La participación de las esposas en el ministerio diaconal

Presentación de Eliana Araneda de Palet en el Encuentro Nacional del Diaconado Permanente: “Diaconado Permanente, Don y Misión: 40 años caminando con la Iglesia en Chile” Schoenstatt, 7 al 9 de Noviembre de 2008

AGRADECIMIENTOS

Primero que nada agradezco sinceramente la oportunidad que se me ha dado de participar y compartir en este Encuentro Nacional la visión de las señoras de diáconos, que no es sólo personal, sino fruto de conversaciones recogidas entre mis pares a través de unas 15 diócesis de Chile, a las que hemos sido invitados con Enrique a dar el retiro anual del diaconado.

Agradezco también a nombre de mis hermanas esposas de diáconos, sobre todo al Señor por el gratuito e inmerecido don que El nos ha regalado a través del ejercicio ministerial de nuestros esposos. Siento que El, en su infinito amor, ha puesto sus ojos en matrimonios comunes y corrientes para llamarlos a su viña, a nosotros débiles sarmientos de su Vid.

VALORACIÓN DEL DIACONADO

La gran mayoría de nosotras tenemos razones muy significativas para valorar y agradecer el diaconado de nuestros esposos, porque ha fortalecido nuestra fe y nuestra vida personal, como también lo ha hecho con nuestro matrimonio y familia. En nuestro recorrido por las diócesis de Chile y conversando con las señoras, sin la presencia de nuestros maridos, he sido testigo de la gran satisfacción que nos proporciona el estado diaconal de nuestros esposos y la riqueza inmensa que hemos recibido de Dios por este don y por la misión que conlleva. Lo vivimos como un verdadero privilegio y como una bendición de Dios para el hogar y para la familia, y con una gratitud inmensa a Dios por este llamado a nuestros esposos.

1.-Desde la óptica de la fe.

Hemos crecido en fe, lo que nos ha permitido mantener una relación más profunda con la persona del Señor a través de la oración, de la lectura y la reflexión de su Palabra y en la recepción de los sacramentos. La oración de Laudes o Vísperas con el marido es considerada en muchos casos una hermosa experiencia de vida.

Testimonio “Al comienzo no fue la experiencia mía. Enrique me compró la Liturgia de las Horas sin el oficio de Lecturas y pretendió que aprendiera y rezáramos juntos. Fue todo un desastre, me negué rotundamente. Pero con el tiempo, poco a poco, fui entendiendo el verdadero sentido y significado que contenían las oraciones. Lo primero que me gustó fueron los himnos, luego los salmos y eso de rezar juntos las preces por la Iglesia, por el mundo y por personas concretas que amamos y nos importan. En muchos casos, la devoción a María, como compañera de ruta, como esposa y madre, ha despertado con fuerza en la familia diaconal.

Hemos crecido en amor y en compresión por nuestros semejantes, más aún, en muchas ocasiones hemos influido en nuestros esposos para hacerlos más sensibles a las necesidades concretas de las personas que nos rodean.

También se ha aprendido a discernir el querer de Dios, tratando de escuchar lo que nos quiere decir, también sobre cómo actuar en determinados momentos, lo que nos ayuda a tener una vinculación más estrecha con nuestro Padre celestial.

Sentimos que la gracia misteriosa de los sacramentos del matrimonio y del diaconado funciona y nos marca, lo que nos permite afrontar desafíos y problemas con mayor facilidad y confianza.

2.- Desde nuestra vida personal

Muchas de nosotras hemos ido venciendo timideces, complejos de inferioridad, y hemos ido mejorando nuestra autoestima y también hemos ido superando nuestros conocimientos religiosos y humanos. Nos atrevemos a realizar varias actividades que a lo mejor antes no nos sentíamos en condiciones de hacer.

También el diaconado nos ha permitido salir del ambiente restringido y cerrado de la familia y el hogar y abrirnos a un horizonte más amplio de la sociedad y de la Iglesia. Sentimos el compromiso de interesarnos por la sociedad donde vivimos y aportar en lo que podemos para hacerlo mejor.

