San José, el primero en ejercer de manera permanente el Diaconado
Alexander Madrigal Méndez, Diácono. Arquidiócesis de San José, Costa Rica
Si bien es cierto que las Sagradas Escrituras nos hablan poco de san José, es mucho lo que se puede decir de él solo por el hecho de ser escogido como el custodio de Nuestro Señor Jesucristo en su niñez y adolescencia.
En el capítulo primero del Evangelio según san Mateo, se lee:
“… y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1, 16)
Esto tiene un gran significado para los que ejercen el ministerio sagrado del Diaconado por cuanto cada uno de ellos debe tener claro su origen, en primer lugar, su papel como esposo y la responsabilidad que tiene para con sus hijos; y todo ello no por el hecho del ministerio sino de su ser bautizado pero escogido para este servicio en la Iglesia.
El Diácono debe tener siempre presente que todo lo que es hoy ha sido gracias a toda su historia, aunque en ella se encuentren episodios que algunos incluso verían como “impedimentos” para ejercer este ministerio. Los orígenes del Diácono deben verse desde la perspectiva en que se ve la genealogía de Jesús pasando, por supuesto, por san José: ¡es historia de salvación!
Y en esa familia en la que creció debe verse una actuación de Dios y a la vez una “razón” de Dios para escogerlo, no por sus méritos sino porque así ha sido Su santísima voluntad. Si bien la genealogía de san José nos habla de los méritos de reyes como David y como Salomón, también nos habla de sus propias debilidades, siendo éstas las que muchos, como decíamos antes, pueden ser vistas como “requisitos” para no ser ordenados Diáconos de la Santa Iglesia.
Quien ejerce el Diaconado de manera permanente y es un hombre casado, entenderá también la importancia del texto que menciona a san José como “esposo de María”. De nuevo, más allá de los méritos de la santísima Virgen María como Madre del Salvador, está ese hermoso lazo que tenía con san José quien, pudiendo hacerlo, no la repudió, sino que se dejó llevar por la suave voz de Dios que lo invitaba a no temer la situación que se le presentaba y abrazarla con un amor esponsal que sobrepasaba todo entendimiento (de la época, y aún hoy en nuestros días).
Ser esposo de María, ser esposo, es obedecer al corazón que no deja de escuchar la voz de Dios que llama a la fidelidad, al perdón, a la comprensión, a la responsabilidad. De ahí podemos entonces decir que el ministerio que ejerce un Diácono debe también estar impregnado de estas virtudes sobre todo porque está llamado a ser testigo de ello ante los hombres y mujeres que se le acercarán para que les presencie su matrimonio o para pedirle acompañamiento por su situación de pareja. ¿De qué puede predicar el Diácono si no lo vive en su propia vida matrimonial?
La vida de los hombres (y mujeres) casados es un continuo vaivén que se profundiza con la venida de los hijos. Ellos llegan a ser una hermosa razón para vivir y, a la vez, una hermosa razón para vivir más plenamente nuestro sentido de protección y custodios. Nos damos cuenta muy fácilmente de cuántos peligros acechan hoy a nuestros hijos porque lo vivimos a diario, así como lo refleja este pasaje de Mateo:
“Cuando ellos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y quédate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo.» Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y se quedó allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera lo dicho por el Señor por medio del profeta: ‘De Egipto llamé a mi hijo’. (Mt 2, 13-15)
“Cuando ellos se retiraron” es aquel exacto momento en que ante la realidad de la paternidad uno se siente solo… ¡y lo está! Es el momento en que debe tomar decisiones acerca de lo que es bueno y malo para sus hijos. De la misma manera, el Diácono debe reflejar esta certeza en momentos en que las cosas no salen como pensábamos que deberían salir. Y si bien es cierto el Espíritu Santo nos ilumina con Su sabiduría, la soledad que a veces sentimos debemos hacerla iluminar por el ministerio recibido para que también ello sea luz para otros. Debemos entender que con este Ministerio no deberíamos aspirar más a las certezas y comodidades, sino que estamos llamados a salir de nosotros mismos para proteger a otros y permanecer firmes en ese nuevo estado hasta que “de Egipto” nos llame el Señor.
