La parroquia cruzada de instituciones ministeriales

Nuestro amigo, el diácono italiano Enzo Petrolino, presidente de la Comunità del diaconato en Italia, nos envía esta interesante reflexión sobre la Instrucción de la Congregación del Clero «La conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia», publicada el pasado 20 de julio. Agradecemos a Enzo el envío del artículo, y enterados del fallecimiento de dos de sus hermanos, en los últimos meses, le hacemos llegar nuestra cercanía, asegurándole nuestra oración.

LA PARROQUIA CRUZADA DE INSTITUCIONES MINISTERIALES

En uno de los pasajes de la Instrucción sobre la conversión pastoral de la comunidad parroquial al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia, leemos en n. 13 que «Para promover la centralidad de la presencia misionera de la comunidad cristiana en el mundo, es importante repensar no solo una nueva experiencia parroquial, sino también, en ella, el ministerio y la misión de los sacerdotes, quienes, junto con los fieles laicos, tienen la tarea de ser «sal y luz del mundo» (cf. Mt 5, 13-14), «lámpara en el candelabro» (cf. Mc 4:21), mostrando el rostro de una comunidad evangelizadora, capaz de leyendo los signos de los tiempos, lo que genera un testimonio coherente de la vida evangélica.

La importancia de los ministerios en la comunidad parroquial.

Una de las grandes realidades originales que el Concilio ha recuperado y reafirmado es que la Iglesia es toda ella completamente «ministerial»: no se puede entender a la Iglesia si no se entiende completamente como «ministerio», «servicio», «diaconía». El primer tema, por lo tanto, de la ministerialidad es toda la Iglesia, incluso si esa ministerialidad es ejercida prácticamente por sujetos individuales. Si la realidad de la Iglesia es ministerio, ninguno de sus miembros no está involucrado en el ministerio que ejerce como un todo. Después de subrayar el carácter de «misterios sacramento» de la Iglesia, el Concilio deseaba introducir, incluso antes de cualquier diversificación interna, un concepto que incluyera a todos los bautizados. Para este propósito, eligió la categoría de «pueblo de Dios», recuperando la dimensión bíblica de la historia, la alianza, la elección, la misión y de camino escatológico. La feliz intuición tenía la ventaja de resaltar la relación mutua entre el «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio común», ambos centrados en el único «sacerdocio de Cristo» (LG 10). Este «pueblo mesiánico» se envía a todo el mundo, y todos los hombres son llamados de alguna manera (LG 9:13). El concepto del Vaticano II con respecto al «pueblo de Dios» está impregnado por la necesidad de participación y comunión de todos los bautizados en el servicio «profético, sacerdotal y real» de Cristo (LG 10; 12), que se traduce en la inserción activa en los diversos servicios eclesiales de los carismas donados para utilidad común (LG 12). Por lo tanto, la «ministerialidad» es común a todo el pueblo de Dios.

Los puntos de referencia teológico-pastorales

De la Instrucción se desprende que hoy existe la necesidad de renovar la parroquia, en virtud de la nueva forma de entenderla, de ser y expresarse, de los cambios socioculturales, de su integración posible y necesaria con otras realidades sociales y estructurales. Problema sobre el que se ha puesto desde hace mucho tiempo la reflexión teológico-pastoral. Seguramente «los diferentes componentes en los que se divide la parroquia están llamados a la comunión y la unidad. En la medida en que todos reciban su propia complementariedad, colocándola al servicio de la comunidad, entonces, por un lado, el ministerio del párroco y los sacerdotes que colaboran como pastores puede realizarse plenamente, por otro, emerge la peculiaridad de los diversos carismas de los diáconos. , de personas consagradas y laicos, para que cada uno pueda trabajar en la construcción del cuerpo único (cf. 1 Cor 12, 12).

El capítulo VIII, epígrafe «e», se dedica a los diáconos, donde se afirma que «son ministros ordenados, incardinados en una diócesis o en otras realidades eclesiales que tengan la facultad de incardinar; son colaboradores del Obispo y de los presbíteros en la única misión evangelizadora con su tarea específica, en virtud del sacramento recibido, de «servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad».

La reactivación de este ministerio permite que el significado diaconal tenga un papel profundo en la Iglesia. Frente a todos los ministros ordenados, incluidos los obispos, así como los laicos, los diáconos significan y realizan la dependencia de todos en Cristo, el siervo que, por el poder de su Espíritu, compromete a toda la Iglesia a ser sobre todo un pueblo de siervos y a devolver al mundo el gusto del servicio. Dentro de estas líneas esenciales, el problema de qué forma concreta debe adoptar el ministerio diaconal no puede decidirse en una mesa, debemos ser capaces de aprovechar ahora las diferentes experiencias, tanta historia, tantas figuras de santidad. Para salvaguardar la identidad de los diáconos, en vista de la promoción de su ministerio, el Papa Francisco advirtió primero sobre ciertos riesgos relacionados con el comprensión de la naturaleza del diaconado: «Debemos tener cuidado de no ver a los diáconos como mitad sacerdotes y mitad laicos. […] Tampoco es la imagen del diácono como una especie de intermediario entre los fieles y los pastores. Ni a medio camino entre sacerdotes y laicos, ni a medio camino entre pastores y fieles. Y hay dos tentaciones. Existe el peligro del clericalismo: el diácono que es demasiado clerical. […] Y la otra tentación, el funcionalismo: es una ayuda que el sacerdote tiene para esto o aquello «. Para evitar este riesgo, en mi opinión, hay tres experiencias que serán decisivas: comunión, actividad misionera y estatus diocesano.

Ante todo, la eclesiología de la comunión.

Como es bien sabido, el principio unificador y la clave hermenéutica de todo el Magisterio conciliar, fruto del redescubrimiento del dato neotestamentario (especialmente las cartas paulinas) y de la auténtica tradición eclesial (cfr. Ignacio de Antioquía) es la eclesiología de la comunión.

La primera instancia que surge en nuestras Iglesias es la de madurar en las comunidades lo que los documentos llaman «conciencia diaconal», es decir, la conciencia de comunión que se traduce en participación y corresponsabilidad a todos los niveles y en sus diversas formas. Un contexto adecuado para las vocaciones al diaconado es … una Iglesia que intenta discernir la vía por la el Señor la llama a apoyar las responsabilidades del Evangelio, a vivir y manifestar el misterio de la comunión, a traducir en obras e instituciones el cuidado de la caridad y los diversos servicios pastorales (CEI, ON, 1993, n. 10). Por lo tanto, este es el terreno más adecuado para hacer que las vocaciones al ministerio diaconal florezcan y se cultiven.

