Viaje Apostólico del Papa Francisco a Madagascar: Encuentro con los obispos, referencias a los diáconos

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE MADAGASCAR

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral de Andohalo, Antananarivo
Sábado, 7 de septiembre de 2019

Gracias, señor Cardenal, por sus palabras de bienvenida en nombre de todos sus hermanos. Agradezco, a su vez, que las mismas hayan querido mostrar cómo la misión que nos proponemos vivir se da en medio de contradicciones: una tierra rica y mucha pobreza; una cultura y una sabiduría heredada de los antepasados que nos hacen valorar la vida y la dignidad de la persona humana, pero también la constatación de la desigualdad y la corrupción. Es difícil la tarea del pastor en estas circunstancias. Incluso con las desigualdades: el pastor se arriesga a ir a una parte y dejar a los otros. Y incluso con la corrupción: no digo que el pastor se convierta en corrupto, pero está el peligro…: “Haré esta obra, y esta otra…”, y se convierte en un hombre de negocios; o haré ese cambio, o ese otro, o ese otro… y al final, aquel buen pastor ha terminado manchado con la corrupción. Sucede, sucede. En el mundo, sucede. Tened los ojos abiertos.

“Sembrador de paz y de esperanza” es el lema elegido para esta visita, y que bien puede ser un eco de la misión que se nos ha encomendado. Porque somos sembradores, y el que siembra lo hace con esperanza; lo hace asentado en su esfuerzo y entrega personal, pero sabiendo que hay infinidad de factores que deben concurrir para que lo sembrado germine, crezca, se convierta en espiga y finalmente en trigo abundante. El sembrador cansado y preocupado no baja los brazos.

Esta parábola nos debe acompañar siempre, sea en la vida activa sea en la contemplativa, como hemos visto hoy [en el encuentro con las religiosas contemplativas]: sed valientes, sé un hombre valiente. El valor. El sembrador cansado y preocupado no baja los brazos, no abandona y menos aún quema su campo cuando algo se malogra. Sabe esperar, confía, asume las contrariedades de su siembra, pero jamás deja de amar aquel campo encomendado a su cuidado; incluso si viene la tentación, tampoco escapa encomendándoselo a otro.

El sembrador conoce su tierra, la “toca”, la “huele” y la prepara para que pueda dar lo mejor de sí. Nosotros, obispos, a imagen del Sembrador, estamos llamados a esparcir las semillas de la fe y la esperanza en esta tierra. Para eso es necesario que desarrollemos ese “olfato” que nos permita conocerla mejor y descubrir también lo que dificulta, obstruya o dañe lo sembrado. El olfato del pastor. El pastor puede ser muy inteligente, puede tener títulos académicos, puede haber participado en muchos congresos internacionales, saber todo, estudiar todo, incluso ser bueno, una buena persona, pero si le falta el olfato, nunca podrá ser un buen pastor. El olfato. Por eso, «los Pastores, acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano. No se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo. Esta es la verdad que nos ha dejado el iluminismo neoliberal: trabajamos también para el pueblo, sí, todo para el pueblo, pero nada con el pueblo. Sin la relación con el pueblo, sin el olfato… El auténtico pastor sin embargo está en medio del pueblo, inmerso entre la gente, en el amor de su gente, porque la entiende. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas “para que las disfrutemos” (1 Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión cristiana exija revisar “especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común”. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 182-183). El pastor en medio del pueblo. El pastor que sabe escuchar el lenguaje del pueblo. El pastor ungido por el pueblo, a quien sirve, del que es servidor.

Sé que tenéis muchas razones para preocuparos y que, entre otras cosas, lleváis en el corazón la responsabilidad de velar por la dignidad de todos vuestros hermanos que reclama construir una nación cada vez más solidaria y próspera, dotada de instituciones sólidas y estables. ¿Puede un pastor digno de ese nombre permanecer indiferente ante los desafíos que enfrentan sus conciudadanos de todas las categorías sociales, independientemente de sus denominaciones religiosas? ¿Puede un pastor al estilo de Jesucristo ser indiferente a las vidas que le fueron confiadas?