Nuestra postura sobre la Iglesia se ha cargado de cariño y de interés, la consideramos de verdad una Madre y cuando ha sufrido dolores en su interior, nos hemos sentidos afectadas y apenadas.

3.- Desde la perspectiva del matrimonio,

El diaconado ha fortalecido y afianzado nuestros matrimonios, pues se comparte más y mejor la educación de los hijos; las relaciones conyugales, en algunos casos, se han reencontrado luego de haber pasado tiempos de incertidumbre y conflictos serios.

Testimonio. En nuestro caso, creo que el diaconado de Enrique salvó nuestro matrimonio, que en esa etapa de nuestra vida, 25 años atrás, estaba a mal traer, por decirlo de alguna manera. Dialogábamos poco. Habíamos caído en una rutina alarmante y empezábamos a hacer vidas paralelas.

3. SOMBRAS EN NUESTRAS VIDAS.

Si bien es cierto que entre la gran mayoría de las señoras hay un importante sentimiento de satisfacción y alegría por el diaconado de sus esposos, también conviven en ellas sentimientos y situaciones no tan gratas. No todo ha sido miel sobre hojuelas para nosotras.

Casi todas, o al menos una gran mayoría ha sufrido en algún momento una sensación de abandono por parte del marido, una sensación de ser postergadas, o peor aún, de ser excluidas o arrinconadas de la vida de los esposos. Esta sensación de abandono también la han sufrido los hijos, que siendo pequeños no se dan mucha cuenta, pero ya de adolescentes o mayores lo expresan sin tapujos. En el fondo, en muchos casos les pasan la cuenta de no haber contado con ellos en situaciones claves en sus vidas. Compartir al marido con la Iglesia no es fácil, requiere de una tremenda cuota de generosidad y entrega.

Como matrimonio diaconal se viven los mismos gozos pero también las mismas tensiones y zozobras que se vive al interior de todo matrimonio. No ha sido tan fácil remar en una misma dirección en una nave que pareciera tener dos rumbos. Si ya es complicado con uno solo, es doblemente difícil hacerlo con dos: el rumbo del matrimonio y el del diaconado.

Hay casos de señoras que lo han pasado o que lo están pasando muy mal. Gracias a Dios no es la situación de la mayoría, pero igual preocupa, o al menos lo debieran tener presente quienes forman, acompañan y trabajan con los diáconos.

Comparto con ustedes casi al pie de la letra de cómo fueron expresados algunos testimonios recogidos en los retiros en que nos ha tocado participar:

“Me da rabia cuando lo oigo predicar sobre el amor. Pienso que su primer deber es amar a su mujer como lo hacía antes”.

“He tratado de hablar con el párroco sobre mis problemas conyugales, pero nunca más lo hago. Me echó a mí toda la culpa de las malas relaciones, y lo peor fue que me dijo que con mis lamentos lo único que hacía era causarle un mal a la Iglesia”.

“No creo que el Señor quiera que mi marido se pase del trabajo directo a la parroquia todos los días. Mientras yo espero con los hijos hasta las 11 de la noche al menos para comer juntos. No sé hasta cuándo lo podré soportar”.

“Desde que se ordenó que no se comunica conmigo. No sé lo que piensa, lo que siente, lo que le pasa. Esto es muy doloroso para mí. No es que antes de ordenarse haya sido frecuente o fácil nuestra comunicación, pero es que ahora se ha vuelto una tumba.”

“Fue mi señora la que me llevó pacientemente a la Iglesia. Ella era catequista de Primera Comunión. Y lo fue hasta que yo me ordené, porque cuando entré a ejercer mi ministerio, ella se alejó de la parroquia”.

“Éramos una pareja feliz, muy bien avenida, íbamos a todas partes juntos y lo pasábamos muy bien. Pero luego que se ordenó todo cambió para mal. Como si me hubieran cambiado a mi marido, ya no es el mismo. Pareciera que todo lo religioso lo absorbe tanto que no me ve, como que hubiera perdido el interés por mi. Me vino una depresión tan tremenda que hasta me llené de piojos y lo único que ahora siento es rabia hacia él, la Iglesia, los curas, el párroco.”