Naturaleza misionera

La misión y la comunión,obviamente dos caras de la misma moneda. Es la misión misma la que fortalece la comunión, que dicta las necesidades de la comunión, porque es el deseo de dar a Cristo a los demás lo que une a los cristianos. En uno de los pasajes de la nota pastoral CEI titulada «El rostro misionero de las parroquias en Italia», leemos: «El futuro de la iglesia en Italia, y más allá, necesita la parroquia. Es una certeza basada en la convicción de que la parroquia es un bien precioso para la vitalidad del anuncio y la transmisión del Evangelio, para una iglesia arraigada en un lugar, difundida entre la gente y con un carácter popular. Esta es la imagen concreta del deseo de Dios de establecerse entre los hombres». Con esta nota -diáconos y obispos en la introducción del documentos-, «ni siquiera queríamos hacer una reflexión general sobre la parroquia, sino solo centrarnos en lo que es necesario para que pueda participar en el giro misionero de la iglesia en Italia frente a desafíos de esta era de cambios fuertes «(N.5).

Y más adelante, hablando del signo de la fecundidad del Evangelio en el territorio, los obispos enfatizan que la presencia de la parroquia debe expresarse sobre todo «al tejer relaciones directas con todos sus habitantes, cristianos y no cristianos, participantes en la vida de la comunidad o en sus márgenes . Presencia en el territorio que significa preocupación por los más débiles y por los últimos, hacerse cargo de los quienes han sido marginados, servicio a los pobres, viejos y nuevos, preocupación por los enfermos y los niños en peligro «(N.10).

De esta presencia los primeros responsables son los párrocos y diáconos los cuales -como lo expresa el episcopado italiano- se deben confiar áreas ministeriales, «según una figura propia y no derivada de la del presbítero, en vista de la animación del servicio en todos los frentes de la vida eclesial» (N.12). Veamos algunos de estos compromisos.

Diáconos al servicio del pueblo de Dios.

«En el ejercicio de su ministerio, el diácono ayuda a otros a reconocer y valorar los propios carismas, y las propias funciones en la comunidad; de esta manera promueve y apoya las actividades apostólicas de los laicos «.

La relación del diácono con los laicos surge del hecho de que, a través de la gracia sacramental el diácono está habilitado para aceptar las diversas necesidades, haciendo emerger y suscitando servicios y ministerios en el pueblo de Dios. Esta posición que ve al diácono sirviendo al pueblo de Dios implica que el diácono, aunque por un lado pertenece al clero por haber recibido una ordenación, por el otro comparte la vida de los laicos que lo apoyan como perteneciente a ellos. Desde esta realidad, el ministerio del diácono, participando en el Sacramento del Orden, tiene entre los fieles una autoridad análoga a la del sacerdote; pero al mismo tiempo él, compartiendo la condición común del pueblo, comparte y comprende los problemas de todos, ayudando a los sacerdotes en esta comprensión. Ciertamente, el ritmo excesivamente dinámico y a veces alienante que caracteriza a nuestra sociedad y nuestras comunidades eclesiales vacía su contacto personal y directo con la gente, para reducirse a una intersección caótica de relaciones secundarias, sin más puntos de contacto y sin posibilidad de un intercambio vital de experiencias y de colaboración. Estas dificultades también están presentes hoy en nuestras realidades parroquiales, donde nuestras comunidades se están moviendo hacia el anonimato sin rostro, hacia reuniones principalmente masivas y a veces solo formales, sin contacto humano y personal. Es una crisis de comunicación, porque la gente de hoy ya no se refiere a la parroquia para recibir una formación adecuada. Solo una comunidad acogedora y dialogante puede encontrar formas de establecer relaciones amistosas y ofrecer respuestas a la sed de Dios que está presente en el corazón de cada hombre. Hoy se impone la búsqueda de nuevos lenguajes, no autorreferenciales y enriquecidos por las adquisiciones de quienes trabajan en el campo de la comunicación, de la cultura y del arte. Por esta razón es necesario educar a una fe más motivada, capaz de dialogar con aquellos que se acercan a la Iglesia solo ocasionalmente, con creyentes de otras religiones y con no creyentes. En esta perspectiva, es […] necesario que en cada comunidad la profundización de una fe consciente, que tenga ciudadanía plena en nuestro tiempo, para contribuir también al crecimiento de la sociedad (CEI, La restaurazione del diaconato permanente nella Chiesa italiana, 1971, n.26)

El único momento en que el presbítero puede alcanzar a sus fieles es el de la misa dominical. Momento que deja poco espacio para el diálogo espontáneo y constructivo. En este sentido, el diaconado y su ejercicio deben verse en relación con una iglesia que crece en la conciencia de su ser misionero. Un compromiso que debe hacer que el trabajo pastoral despegue más allá de la mera preservación de lo existente, para que se abra con valor a las nuevas solicitudes que provienen de la sociedad.

En comunidades parroquiales sin sacerdote

Uno de los fenómenos del momento histórico eclesial actual es la disminución del número de sacerdotes y, en consecuencia, la multiplicación progresiva de las comunidades parroquiales sin la presencia del presbítero. En el no. 98 de la Instrucción está escrito que «el Obispo, según su prudente juicio, podrá confiar oficialmente algunos encargos a diáconos… como la celebración de una liturgia de la Palabra los domingos y días santos de precepto, cuando» por falta del ministro sagrado o por otra grave causa sea imposible la participación en la celebración eucarística». Este es un evento excepcional, para ser utilizado solo en circunstancias de imposibilidad real. Aunque la restauración del diaconado en la iglesia no surgió por razones de escasez de vocaciones sacerdotales, los obispos italianos, al describir los espacios donde el diácono puede ejercer su ministerio, dicen principalmente que se caracteriza como un servicio activo en el plan pastoral diocesano y como apertura y disponibilidad para las necesidades de toda la iglesia en particular. Sin embargo, esto no resta valor al servicio que el diácono puede prestar en comunidades parroquiales sin un presbítero residente. Ante tales situaciones, la Iglesia no ha permanecido indiferente: tanto por parte de los obispos como por parte de las comunidades cristianas mismas ha habido cierta preocupación dirigida a garantizar sobre todo la tradición cristiana del domingo, como el día del Señor. Esto es para reiterar principalmente que los cristianos, en ese día, se reúnen con el Resucitado de quien siempre surge la iniciativa de convocación. Esta reunión es básicamente la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, cuando esta plenitud sacramental no puede tener lugar, es posible encontrarse con el Señor a través de otras formas de su presencia real en la Iglesia: la palabra de Dios, la asamblea misma de los creyentes. Una respuesta en este sentido dio la Congregación para el Culto Divino publicación en 1988 del Directorio para las celebraciones dominicales en ausencia del presbítero.