La dimensión profética relacionada con la misión de la Iglesia requiere, en todas partes y siempre, un discernimiento que no suele ser fácil. En este sentido, la colaboración madura e independiente entre la Iglesia y el Estado es un desafío permanente, porque el peligro de una connivencia nunca está muy lejos, especialmente si nos lleva a perder la “mordedura evangélica”. Escuchando siempre lo que el Espíritu dice constantemente a las Iglesias (cf. Ap 2,7) podremos escapar de las insidias y liberar el fermento del Evangelio para una fructífera colaboración con la sociedad civil en la búsqueda del bien común. El signo distintivo de ese discernimiento será que el anuncio del evangelio incluye de suyo la preocupación por toda forma de pobreza: no sólo «asegurar a todos un “decoroso sustento”, sino también para que tengan “prosperidad sin exceptuar bien alguno”. Esto implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 192).

La defensa de la persona humana es otra dimensión de nuestro compromiso pastoral. Para ser pastores según el corazón de Dios, debemos ser nosotros los primeros en la opción por proclamar el Evangelio a los pobres: «No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, “los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio”, y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (ibíd., 48). En otras palabras, tenemos un deber especial de cercanía y protección hacia los pobres, los marginados y los pequeños, hacia los niños y las personas más vulnerables, víctimas de explotación y de abuso, víctimas, hoy, de esta cultura del descarte. Hoy la mundanidad nos ha llevado a introducir en los programas sociales, en los programas de desarrollo, el descarte como posibilidad: el descarte de quién está por nacer y el descarte de quién está para morir, para acelerar la partida.

Ese inmenso campo no sólo es limpiado y roturado por el espíritu profético, sino que también se espera con paciencia cristiana a la semilla esparcida, sabiendo por otra parte que no estamos a cargo ni somos responsables de todo el proceso. Un pastor, que siembra, evita controlarlo todo. No se puede. El sembrador no va cada día a escavar la tierra para ver cómo crece la semilla. Un pastor evita de controlar todo —los pastores controladores no dejan crecer—, da espacio para las iniciativas, deja crecer en distintos tiempos —no todos tienen los mismos tiempos de crecimiento— y no estandariza: la uniformidad no es vida, la vida es variada, cada uno tiene su propio modo de ser, su propio modo de crecer, su propio modo de ser persona. La uniformidad no es un camino cristiano. El verdadero pastor no exige más de la cuenta, no menosprecia resultados aparentemente más pobres: “Esta vez ha ido así… venga, tranquilo. La próxima vez irá mejor”. Sabe siempre aceptar los resultados tal como vienen. Permitirme que os diga cuál es la imagen que a veces me viene a la mente cuando pienso en la vida pastoral. El pastor debe aceptar la vida por donde viene, con los resultados que le llegan. El pastor es como el portero del equipo de fútbol: atrapa el balón por donde se lo lanzan. Sabe moverse, sabe aceptar la realidad como viene. Y corrige las cosas, después, pero en el momento acepta la vida como viene. Esto es el amor del pastor. Esto nos habla de una fidelidad al Evangelio que nos hace pastores cercanos al pueblo de Dios, comenzando por nuestros hermanos sacerdotes —que son nuestro prójimo más prójimo— que deben recibir un cuidado especial de nuestra parte.