Hermoso es saber que el Señor, efectivamente, sigue llamando a nuestro corazón, pero, más allá de ello, es que debemos hacerle caso a su voz. En este texto de Mateo, algunos podrían decir que José “desobedeció” deliberadamente a Dios al no devolverse a Judea sino tomar camino a Nazaret (“de ese pueblo, ¿puede salir algo bueno?”). Y no es así. El Señor le dijo que se fuera a la tierra de Israel y en la decisión de José, Él hace su Santísima Voluntad.
En el ministerio del Diaconado debemos entender que por encima de nuestras voluntades y de nuestras preferencias y decisiones, el Señor también se manifiesta si no hacemos caso omiso a la voz que nos llama constantemente a volver adonde Él quiera que llevemos a cabo Su Obra. No seremos nosotros tal vez los protagonistas, pero el papel de actores de reparto nos queda muy bien cuando hacemos que nuestras acciones hagan “ver bien” al que realmente deberá ser el único protagonista.
Nuestro ministerio, ejercicio de hacer presente a Cristo Servidor, debe partir de la humildad. No confundamos, eso sí, humildad con pobreza: la primera es una actitud, la segunda un estado de vida. Las Sagradas Escrituras ponen a José en una situación de humildad y sencillez hasta el punto de usar ello, incluso, de modo despectivo. ¿Es o no la humildad un impedimento para hacer grandes cosas? San José nos enseña que no es un obstáculo sino, más bien, puede ser una plataforma para cosas grandes, a los ojos de Dios y de los hombres.
En san José, como en Jesús, se aplicó aquello de que “ningún profeta es bien recibido en su propia tierra”. Por eso debemos tener nuestra confianza en Dios y en nosotros mismos muy en alto; de tal forma que las humillaciones, desprecios y otras situaciones no nos dañen ni nos lastimen. Nuestra mirada no puede desviarse de Aquel que fue lastimado, ofendido, despreciado y matado antes que nosotros y es a Quien seguimos. El camino del Amor está lleno de rosas y espinas.
La misma Palabra de Dios nos invita a no buscar los primeros lugares y nuestro propio Ministerio nos exige a ser servidores de los demás. Besar los pies a aquellos que nos aman y nos alaban, es muy sencillo; inclinarnos humildemente para besar los pies de aquellos que nos maltratan es muy difícil, mas no imposible, si dejamos que la Gracia de Dios actúe en nosotros siempre y en todo lugar; esa Gracia que habita en nosotros por nuestro Bautismo que también nos confiere el Sacramento del Orden,
Nuestro servicio es un continuo subir a la ciudad de David con no pocas dificultades en el camino, pero, sobre todo, cargando una gran responsabilidad. Cuando a san José se le obliga, por el edicto de César Augusto a subir a Belén, lleva consigo a una mujer cuyo embarazo está muy adelantado a tal punto que, como sabemos, el Niño Jesús nace en dicha ciudad. El sacramento del Matrimonio que también poseemos la mayoría de los que ejercemos el Diaconado de manera permanente, nos permite experimentar en carne viva ese momento en que con la prontitud de un parto de alguno de nuestros hijos debemos dejarlo todo y “correr” para que ese momento de profundísima experiencia de Dios se dé en las mejores condiciones. A algunos nos ha tomado por sorpresa y a otros ya preparados; sin embargo, en ninguno de los casos deja de ser una situación de muchísima presión, zozobra e incertidumbre y totalmente fuera de nuestro control.