la diocesaneidad

El diácono es ordenado siempre en relación con una Iglesia particular, en la que está incardinado. Cada ordenación está relacionada con una comunidad específica; no se confiere simplemente para aumentar la dignidad personal, sino para poder ejercer concretamente un servicio al pueblo de Dios. Una vez que se han indicado las áreas, la articulación de las tareas precisas se decidirá por la convergencia de diferentes factores: dones personales (carácter psicológico, habilidades y carismas), historias y situaciones personales y familiares, la configuración real de la Iglesia particular. No estará fuera de lugar recordar la famosa y muy antigua fórmula contenida en el primer documento que habla de la ordenación diaconal, a saber, la «tradición apostólica» de Hipólito (siglo III). En él se afirma que el diácono está ordenado «no para el sacerdocio sino para el ministerio» del Obispo «. En la evolución posterior, la fórmula se ha convertido simplemente en «ara el ministerio», como se puede ver en el texto sobre los diáconos de LG.

De todo esto se pueden extraer algunos corolarios importantes:

En primer lugar, la estrecha relación que el Obispo debe establecer con sus diáconos y de estos con él: una relación de comunión, impregnada de obediencia que desde la persona del Obispo debe extender también al proyecto pastoral de la diócesis; un compromiso también del Obispo de escuchar y dialogar sobre las solicitudes y compromisos prioritarios de un caracter diocesano, dado que el diácono es «el ojo, el oído y la boca del Obispo» de acuerdo con la feliz expresión del conocido documento patrístico de la «Didascalia».

Desde esta perspectiva también se puede entender que la parroquia per se no es el área apropiada del ministerio diaconal, excepto de una manera excepcional y, por lo tanto, transitoria. Esto también es para evitar que el diácono sea considerado un «vice-párroco» reducido a la mitad.

La prioridad de la evangelización.

Es otro punto de imprescindible de referencia para enfocar mejor el ministerio diaconal hoy y sus perspectivas de compromiso para el futuro. En primer lugar, me gustaría subrayar el carácter prioritario de la evangelización en la misión de la Iglesia. Se trata de una prioridad lógica y temporal en el dinamismo de la salvación, que tiene una doble raíz y un doble fundamento. Ante todo, de un orden teológico, que pone en tela de juicio nuestra fidelidad a Cristo, siervo de Dios y de los hombres, que comenzó su misión salvadora con el anuncio del Evangelio del Reino y el llamamiento a la conversión y la fe (cf. Mc 1, 15). De hecho, esto se deriva de escuchar la palabra de Dios y se alimenta de ella (cf. Rom 10,17) y, por lo tanto, constituye, como ya recuerda el Concilio de Trento, el «initium salutis». La otra razón es de orden pastoral y surge de la situación sociocultural y los cambios de nuestro tiempo, vinculada a las consecuencias del fenómeno generalizado de la secularización, que condujo a la descristianización, la indiferencia generalizada, la pertenencia parcial y condicional a Cristo y a la Iglesia, una pérdida de evidencia ética con un fuerte impacto en el subjetivismo y el relativismo moral, etc. En esta situación, ya desde el Vaticano II, y cada vez más insistentemente en estos treinta años desde una perspectiva ecuménica, se ha hablado y se habla de una «nueva evangelización».

Aquí hay algunas «formas» privilegiadas de comunicar la fe y, por tanto, la misión de los diáconos.

* Que, en primer lugar, de la «capilaridad», es decir, el anuncio de la Palabra de Dios en pequeños grupos o comunidades inferiores y de la penetración evangélica en los entornos de vida y trabajo, familias, edificios de apartamentos, pueblos dispersos en el campo, etc., donde es más fácil realizar, la circulación de la palabra, la adhesión del mensaje a las situaciones. Son elementos importantes para la formación de pequeñas comunidades que deberían tener su salida y la manifestación unitaria más fuerte y significativa en la asamblea eucarística dominical.

* Entonces hay otra forma privilegiada de evangelización que se impone hoy, en el contexto del pluralismo y la indiferencia que caracteriza el clima cultural: es el testimonio personal y sobre todo comunitario de misericordia y caridad, frente a las antiguas y nuevas pobrezas.

Me gustaría enfatizar que el diácono, en estos campos, no es ni puede ser solo un protagonista (¡todos los fieles laicos y todos los trabajadores pastorales deberían serlo!), sino un animador, un responsable, un educador de hermanos y hermanas que se comprometen en estas fronteras El diaconado debe colocarse hoy como levadura en la masa de la parroquia tradicional para que se levante desde adentro, colocándose en estrecha conexión con la Iglesia local y asumiendo plenamente el cuidado pastoral de la diócesis, con especial atención al problema de los adultos y los alojados. Este ministerio que debe nacer desde la base, en los barrios, en los barrios, en las viviendass, en las zonas rurales, favoreciendo la dimensión celular de la Iglesia, una dimensión que permita una relación inmediata y fraterna entre personas y familias, jóvenes y adultos: una relación fundada en la Palabra de Dios que convocar y unir en la comunión. La existencia de relaciones personales inmediatas es el terreno más favorable para prestar atención a las necesidades de las personas y los grupos humanos, y por lo tanto para dar espacio a la corresponsabilidad de los fieles, en el ejercicio de diferentes servicios y ministerios, de acuerdo con sus carismas. Esta atención es posible donde se posibilitan relaciones personales inmediatas, para una evangelización efectivamente capilar, favoreciendo el nacimiento de áreas de influencia territorial llamadas «diaconías».

En las parroquias confiadas en solidum

En el contexto del proyecto de las Unidades pastorales (VII c.) El Obispo también puede decretar la agrupación estable e institucional de varias parroquias dentro del vicariato foranep, teniendo en cuenta … que cada parroquia de esta agrupación debe confiarse a un párroco o también a un grupo de sacerdotes en solidum, para cuidar a todas las comunidades parroquiales (nn. 54-60).