El pastor debe ser cercano a Dios, a sus sacerdotes, cercano al pueblo. Las tres cercanías del pastor. Cercano a Dios en la oración. No olvidemos que cuando los Apóstoles “inventan” los diáconos —esto lo he dicho muchas veces—, Pedro, para explicar esta nueva invención de los diáconos, dice: “Y a nosotros [los Apóstoles], la oración y el anuncio de la Palabra”. La primera tarea del pastor es rezar. Cada uno de vosotros se pregunte: ¿rezo? ¿cuánto? ¿cómo? La cercanía a Dios. Cercanía a los sacerdotes: los sacerdotes son los prójimos más próximos al obispo. “He llamado al obispo, ha tomado la llamada la secretaria y me dice que en tres meses no hay sitio para darme una cita”. Un consejo de hermano: si tú te encuentras que tu secretaria te deja en la lista la llamada de un cura, ese mismo día, o al máximo el día siguiente, llámalo. Puede que no tengas tiempo para recibirlo, pero llámalo. Ese cura sabrá que tiene un padre. Y la tercera cercanía: cercanía al pueblo. El pastor que se aleja del pueblo, que pierde el olfato del pueblo, termina como un “Señor Cura”, un funcionario de corte… corte pontificia, importante, pero al final siempre corte, y esto no sirve.

Hace un tiempo manifestaba a los obispos italianos la atención que nuestros sacerdotes puedan encontrar en sus obispos la figura del hermano mayor y padre que los aliente y sostenga en el camino (cf. Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 20 mayo 2019). Es la paternidad espiritual que impulsa al obispo a no dejar huérfanos a sus presbíteros, y que se puede “palpar” no sólo en la capacidad que tengamos de abrir las puertas a todos los sacerdotes, sino también en nuestra capacidad de ir a buscarlos para acompañarlos cuando estén pasando por un momento de dificultad.

En las alegrías y las dificultades inherentes al ministerio, los sacerdotes deben encontrar en vosotros, queridos obispos, padres siempre disponibles que saben cómo alentar y apoyar, que saben apreciar los esfuerzos y acompañar los pasos posibles. El Concilio Vaticano II hizo una observación especial sobre este punto: «[Los obispos] han de acoger siempre con amor especial a sus sacerdotes. Estos, en efecto, participan de sus funciones y tareas y las realizan con afán en el trabajo de cada día. Por tanto, los obispos, considerándolos sus hijos y sus amigos, dispuestos a escucharlos y a tratarlos con confianza, han de dedicarse a impulsar la pastoral conjunta de toda la diócesis» (Decr. Christus Dominus, 16).

El cuidado de la tierra implica también la paciente espera de los procesos. El pastor sabe esperar los procesos. Y, a la hora de la cosecha el agricultor también sopesa la calidad de los trabajadores. Esto os impone como pastores un deber urgente —estoy hablando de la cualidad de los trabajadores— un deber urgente de acompañamiento y discernimiento, especialmente con respecto a las vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio, y que es fundamental para asegurar la autenticidad de estas vocaciones. Y en esto, por favor, estar atentos. No os dejéis engañar por la necesidad y por el número: “Tenemos necesidad de sacerdotes y porque tengo necesidad acojo sin discernimiento las vocaciones”. No sé, creo que entre vosotros esto no sea tan común porque tenéis vocaciones y por tanto tenéis cierta liberta para ir despacio con el discernimiento. Pero en algunos países de Europa es lamentable, la falta de vocaciones empuja al obispo a tomar de aquí, de allí, de allá, sin ver la vida como era; toman personas “echadas” de otros seminarios, “echadas” de la vida religiosa, que han sido echadas porque inmorales o por otras deficiencias. Por favor, estar atentos. No hagáis entrar el lobo dentro del rebaño. La mies es abundante, y el Señor —que no quiere más que auténticos obreros— no se deja encasillar en los modos de llamar, de incitar a la respuesta generosa de la propia vida. La formación de candidatos para el sacerdocio y la vida consagrada está precisamente destinada a asegurar una maduración y purificación de las intenciones. Sobre esta cuestión, y en el espíritu de la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, me gustaría enfatizar que la llamada fundamental sin la cual las otras no tienen razón de ser, es la llamada a la santidad y que esta «santidad es la cara más bella de la Iglesia» (n. 9). Aprecio vuestros esfuerzos para asegurar la formación de auténticos y santos obreros en la abundante mies en el campo del Señor.