De igual manera lo es, en algunas circunstancias el ejercicio del Diaconado. ¿Qué podemos controlar? ¡Nada! Por más que queramos estar bien preparados para servir fielmente en una Eucaristía o en una Liturgia de la Palabra, en algún Sacramento, las situaciones que se presentan siempre nos llenan de zozobra… ¡y qué bueno que así sea! El día en que nosotros nos sintamos con el “control” de lo que pasa en nuestro Ministerio, ese día creo que deberíamos hacer una pausa en el mismo. Cuando no nos tiemblen las manos en el momento de preparar los Vasos Sagrados o, mejor aún, cuando levantamos el cáliz con la Preciosísima Sangre de Cristo, ese día debemos analizar si lo que hacemos lo hacemos por hábito, por autosuficiencia o por amor.
Y es que se nota cuando alguien hace algo sencillamente porque tiene que hacerlo y no por amor, no con amor. Si bien es cierto no demos buscar ningún tipo de reconocimiento, sí debemos procurar que nos vean en constante cercanía con Aquel a quien imitamos y hacemos presente en nuestro ministerio. Nuestras acciones, a la luz de los otros, nos evidencian lo que hay en nuestro corazón. Aquellos que fueron aprisa a “buscar” al Señor, podrían notar nuestra apatía o nuestra disposición e incluso ello podría generar que la experiencia que buscaban no fuera del todo agradable; no, porque del Señor fuera la responsabilidad; sí, porque tal vez fuimos obstáculos para dejar ver al Señor. ¡Qué hermoso es que aquellos que vienen al encuentro del Señor nos encuentre a nosotros como primeros adoradores, como san José, junto al pesebre de Jesús!
De cualquier forma, ningún servicio puede darse no es impulsado por el Espíritu de Cristo. Por ello, así como san José, debemos ser los que estemos, ahora sí, en primera línea de adoración, de humildad, de sencillez, de reverencia, de abandono ante Nuestro Señor.
Debemos entender que nuestra grandeza será tal cuanto más nuestras rodillas y nuestro espíritu se incline ante el Rey de Reyes y Señor de Señores.
Que podamos ser nosotros, en vida, también ser modelo de encuentro con el Señor; de cualquier forma, la santidad se construye desde ahora. Que los demás nos vean como aquellos que ponemos en primer lugar nuestra relación con Dios; no que vean cuánto hacemos, sino cuánto somos, en Cristo Jesús.
De nuestra boca debe salir, con toda responsabilidad, de lo que abunda en nuestro corazón. San José no podía no ponerle el nombre de Jesús ya que su corazón estaba henchido del amor que Dios había depositado en su corazón. A san José, como a todo hombre de su época, le tocaba poner el nombre a sus hijos; de la misma manera, hoy, nos toca a nosotros hoy pronunciar constantemente el Nombre que está sobre-todo-nombre y al cual, toda rodilla se dobla.
Por eso decíamos que nuestra vida debe ser una constante adoración al Señor para que nuestro espíritu se llene de Dios y nos haga gritar: “Abba”. Si bien es cierto que san José, ante la ley de los hombres le puso el nombre a Jesús, el mismo fue puesto antes en su corazón por Dios. De la misma manera, no podemos pretender nosotros que salgan cosas buenas de nuestra boca, si antes no han sido puestas por Dios ahí; de eso se trata vivir en cercanía con el Señor.
La hermosa experiencia de ponerle a un hijo su nombre, nos debe también comprometer a abrazar por siempre a ese que ha sido puesto bajo nuestro cuidado: al pobre, al sencillo, al desvalido… en fin, a nuestros hijos.
Y ese abrazo debe ser permanente, en todo tiempo y lugar, porque siempre habrá hijos que abrazar, llantos que limpiar, cabezas a las cuales el hombro prestar. Este es nuestro servicio, tomar a aquellos que se sienten “fuera de Dios” y presentárselos a Él y presentarles a Él. No importa los “sacrificios” que hagamos; debemos siempre dar lo mejor de nosotros para con nuestros hermanos más desvalidos. Debemos acercar a los hombres a Dios y Dios a los hombres; esto último no porque Dios no quiera, sino por la dureza del corazón de los hombres.