Una consecuencia práctica significativa se deduce del hecho de que «el diácono también puede participar en comunidades … confiadas in solidum a un grupo de sacerdotes, para el cuidado de aquellas áreas que son propias del ministerio diaconal». En los últimos años, hemos sido testigos de una transformación del cuidado pastoral que involucra el rostro de la parroquia que debe adaptarse a un mundo cambiante, sin perder de vista su identidad y su originalidad típica de un «laboratorio» de primera y nueva evangelización. Cuando hablamos de «Unidades pastorales», estamos hablando de una nueva forma de relacionar la parroquia con el territorio que la habita. Ahora se reconoce el carácter parroquial de la iglesia y su ministerio, con referencia a las formas cotidianas de la vida cristiana. Es el lugar «ordinario» de la celebración eucarística, la fuente y la forma de la comunidad eclesial, el lugar de la catequesis de la iniciación cristiana. Su carácter «territorial» lo presenta como un «lugar» de la vida cristiana, para todos los fieles, «hogar común» para todos, que no se entrega a criterios de elección elitistas y dedica especial atención a aquellos que parecen más pobres, más marginados y más lejos. Sin embargo, el carácter «estrictamente» territorial de la parroquia es desafiado hoy por las condiciones sociales cambiantes. La gente de hoy vive en movilidad social y en una serie de situaciones y entornos que van más allá del alcance de la acción pastoral «normal» de nuestras parroquias. El nacimiento y las razones que llevaron al establecimiento de las Unidades pastorales se encuentran en la necesidad de promover la atención pastoral coordinada, es decir, la atención pastoral general.

Ciertamente, el proyecto de las Unidades pastorales no se remonta solo al problema de la disminución numérica de los sacerdotes y, en consecuencia, de su redistribución en el territorio. La motivación más profunda se encuentra en la eclesiología del Vaticano II, que nos ofreció una visión de la Iglesia en la que se debe promover e implementar la participación y corresponsabilidad de todos los fieles, de acuerdo con el principio de unidad misionera en la diversidad de los ministerios, oficios y funciones.

Todo esto significa redescubrir, por un lado, la vocación misionera de la Iglesia y, por otro, la comunión para un cuidado pastoral general, es decir, trabajar juntos reconociendo los carismas y ministerios presentes en la comunidad cristiana y estableciendo en una manera nueva el servicio pastoral, su conversión.

Esta visión renovada conlleva necesariamente a repensar la pastoral parroquial y en particular, su animador. En definitiva, se trata de confiar conjuntamente el cuidado pastoral de varias parroquias o comunidades cristianas ubicadas en un área territorial homogénea a uno o más sacerdotes asistidos por diáconos, religiosos y fieles laicos.

En solidum significa que a cada miembro del grupo se le confía la actividad pastoral de las comunidades parroquiales involucradas, actividades que se llevarán a cabo en comunión con todos los demás. Toda la línea de acción pastoral y la asignación de las diversas tareas y servicios serán coordinados por un «moderador», como lo llama el Código de Derecho Canónico (can. 517 § 1), uno que tiene la responsabilidad e informa permanentemente al obispo .

Es evidente que con las Unidades Pastorales no queremos afirmar la superación de la parroquia tradicionalmente entendida como «comunidad territorial», pero tenemos la superación de su autonomía, pasar de una parroquia cerrada en sí misma a una comunidad parroquial abierta, en un contexto de comunión y coordinación de la acción pastoral.

Por lo tanto, es necesario «reequilibrar» la acción pastoral, cambiando el centro de gravedad de la parroquia en un sentido «autorreferencial» (todo concentrado en la sombra del campanario) hacia la perspectiva típicamente «misionera», entendida como normalidad diaria y dimensión constante de la llamada «pastoral» ordinario «.

Las áreas de acción común pueden identificarse en las relaciones con la sociedad civil, las iniciativas voluntarias, el trabajo pastoral de iniciación cristiana y sacramental en general, la formación de trabajadores pastorales, el ministerio juvenil. Por lo tanto, una de las condiciones necesarias para dar vida a esta realidad es tener figuras ministeriales necesarias para la vida de la comunidad, quienes al colaborar ponen a disposición sus dones y sus recursos espirituales y materiales.

En consecuencia, surge un problema muy delicado, a saber, el de la relación entre sacerdotes y diáconos. Por un lado, los párrocos deben tener la oportunidad de repensar lo propio y original de su ministerio: la dedicación a la oración y el ministerio de la Palabra. La experiencia concreta de modelos de comunión y buenas relaciones entre estos dos ministerios ordenados ciertamente puede favorecer la promoción del diaconado en nuestras comunidades locales.

Me gustaría concluir con las palabras de los obispos italianos que, hablando de la dimensión misionera de la acción educativa, afirman, refiriéndose a los Hechos 1,8, que es el Espíritu quien forma la Iglesia para la misión, el testimonio y la proclamación. Gracias a su fuerza, la Iglesia se convierte en un signo e instrumento de la comunión de todos los hombres entre sí y con Dios, manifiesta un amor fraterno del cual todos pueden reconocer a los discípulos del Señor (cf. Jn 13, 35) y proclama a los grandes. obras de Dios entre los pueblos (ver Hechos 2: 9-11).

Por lo tanto, la acción educativa requiere lugares creíbles: en primer lugar, la familia, con su papel peculiar e indispensable; la escuela, un horizonte común más allá de las opciones ideológicas; la parroquia, «fuente del pueblo», lugar y experiencia que comienza con la fe en el tejido de las relaciones cotidianas. En cada una de estas áreas, la contribución de la calidad del ministerio de los diáconos se convierte en una de las formas privilegiadas de la misión evangelizadora del diaconado de la Iglesia.