“Me siento fea, vieja, sola, poca cosa. Cualquier cosa que yo haga me la critica. Se siente que él tiene toda la verdad. No me considera capaz ni de dar una opinión que sea distinta a la de él. Claro que él ha estudiado mucho más que yo, pero si al menos me invitara a aprender juntos, a rezar juntos, a lo mejor me superaría. No puedo creer que Jesús quiera que me trate del modo indiferente con que lo hace”.

“Toma sus compromisos con el párroco como si fuera soltero, sin que se le ocurra consultarme siquiera. En eso, los párrocos son insensibles, porque jamás se acuerdan que los diáconos son casados, tienen hijos y compromisos familiares que pasan primero. Me lleno de rebeldía frente a esto”.

“Desde que se ordenó mi marido casi no tenemos relaciones íntimas. No pretendo tener relaciones seguidas, pero al menos un poco de ternura, de caricias, de los arrumacos de antes, lo echo de menos.”

“Se puso tan espiritual con sus estudios y sus oraciones que parece que olvidó que está casado.”

ENTENDIENDO EL DIACONADO

Entender bien lo que es el diaconado puede ser un remedio para superar algunas de estas ingratas experiencias.

La verdad es que en estos retiros en que hemos colaborado en estos últimos 5 ó 6 años yo recién he entendido más a fondo lo que es el diaconado permanente, así como la importancia de la doble sacramentalidad. Dos sacramentos que se reciben como don de Dios, el matrimonio y el diaconado. Dos sacramentos de estado, dos sacramentos que involucran la entrega de toda la integridad de la persona y para siempre. Esto, que es una gran riqueza para la Iglesia, debemos entenderlo y cuidarlo mucho.

Somos casados de día, de noche, bajo el techo y en el lecho, aquí o allá, estemos donde estemos. Y lo mismo el diácono es diácono en su casa, en el trabajo, en la diversión, en la parroquia, en el cine, con sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus familiares, etc. Es diácono cuando ejerce su oficio o su profesión, cuando habla o cuando reza, cuando maneja o cuando camina, aconseja o discrepa y es diácono en el mundo y en el ambiente social en que está inserto. Ninguno de los dos estados, ni el matrimonio ni el diaconado se vive por ratos, o por un tiempo, sino permanentemente y para siempre.

Es increíble cómo, queriendo o no queriendo, el matrimonio diaconal es observado, exigido, por quienes lo tratan, simplemente porque tanto de él como de ella se esperan comportamientos más fraternales, solidarios, acogedores, auténticos, honorables, que los de un matrimonio de cristianos laicos. Observados por amigos, parientes, compañeros de trabajo, vecinos, y hasta por los propios hijos, los diáconos pasan a ser “hombres públicos, y sus mujeres también pasan a ser mujeres.… conocidas”….

Si hay algo que las señoras de los diáconos fijamos a fuego en el corazón es que el primer campo de ejercicio del diaconado, su primer lugar de evangelización, es el hogar. Su primer servicio es su Iglesia doméstica, al interior de la familia. Luego es en su ambiente laboral y sólo después es en la parroquia o en el lugar eclesiástico al que ha sido adscrito.

Por supuesto, es lógico que al iniciar el diaconado, los esposos se encandilen, se entusiasmen con su ministerio. Es el período del encantamiento, como sucede también con la luna de miel en el matrimonio. Sólo que con el diaconado este arrobamiento suele convertirse en algo unilateral. Cuando esto ocurre, el rol nuestro, de las esposas, es comprender ese arrobamiento, pero pasado un tiempo prudente también podemos ayudarles a adquirir un sano equilibrio entre sus deberes familiares y civiles, por decirlo de algún modo, y sus deberes eclesiásticos, de manera que no se produzcan los típicos roces conyugales o daños familiares, que muchas esposas hemos experimentado en mayor o menor grado.

