¡Bendito sea el nombre del Señor!
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12, 24), fueron las evangélicas palabras proclamadas por el diácono el 21 de marzo en el funeral córpore insepulto en el que despedimos a nuestro hermano Jesús Lorenzo.
Su cuerpo miraba hacia el pueblo, como si fuese uno más del presbiterio, aquel lugar en el que él tantas veces había asistido al altar. Entrañable fue el momento en el que sobre el féretro se colocó la dalmática y la estola y encima el evangeliario como recuerdo de aquel 30 de abril 2005 en el que Monseñor Cesar Augusto Franco se lo entregaba diciéndole “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”
Predicó la homilía del funeral su párroco, y entre otras cosas destacó que Jesús fue un auténtico apasionado. Si. Porque tenía verdadera pasión de su familia, de su mujer, de su hijo, de la Iglesia, del diaconado. Puedo dar fe de ello, y con pasión yo también abordo mi recuerdo de Jesús.
Casi todas las semanas me solía cruzar con su madre, ya que es casi vecina, del edificio siguiente al mío, y aprovechaba para preguntarle: “¿Qué tal Chusqui?. Ella solía decirme: bien, pero hay que seguir rezando”.
Sabíamos de la grave enfermedad que padecía su hijo, pero, ya que el cáncer que se le diagnosticó de páncreas y de hígado parecía haberse parado, bromeábamos sobre quien estaba realizando el milagro. Ella rezaba a Juan Pablo II (casi nadie), y yo a la Beata Teresa de Calcuta. Yo tenía algo de ventaja porque le había prestado unas reliquias de Madre Teresa que las misioneras nos habían regalado en el bautizo de mi hija Teresa y sabía que Jesús le rezaba diariamente.
Dos días después de la muerte de Jesús Lorenzo me encontré con su madre, y era la primera que nos cruzábamos tras el fallecimiento de su hijo. Esta vez recordamos aquello del libro de Job: “El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor! (Job 1, 21).
La de Chusqui fue una vocación al diaconado permanente verdaderamente prematura, porque él ya sintió la llamada a este ministerio siendo joven y soltero. Por eso llamaba la atención ver por el Seminario a un aspirante tan joven y todavía con novia, en aquellos tiempos en los que el responsable de los diáconos era Francisco Pérez, el hoy Arzobispo de Pamplona. Por diversas razones interrumpió la formación y la retomó años después, ya casado y padre de Andrés.
¿Y donde estarían los orígenes de esa vocación? Pues Chusqui se puede decir que “mamó” esa religiosidad de aquella que también le dio literalmente la fe: su madre Pilar, una mujer de una profunda religiosidad y que yo veía diariamente camino de la parroquia para recibir al Señor. Su tía religiosa clarisa también influyó en ello.
Otro aspecto crucial fue el grupo de amigos, destacado su amigo del alma, Miguel Ángel, con el que le unía una amistad que a todos nos ha resultado increíblemente admirable, ya que más que amigos, parecían hermanos. Otro factor a destacar fue la parroquia de San Hermenegildo, que tanto bien hizo a tanta gente de nuestro barrio de la Virgen del Puerto. Para Chusqui, su vida era Cristo, y por ello estudió para dedicarse profesionalmente a Él, en la docencia de la religión, haciendo Magisterio en la Escuela Diocesana ESCUNi, y dedicándose a la enseñanza con auténtica entrega.
No se puede dejar de resaltar que el Señor le había hecho un regalo muy grande, tal vez el más grande: Cristina, su mujer, que le dio un estupendo hijo: Andrés. Jesús vivió su fe desde “la descalcez”, desde ese deseo de los reformadores de la necesidad del cambio, para volver a los auténticos orígenes del desprendimiento evangélico.
El que escribe compartía con él muchas cosas: edad similar, estar casado y ser padre, una misma visión social, la misma profesión de nuestros padres y la nuestra, incluso el barrio. Pero lo más grande que compartíamos era nuestra vocación a ser Diáconos de Jesucristo.
Estoy seguro que Jesús vivió su enfermedad y muerte de forma distinta por ya hacerlo como diácono. Y vivió con intensidad su diaconado. Recuerdo que cuando iba recibir los Ministerios de Lector y Acólito se desvivió en los preparativos y nos comentaba que por su enfermedad vivía esta celebración como si fuese la única. Han sido casi seis años de diaconado, y puede decirse que los vivió al máximo, disfrutando de su servicio ¡Con qué pasión levantaba la Copa de la Salvación, invocando el nombre del Señor, en la Doxología final de la Plegaria Eucarística! ¡Con qué solemnidad prestaba sus labios para que fuese el mismo Jesucristo el que hablase en la proclamación del Evangelio! ¡Con qué veneración vertía el agua viva sobre la cabeza de los niños y los crismaba en el Bautismo! ¡Con qué fuerza cantaba aquello del pregón pascual: “Exulten por fin, los coros de los ángeles….Invocad conmigo la misericordia de Dios omnipotente, para que Aquel que, sin mérito mío, me agregó al número de sus diáconos… Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte.”
Pues, rotas las cadenas de la muerte gritamos: ¡Gracias Señor por habernos dado a Jesús Lorenzo, diácono! ¡Bendito sea el nombre del Señor!