Traducción libre

Texto original

LA PARROCCHIA CROCEVIA DELLE ISTANZE MINISTERIALI
Enzo PETROLINO*
In uno dei passaggi dell’Istruzione su La conversione pastorale della comunità parrocchiale al servizio della missione evangelizzatrice della Chiesa si legge al n. 13 che “Per promuovere la centralità della presenza missionaria della comunità cristiana nel mondo, è importante ripensare non solo a una nuova esperienza di parrocchia, ma anche, in essa, al ministero e alla missione dei sacerdoti, che, insieme con i fedeli laici, hanno il compito di essere “sale e luce del mondo” (cfr. Mt 5, 13-14), “lampada sul candelabro” (cfr. Mc 4, 21), mostrando il volto di una comunità evangelizzatrice, capace di un’adeguata lettura dei segni dei tempi, che genera una coerente testimonianza di vita evangelica.
L’importanza dei ministeri nella comunità parrocchiale.
Una delle grande realtà originaria che il Concilio ha recuperato e riaffermato è che la Chiesa è tutta «ministeriale»: non si può capire la Chiesa se non la si intende pienamente come «ministero», «servizio», «diaconia». Il soggetto primo, dunque, della ministerialità è tutta la Chiesa, anche se poi tale ministerialità viene di fatto esercitata praticamente da singoli soggetti. Se la realtà della Chiesa è ministero, non c’è nessuno dei suoi membri che non sia coinvolto nel ministero che essa, nel suo insieme, esercita. Il Concilio, dopo aver sottolineato il carattere di «mistero-sacramento» della Chiesa ha voluto introdurre, prima ancora di qualunque diversificazione interna, un concetto che comprendesse tutti i battezzati. Ha scelto perciò, a tal fine, la categoria di «popo¬lo di Dio», recuperando la dimensione biblica di storia, alleanza, elezione, missione e di cammino escatologico. La felice intuizione ha avuto il pregio di mettere in rilievo il mutuo rapporto tra il «sacerdozio ministeriale» e «quello co¬mune», che si incentrano entrambi nell’unico «sacerdozio di Cristo» (LG 10). Questo «popolo messianico» è inviato al mondo intero, e tutti gli uomini, in qualche modo, sono ad esso chiamati (LG 9; 13). La concezione del Vaticano II riguardo al «popolo di Dio» è pervasa dall’esigenza di partecipazione e comunione di tutti i battezzati al servizio «profetico, sacerdotale e regale» di Cristo (LG 10; 12), il che si traduce nell’inserimento attivo nei vari ser¬vizi ecclesiali dei carismi donati per l’utilità comune (LG 12). Comune dunque, all’intero popolo di Dio è la «ministerialità».
I punti di riferimento teologico-pastorali
Dall’Istruzione emerge che oggi c’è l’esigenza del rinnovamento della parrocchia, in forza del nuovo modo di inten¬derla, di essere e di esprimersi, dei cambiamenti so¬cio-culturali, di una sua possibile e necessaria inte¬grazione con altre realtà sociali e strutturali. Pro¬blema che da tempo è posto all’attenzione della ri¬flessione teologico-pastorale. Sicuramente “le diverse componenti in cui la parrocchia si articola sono chiamate alla comunione e all’unità. Nella misura in cui ognuno recepisce la propria complementarità, ponendola a servizio della comunità, allora, da una parte si può vedere realizzato a pieno il ministero del parroco e dei presbiteri che collaborano come pastori, dall’altra emerge la peculiarità dei vari carismi dei diaconi, dei consacrati e dei laici, perché ognuno si adoperi per la costruzione dell’unico corpo (cfr. 1Cor 12, 12).
Il cap. VIII alla lettera e. dell’Istruzione è dedicato ai diaconi dove viene affermato che “sono ministri ordinati, incardinati in una diocesi o nelle altre realtà ecclesiali che ne abbiano la facoltà; sono collaboratori del Vescovo e dei presbiteri nell’unica missione evangelizzatrice con il compito specifico, in virtù del sacramento ricevuto, di «servire il popolo di Dio nella diaconia della liturgia, della parola e della carità».
La riattivazione di questo ministero permette che la simbolica diaconale giochi a fondo nella Chiesa. Di fronte a tutti i ministri ordinati, vescovi compresi, oltre che ai laici, i diaconi significano e realizzano la dipendenza di tutti verso Cristo servo che, per la forza del suo Spirito, impegna tutta la Chiesa ad essere soprattutto un popolo di servi e a ridonare al mondo il gusto del servizio. Dentro a queste linee essenziali, il problema di qualche forma concreta debba assumere il ministero diaconale non può essere deciso a tavolino, ma deve poter usufruire di molta esperienza ancora, di tanta storia, di figure di santità. A salvaguardia dell’identità dei diaconi, in vista della promozione del loro ministero, Papa Francesco ha dapprima messo in guardia contro alcuni rischi relativi alla comprensione della natura del diaconato: «Dobbiamo stare attenti a non vedere i diaconi come mezzi preti e mezzi laici. […] E nemmeno va bene l’immagine del diacono come una specie di intermediario tra i fedeli e i pastori. Né a metà strada fra i preti e i laici, né a metà strada fra i pastori e i fedeli. E ci sono due tentazioni. C’è il pericolo del clericalismo: il diacono che è troppo clericale. […] E l’altra tentazione, il funzionalismo: è un aiuto che ha il prete per questo o per quello». Onde evitare questo rischio, a mio avviso sono tre le esperienze che risulteranno decisive: la comunione, la missionarietà e la diocesanità.
Anzitutto l’ecclesiologia di comunione
È, come noto, il principio unificante e la chiave ermeneutica di tutto il Magistero conciliare, frutto della riscoperta del dato neotestamentario (soprattutto le lettere paoline) e della genuina tradizione ecclesiale (cfr. Ignazio di Antiochia) è l’ecclesiologia di comunione.
La prima istanza che si pone alle nostre Chiese è quella di far maturare nelle comunità quella che i documenti chiamano la «coscienza diaconale», ovvero la consapevolezza della comunionalità che si traduce nella partecipazione e nella corresponsabilità a tutti i livelli e nelle sue diverse forme. Contesto idoneo alle vocazioni al diaconato è…una Chiesa intenta a discernere le vie per le quali il Signore la chiama a sostenere le responsabilità del Vangelo, a vivere e manifestare il mistero della comunione, a tradurre in opere e istituzioni le premure della carità e i diversi servizi pastorali (CEI, O.N., 1993, n. 10). E’ questo dunque il terreno più proprio per far sbocciare e coltivare le vocazioni al ministero diaconale.
La missionarietà