Además, quisiera subrayar una actitud que a mí no me gusta, porque no viene de Dios: la rigidez. Hoy es la moda, no se aquí, pero en otras partes es la moda, encontrar personas rígidas. Sacerdotes jóvenes, rígidos, que quieren salvarse con la rigidez, tal vez, no lo sé, pero toman una actitud de rigidez y a veces —perdonarme— de museo. Tienen miedo de todo, son rígidos. Estad atentos, y sabed que bajo toda rigidez hay graves problemas.

Ese esfuerzo también tiene que abarcar el amplio mundo laical; también los laicos son enviados a la mies, son convocados a tomar parte en la pesca, a arriesgar sus redes y su tiempo en «su múltiple apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 9). Con toda su extensión, problemática y transformación, el mundo constituye el ámbito específico de apostolado donde están llamados a comprometerse con generosidad y responsabilidad, llevando el fermento del Evangelio. Por eso deseo dar la bienvenida a todas las iniciativas que en cuanto pastores tomen para la formación de los laicos —gracias por esto— y no dejarlos solos en la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo, para contribuir a una transformación de la sociedad y la Iglesia en Madagascar. Y por favor: no clericalizar a los laicos. Los laicos son laicos. Yo he sentido, en mi precedente diócesis, propuestas como esta: “Señor obispo, yo en la parroquia tengo un laico maravilloso: trabaja, organiza todo… ¿lo hacemos diácono?”. Déjalo allí, no le arruines la vida, déjalo laico. Y, a propósito de los diáconos: los diáconos tantas veces sufren la tentación del clericalismo, se sienten presbíteros u obispos fallidos…

No. El diácono es el custodio del servicio en la Iglesia. Por favor, no tengáis los diáconos en el altar: que hagan el trabajo fuera, en el servicio. Si deben ir en misión a bautizar, que bauticen: está bien. Pero en el servicio, no hacer sacerdotes fallidos.

Queridos hermanos: Toda esta responsabilidad en el campo de Dios nos debe desafiar a tener el corazón y la mente abierta, a evitar el miedo que encierra y a vencer la tendencia a aislarnos: el diálogo fraterno entre vosotros —es importante—, así como el compartir los dones y la colaboración entre las Iglesias particulares del Océano Índico, sean un camino esperanzador. Diálogo y colaboración. La similitud de desafíos pastorales, como la protección del medio ambiente en un espíritu cristiano o el problema de la inmigración, exigen reflexiones comunes y una sinergia de acciones a gran escala para un planteamiento eficaz.

Finalmente, a través de vosotros me gustaría saludar de modo especial a los sacerdotes, religiosos y religiosos que están enfermos o muy afectados por la vejez. Dejo una pregunta para cada uno de vosotros: ¿voy a visitarles? Les ruego que les muestren no sólo mi afecto y la seguridad de mis oraciones, sino también que los cuiden con ternura, sosteniéndolos en esa hermosa misión de la intercesión.

Dos mujeres custodian esta Catedral: en la capilla de al lado descansan los restos de la beata Victoria Rasoamanarivo, que supo hacer el bien, custodiar y extender la fe en tiempos difíciles; y la imagen de la Virgen María que con sus brazos abiertos hacia el valle y las colinas, parece abrazarlo todo. A ellas le pedimos que ensanchen siempre nuestro corazón, que nos enseñen la compasión de las entrañas maternas que la mujer y Dios sienten ante los olvidados de la tierra y nos ayuden a sembrar paz y esperanza.

Y a vosotros, como signo de mi cordial y fiel apoyo, os doy la bendición, como hermano os bendigo y esta bendición la extiendo a vuestras diócesis.

Por favor, no os olvidéis de rezar por mí y hacer rezar por mí.

Fuente: http://w2.vatican.va

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