangelización con una autoridad reconocida como ‘diákonos’. Esto hace sospechar que detrás de esas palabras subyace una mentalidad, más aún, una teología centrada en la prioridad de los hombres que induce a que estos tengan como prerrogativa exclusiva la identificación con Cristo y, dada la imposibilidad culturalmente antropológica de ignorar a las mujeres, siempre en la estela de madre, se reprueba exaltarlas asignándoles la esfera carismática de la santidad y dejando la autoridad y la responsabilidad firmemente en manos masculinas.
La autoridad de la que Jesús inviste a los suyos está muy lejos de las formas en las que se expresa después, en la mutación de las imágenes y modelos de Iglesia, que no son ajenos a una concepción machista y patriarcal que les rodea. Es urgente insistir de nuevo en que hay que conectar comunión y servicio, carisma y ministerio, que significa aceptar, en el reconocido señorío y libertad del Espíritu, que el don/servicio cualifique a todos indistintamente, en la diversidad propia de cada uno. Lo exige el crecimiento óptimo de la Iglesia.
Es obvio, llegando a este punto, que, como teólogas preocupadas por la vida de las mujeres, reclamemos la dignidad de imagen de Dios y de Cristo para nosotras también. Pues topamos con una testaruda ambigüedad a lo largo de la tradición cristiana de una desigualdad teológica que justifica una desigualdad funcional. (…)