Missione e comunione, ovviamente sono due facce della stessa medaglia. È la missione stessa che rinsalda la comunione, che detta le esigenze alla comunione, perché è il desiderio di donare agli altri Cristo che unisce i cristiani. In uno dei passaggi della nota pastorale della CEI dal titolo Il volto missionario delle parrocchie in Italia si legge: «Il futuro della chiesa in Italia, e non solo, ha bisogno della parrocchia. È una certezza basata sulla convinzione che la parrocchia è un bene prezioso per la vitalità dell’annuncio e della trasmissione del Van¬gelo, per una chiesa radicata in un luogo, dif¬fusa tra la gente e dal carattere popolare. Es¬sa è l’immagine concreta del desiderio di Dio di prendere dimora tra gli uomini». Con questa nota – dicono i vescovi nell’introduzione al documento – «non si è voluto neanche fa¬re una riflessione generale sulla parrocchia, ma solo mettere a fuoco ciò che è necessario perché essa partecipi alla svolta missionaria della chiesa in Italia di fronte alle sfide di quest’epoca di forti cambiamenti» (N.5).
E più avanti parlando del segno della fecondità del Vangelo nel territorio, i vescovi sottolineano che la presenza della parrocchia si deve esprimere anzitutto “nel tessere rapporti diretti con tutti i suoi abitanti, cristiani e non cristiani, partecipi della vita della comunità o ai suoi margini. Presenza nel territorio che vuol dire sollecitudine verso i più deboli e gli ultimi, farsi carico degli emarginati, servizio dei poveri, antichi e nuovi, premura per i malati e per i minori in disagio” (N.10).
Di questa presenza i primi responsabili sono i parroci ed i diaconi ai quali – come si esprime l’episcopato italiano – bisogna affidare ambiti ministeriali, “secondo una figura propria e non derivata rispetto a quella del presbitero, nella prospettiva dell’animazione del servizio su tutti i fronti della vita ecclesiale” (N.12). Vediamone alcuni di questi impegni.
I diaconi a servizio del popolo di Dio.
“Nell’esercizio del suo ministero, il diacono aiuta gli altri a riconoscere e a valorizzare i propri carismi e le proprie funzioni nella comunità; in tal modo egli promuove e sostiene le attività apostoliche dei laici”.
Il rapportarsi del diacono ai laici nasce dal fatto che egli attraverso la grazia sacramentale è abilitato a recepire le varie necessità, facendo emergere e suscitando servizi e ministeri nel popolo di Dio. Tale posizione che vede il diacono a servizio del popolo di Dio implica che il diacono, anche se da un lato appartiene al clero in quanto ha ricevuto una ordinazione, dall’altro condivide la vita dei laici i quali lo sostengono come appartenente a loro. Da questa realtà il ministero del diacono, partecipando del sacramento dell’ordine, ha tra i fedeli un’autorevolezza analoga a quella del presbitero; ma nello stesso tempo egli, partecipando della condizione comune del popolo, condivide e comprende i problemi di tutti, aiutando anche i presbiteri in tale comprensione. Certamente il ritmo eccessivamente dinamico e talvolta alienante che caratterizza la nostra società e le nostre comunità ecclesiali svuota della loro carica umana i contatti personali e diretti con la gente, per ridursi ad un caotico incrociarsi di rapporti secondari, senza più punti di contatto e senza possibilità di uno scambio vitale di esperienze e di collaborazione. Queste difficoltà sono oggi presenti anche nelle nostre realtà parrocchiali, dove le nostre comunità si avviano verso un anonimato senza volto, verso incontri prevalentemente di massa e talvolta solo formali, privi del contatto umano e personale. È una crisi di comunicazione, perché la gente oggi non fa più riferimento alla parrocchia per ricevere una formazione adeguata. Solo una comunità accogliente e dialogante può trovare le vie per instaurare rapporti di amicizia e offrire risposte alla sete di Dio che è presente nel cuore di ogni uomo. Oggi si impone la ricerca di nuovi linguaggi, non autoreferenziali e arricchiti dalle acquisizioni di quanti operano nell’ambito della comunicazione, della cultura e dell’arte. Per questo è necessario educare a una fede più motivata, capace di dialogare anche con chi si avvicina alla Chiesa solo occasionalmente, con i credenti di altre religioni e con i non credenti. In tale prospettiva, […] è necessario che in ogni comunità l’approfondimento di una fede consapevole, abbia piena cittadinanza nel nostro tempo, così da contribuire anche alla crescita della società (CEI, La restaurazione del diaconato permanente nella Chiesa italiana, 1971, n. 26)
L’unico momento nel quale il presbitero può raggiungere i suoi fedeli è quello della messa domenicale. Momento che lascia poco spazio al dialogo spontaneo e costruttivo. In questo senso il diaconato ed il suo esercizio devono essere visti in relazione ad una chiesa che cresce nella consapevolezza di essere missionaria. Un impegno che deve fare decollare la pastorale oltre la semplice conservazione dell’esistente, per farla aprire in maniera coraggiosa alle nuove sollecitazioni che provengono dalla società.
Nelle comunità parrocchiali senza presbitero
Uno dei fenomeni dell’attuale momento storico ecclesiale è la diminuzione del numero dei presbiteri e, conseguentemente, il progressivo moltiplicarsi di comunità parrocchiali senza la presenza del presbitero. Al n. 98 dell’Istruzione è scritto che “il Vescovo, a suo prudente giudizio, potrà affidare ufficialmente alcuni incarichi ai diaconi come la celebrazione di una liturgia della Parola nelle domeniche e nelle feste di precetto, quando «per mancanza del ministro sacro o per altra grave causa diventa impossibile la partecipazione alla celebrazione eucaristica». Si tratta di una eventualità eccezionale, a cui fare ricorso solo in circostanze di vera impossibilità”.
Anche se la restaurazione del diaconato nella chiesa non nasce da motivi dovuti alla scarsità di vocazioni presbiterali, i vescovi italiani, nel delineare gli spazi dove il diacono può esercitare il suo ministero, dicono primariamente che esso si caratterizza come servizio attivo nel piano pastorale diocesano e come apertura e disponibilità per i bisogni dell’intera chiesa particolare. Ciò non toglie dunque che il diacono possa essere anche impegnato nelle comunità parrocchiali senza presbitero residente. Davanti a tali situazioni la Chiesa non è rimasta indifferente: sia da parte dei vescovi sia da parte delle stesse comunità cristiane si è avuta una certa preoccupazione tesa ad assicurare soprattutto la tradizione cristiana della Domenica, come giorno del Signore. Questo per ribadire primariamente che i cristiani, in tale giorno, si riuniscono con il Risorto da cui sempre viene l’iniziativa della convocazione. Questo incontro, fondamentalmente, è la celebrazione dell’eucaristica. Quando però non può aver luogo questa pienezza sacramentale, è tuttavia possibile incontrarsi con il Signore attraverso altre forme della sua presenza reale nella Chiesa: la parola di Dio, l’assemblea stessa dei credenti. Una risposta in tal senso è stata data dalla Congregazione per il Culto Divino con la pubblicazione nel 1988 del Direttorio per le celebrazioni domenicali in assenza del presbitero.