Es un proceso duro y laborioso, pero con la ayuda de Dios será posible facilitar este acercamiento; no seremos nosotros, probablemente, los cosechadores de esta siembra, pero el Señor hará Su obra, en Su tiempo y ya esto es motivo de esperanza y de alegría. Que desde el mismo momento en que iniciamos nuestros Ministerio, podamos admirar las obras que el Señor hará en aquellos a quienes estemos dirigidos. Tal vez tengamos la oportunidad de ver crecer a algunos en el Señor, pero será todo Gracia de Dios y mérito Suyo el que nos haya puestos como sus manos, sus labios, sus pies para lograr devolver a Dios sus ovejas extraviadas.
Como san José, el Diácono no debe olvidar que una excelente compañía para el camino que emprende es Nuestra Madre Santísima. Con ella, san José vivió las más extraordinarias experiencias de su Hijo adoptivo y a la vez las más inquietantes. Como María, san José llenó también su corazón de la experiencia de la vida y la palabra de Jesús, ininteligible para los sabios y entendidos pero comprensible para los humildes y sencillos.
En el silencio de san José debemos ver reflejada nuestra forma de actuar: silenciosa, sin aspavientos, siempre a la escucha, siempre dispuesta. Saber que no somos perfectos y que de vez en cuando, por nuestro descuido, se puede perder alguno de aquellos que nos han llamado a cuidar. Pero como san José, volvamos siempre a la búsqueda, al encuentro, a la posibilidad de sorprendernos con lo que pasa en nuestro camino.
La grandeza de Dios se manifiesta de mil y una maneras; sepamos agradecerle a Él la generosidad que ha tenido con nosotros de darnos su Gracia a través de sacramentos tan maravillosos. Pongamos nuestro esfuerzo que la Gracia de Dios hará el resto. No descansemos ni nos desanimemos porque las cosas no salen según nuestro pobre entendimiento; al contrario, si dejamos todos nuestros proyectos en las manos de Jesús, podremos estar seguros de que, aunque no comprendamos de inmediato el sentido, Dios está actuando a través de nosotros y en favor de todos sus hijos amados.
Vayamos como san José todos los años a Jerusalén, es decir, vivamos todos los días la Pascua del Señor Resucitado que, pasando por nuestras vidas, nos ilumina con su poderosa y luz y nos sostiene en el camino.
Nosotros no vivimos una doble sacramentalidad entendida como dadora de gracia; vivimos una sola que nos configura como hijos de Dios y ministros de Su Iglesia para y por los hombres. Hemos sido apartados de los hombres para servirles a los hombres. No somos más ni mejores; somos instrumentos de Dios quien, en Sus manos, obramos según Su voluntad… si nos dejamos.
Así era san José: servidor privilegiado de Dios quien, tomando en sus manos al Niño Jesús, quien, hablando y aconsejando al Joven Jesús, se alimentaba de esa fuente maravillosa del Dios humanado. Y su vida estaba marcada por los vaivenes de una vida sencilla, sin mucho ruido porque, al fin y al cabo, lo bueno no hace ruido.
Junto a Jesús, san José cuidaba también de Su Madre; proveía lo necesario a su hogar y se echaba al hombro la responsabilidad de padre protector y custodio, esposo fiel, hombre ejemplar y modelo de nosotros quienes ejercemos de manera permanente el Diaconado.
Oración
San José, primer Diácono, haz que también nosotros, por los méritos de Jesucristo podamos hacer visible a Cristo Servidor en la sencillez y en la humildad del silencio, de la escucha. Haznos cercanos a María, la Madre de Nuestro Señor, como tú fuiste con ella. Que valoremos nuestra condición de esposos y padres de tal manera que nuestra propia experiencia en este campo nos haga tratar como hijos a quienes el Señor ponga en nuestro camino.
Querido san José, ayúdanos a que las luces de este mundo no nublen nuestro entendimiento y pretendamos ocupar, por ello, los primeros lugares.
Que nuestro servicio en el silencio, en la humildad y en la sombra, ilumine a otros como tú lo hiciste con tu familia.
Todo esto te lo pedimos por Jesucristo, hijo adoptivo tuyo y Señor Nuestro.
Amén.