La diocesanità
Il diacono viene ordinato sempre in relazione ad una Chiesa particolare, nella quale si incardina. Ogni ordinazione è relativa ad una precisa comunità; non è conferita per accrescere semplicemente la dignità personale, ma per poter esercitare concretamente un servizio al popolo di Dio. Una volta indicati gli ambiti, l’articolazione dei compiti precisi sarà decisa dalla convergenza di diversi fattori: i doni personali (carattere psicologico, competenze e carismi), le storie e le situazioni personali e familiari, la reale configurazione della Chiesa particolare. Non sarà fuori luogo rievocare la celebre e antichissima formula contenuta nel primo documento che parla dell’ordinazione diaconale, e cioè la «Tradizione apostolica» di Ippolito (III secolo). In essa si afferma che il diacono è ordinato «non per il sacerdozio ma per il ministero ‘del Vescovo’. Nell’evoluzione successiva la formula è diventata semplicemente «per il ministero», come si evince dal testo sui diaconi della LG.
Da tutto questo si possono trarre alcuni importanti corollari:
* Anzitutto lo stretto rapporto che il Vescovo deve instaurare con i suoi diaconi e questi devono avere con lui: un rapporto di comunione, permeato di obbedienza che dalla persona del Vescovo si deve estendere anche al progetto pastorale della diocesi; un rapporto inoltre da parte del Vescovo di ascolto e di dialogo intorno alle istanze e agli impegni prioritari di carattere diocesano, visto che il diacono è «l’occhio, l’orecchio e la bocca del Vescovo» secondo la felice espressione del documento patristico noto come «Didascalia degli Apostoli».
In questa prospettiva si può anche comprendere che la parrocchia di per sé non è l’ambito proprio del ministero diaconale se non in via eccezionale e quindi transitoria. Questo anche per evitare che il diacono venga considerato una sorte di «vice-parroco» dimezzato.
La priorità dell’evangelizzazzione
E’ un altro punto imprescindibile di riferimento per mettere meglio a fuoco il ministero diaconale oggi e le sue prospettive di impegno per il futuro. Vorrei anzitutto, sottolineare il carattere prioritario dell’evangelizzazione nella missione della Chiesa. Si tratta di una priorità logica e temporale nel dinamismo della salvezza, che ha una duplice radice e un duplice fondamento. Prima di tutto di ordine teologico, che chiama in causa la nostra fedeltà a Cristo, servo di Dio e degli uomini, che ha iniziato la sua missione salvifica con l’annuncio del Vangelo del Regno e l’appello alla conversione e alla fede (cfr. Mc 1,15). Questa, infatti, nasce dall’ascolto della parola di Dio e ad essa si alimenta (cfr. Rom. 10,17) e perciò costituisce – come ricorda già il concilio di Trento – l’initium salutis. L’altra ragione è di ordine pastorale e scaturisce dalla situazione e dai mutamenti socio-culturali del nostro tempo, legati alle conseguenze del pervasivo fenomeno della secolarizzazione, che hanno determinato la scristianizzazione, una diffusa indifferenza, un’appartenenza parziale e condizionata a Cristo e alla Chiesa, una perdita delle evidenze etiche con una forte ricaduta nel soggettivismo e nel relativismo morale, ecc.. In questa situazione, già dal Concilio Vaticano II, e sempre più insistentemente in questo trentennio che è seguito all’assise ecumenica, si è parlato e si parla di una «nuova evangelizzazione».
Ecco alcune «vie» privilegiate della comunicazione della fede e quindi della missione dei diaconi.
* Quella, anzitutto, della «capillarità» e cioè dell’annuncio della parola di Dio in piccoli gruppi o comunità inferiori e della penetrazione evangelica negli ambienti di vita e di lavoro, famiglie, caseggiati, borghi dispersi delle campagne ecc.. dove è più facile realizzare il dialogo, la circolazione della parola, l’adesione del messaggio alle situazioni. Sono elementi importanti per la formazione di piccole comunità che dovrebbero avere poi il loro sbocco e la manifestazione unitaria più forte e significativa nell’assemblea eucaristica domenicale.
* C’è poi un’altra via privilegiata di evangelizzazione che s’impone oggi, nel contesto di pluralismo e d’indifferenza che caratterizza il clima culturale: è quella della testimonianza personale e soprattutto comunitaria della misericordia e della carità, di fronte alle antiche e nuove povertà.
Vorrei sottolineare che il diacono, in questi campi, non è e non può essere soltanto un protagonista (lo dovrebbe essere ogni fedele laico formato e ogni operatore pastorale!) bensì un animatore, un responsabile, un educatore di fratelli e sorelle che s’impegnano su queste frontiere. Il diaconato si deve porre oggi come lievito nella pasta della tradizionale parrocchia per lievitarla dal di dentro, ponendosi in stretto legame con la Chiesa locale e assumendo pienamente la pastorale della diocesi stessa, con particolare attenzione al problema degli adulti e dei lontani. Questo ministero che dovrebbe nascere dalla base, nei quartieri, nei rioni, nei condomini, nelle zone rurali, favorendo la dimensione cellulare della Chiesa, dimensione che è tale da consentire un rapporto immediato e fraterno tra persone e famiglie, giovani e adulti: un rapporto fondato sulla Parola di Dio che convoca e unisce nella comunione. L’esistenza di rapporti personali immediati costituisce il terreno più favorevole per una attenzione alle esigenze delle persone e dei gruppi umani, e per dare spazio quindi alla corresponsabilità dei fedeli, nell’esercizio di servizi e ministeri diversi, in conformità dei loro carismi. Questa attenzione è possibile dove si realizzano rapporti immediati personali, per una evangelizzazione efficacemente capillare, favorendo la nascita di zone di influenza territoriale chiamate «diaconie».
Nelle parrocchie affidate in solidum
Nel contesto del progetto delle Unità pastorali (VII c.) il Vescovo può anche decretare il raggruppamento stabile e istituzionale di varie parrocchie all’interno del vicariato foraneo, tenendo conto … che ogni parrocchia di tale raggruppamento deve essere affidata a un parroco o anche a un gruppo di sacerdoti in solidum, che si prenda cura di tutte le comunità parrocchiali (nn. 54-60).
Una rilevante conseguenza pratica viene dedotta dal fatto che il «diacono può essere impegnato anche nelle comunità … affidate in solidum ad un gruppo di sacerdoti, per la cura di quegli ambiti che sono propri del ministero diaconale». In questi anni stiamo assistendo ad una trasformazione della pastorale che coinvolge il volto della parrocchia che deve adeguarsi ad un mondo che cambia, senza perdere di vista la propria identità e la sua tipica originalità di “laboratorio” di prima e nuova evangelizzazione. Quando si parla di “unità pastorali”, si parla di un nuovo modo di rapportare la parrocchia con il territorio che la abita. È ormai riconosciuto alla parrocchia il carattere di fondamentale articolazione della chiesa e del suo ministero, per riferimento alle forme quotidiane della vita cristiana. Essa è il luogo “ordinario” della celebrazione eucaristica, sorgente e forma della comunità ecclesiale, luogo della catechesi di iniziazione cristiana. Il suo carattere “territoriale” la presenta come “luogo” di vita cristiana, per tutti i fedeli, “casa comune” per tutti, che non indulge a criteri elitari di scelte e dedica una cura particolare a chi appare più povero, più emarginato e più lontano. Tuttavia, il carattere “rigorosamente” territoriale della parrocchia è oggi messo in discussione dalle mutate condizioni sociali. La gente oggi vive in una mobilità sociale e in una quantità di situazioni e di ambienti che travalicano il raggio dell’azione pastorale “normale” delle nostre parrocchie. La nascita ed i motivi che hanno determinato la costituzione delle Unità pastorali sono da ricercarsi nella necessità di promuovere una pastorale coordinata, cioè una pastorale d’insieme.
Certamente il progetto delle Unità pastorali non può essere riconducibile solo al problema della diminuzione numerica dei presbiteri e conseguentemente della loro ridistribuzione sul territorio. La motivazione più profonda è da ricercare nell’ecclesiologia del Vaticano II che ci ha offerto una visione di Chiesa nella quale deve essere promossa ed attuata la partecipazione e la corresponsabilità di tutti i fedeli, secondo il principio dell’unità di missione nella diversità dei ministeri, degli uffici e delle funzioni.
Tutto questo significa riscoprire da una parte la vocazione missionaria della Chiesa e dall’altra la comunione per una pastorale d’insieme, cioè lavorare insieme riconoscendo i carismi ed i ministeri presenti nella comunità cristiana e impostando in una maniera nuova il servizio pastorale, la sua conversione.
Questa rinnovata visione porta necessariamente a ripensare la pastorale parrocchiale ed in particolare il suo animatore. Si tratta in definitiva di affidare, in solido, la cura pastorale di più parrocchie o comunità cristiane situate in una area omogenea territoriale ad uno o più presbiteri coadiuvati da diaconi, religiosi e fedeli laici.
In solidum significa che è affidata ad ogni membro del gruppo l’attività pastorale delle comunità parrocchiali interessate, attività da svolgere in comunione con tutti gli altri. Tutta la linea di azione pastorale e l’affidamento dei vari compiti e servizi saranno coordinati da un “moderatore”, così come viene chiamato dal Codice di Diritto Canonico (can. 517 § 1), colui che ha la responsabilità ed informa stabilmente il vescovo.
È evidente che con le Unità Pastorali non si vuole affermare il superamento della parrocchia intesa tradizionalmente come “comunità territoriale”, ma si ha il superamento della sua autonomia, passando da una parrocchia chiusa in se stessa ad una comunità parrocchiale aperta, in un contesto di comunione e di coordinamento dell’azione pastorale.
Risulta quindi necessario “riequilibrare” l’azione pastorale, spostando il baricentro della parrocchia intesa in senso “autoreferenziale” (tutta concentrata all’ombra del campanile) verso la prospettiva tipicamente “missionaria”, intesa come normalità quotidiana e dimensione costante della cosiddetta “pastorale ordinaria”.
Gli ambiti di azione comune possono essere individuati nei rapporti con la società civile, le iniziative di volontariato, la pastorale d’iniziazione cristiana e sacramentale in genere, la formazione degli operatori pastorali, la pastorale giovanile. Pertanto una delle condizioni necessarie per dare vita a tale realtà è quella di avere figure ministeriali necessarie per la vita della comunità, che collaborando mettano a disposizione i propri doni e le proprie risorse spirituali e materiali.
Conseguentemente si pone un problema molto delicato, cioè quello del rapporto tra i presbiteri e i diaconi. Da una parte i parroci devono avere la possibilità di ripensare al proprium originario del loro ministero: dedicazione alla preghiera e al ministero della Parola. L’esperienza concreta di modelli di comunione e di buon rapporto tra questi due ministeri ordinati può favorire certamente la promozione del diaconato nelle nostre comunità locali.
Mi piace concludere con le parole dei vescovi italiani che parlando della dimensione missionaria dell’azione educativa affermano, facendo riferimento ad Atti 1,8, che è lo Spirito a formare la Chiesa per la missione, la testimonianza e l’annuncio. Grazie alla sua forza, la Chiesa diventa segno e strumento della comunione di tutti gli uomini tra loro e con Dio, manifesta l’amore fraterno da cui ciascuno può riconoscere i discepoli del Signore (cfr Gv13,35) e proclama in ogni lingua le grandi opere di Dio tra i popoli (cfr At 2,9-11).
Dunque l’azione educativa, necessita di luoghi credibili: anzitutto la famiglia, con il suo ruolo peculiare e irrinunciabile; la scuola, orizzonte comune al di là delle opzioni ideologiche; la parrocchia, “fontana del villaggio”, luogo ed esperienza che inizia alla fede nel tessuto delle relazioni quotidiane. In ognuno di questi ambiti l’apporto della qualità del ministero dei diaconi, diventa una delle vie privilegiate della missione evangelizzatrice della diaconia della Chiesa.

* Presidente Comunità del diaconato in Italia

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