Nuestros maridos diáconos deben tener siempre presente las diversas etapas y situaciones por las que atraviesan los matrimonios y las familias. Por ejemplo, es más difícil para la mujer con hijos pequeños o adolescentes no contar con la ayuda y la presencia necesaria del padre en la educación y crianza tan demandante de estos hijos. Ahí, el equilibrio debiera cargarse hacia la familia. En cambio, en la etapa del nido vacío, cuando los hijos se han marchado de casa para formar sus propias familias, resulta más fácil equilibrar ambos roles.

UNIDOS, PERO RESPETANDO LAS VOCACIONES PERSONALES.

“Ser una sola carne” en el matrimonio no implica perder la propia originalidad y dejar de ser lo que el Señor tenía en mente cuando nos creó. Ser una sola carne significa completarnos, complementarnos uno al otro, para dar al otro lo que eres y lo que tienes. Ser una sola carne es estar en ti, contigo, para ti y los dos en, con y para el Señor. Juntos, unidos, pero respetando las vocaciones personales, los espacios personales, los diversos talentos de los dos. Yo te aporto y tú me aportas para que ambos crezcamos, para que ambos nos enriquezcamos.

Pero para aportarnos mutuamente hay que tener algo que dar y hay que comunicar eso que somos y tenemos.

Y como no se puede dar lo que no tenemos, veo la necesidad de la auto formación, pues no se puede esperar que todo lo dé la Escuela o los cursos de formación al diaconado. Y me parece que son tres los campos en que debiéramos auto formarnos las señoras: conocer la persona de Jesucristo, además lo que es el matrimonio y la familia, y leer, interesarse y reflexionar sobre lo que pasa al exterior del círculo íntimo de la familia, lo que pasa en la sociedad. No podemos vivir al margen de los problemas y situaciones que se dan en nuestros ambientes. Ni el matrimonio, ni el diaconado, están desvinculados de lo que pasa en el ambiente laboral, político, económico y social en que vivimos. En mi caso, hay dos áreas por las cuales me he ido formando, estudiando y reflexionando sin asistir a ningún curso, sino buscando información por aquí y por allá, no sólo por un interés personal sino también estimulada y apoyada por Enrique. Estos grandes temas son: la persona de Jesucristo y la familia. Una vez escuché que no es bueno pretender saber de muchas cosas, sino perfeccionarse a fondo en una o dos.

Testimonio: Referencia al taller de Jesús.

Citas de Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona, haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha podido suceder, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (Doc. de Aparecida Nº29).

“No tenemos otro tesoro como éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumentos del Espíritu de Dios en la Iglesia para que sea conocido, adorado, anunciado” (Doc. de Aparecida Nº 14)

UN POQUITO DE HISTORIA:

Para las señoras de las primeras hornadas de diáconos, que no entendíamos mucho esto del diaconado de nuestros esposos, fue complicado comprender este ministerio. No teníamos la exigencia de asistir a su formación, lo que implicaba un primer problema. Eran ellos los que se formaban y profundizaban su fe y nosotras ni siquiera éramos invitadas a participar, con lo cual se producía el natural distanciamiento en materia de fe. Ellos crecían y nosotras quedábamos en un plano de mayor ignorancia religiosa y en una situación relativamente desmedrada frente a ellos. Esto produjo en algunas señoras, hasta hoy, un sentimiento de inferioridad que no deja de ser molesto y hasta irritante a veces para ellas. Para colmo, en esos años la identidad, la espiritualidad y los campos de acción del diácono no estaban tan claros como lo están hoy. Creíamos que eran unos sacerdotes de segunda o unos acólitos más reconocidos. Y sólo los veíamos y proyectábamos en el altar y en las sacristías.

Un largo proceso

Así como se aprende a ser esposa y esposo, se aprende también a ser diácono y señora de diácono. Es todo un proceso que requiere tiempo y una gran cuota de generosidad, paciencia y discreción de parte nuestra, y no exento de dificultades, tensiones y más de algún sufrimiento.

Son múltiples las ocasiones en que hay que actuar con generosidad, con olvido de sí misma, sin cálculos mezquinos, sin egoísmo.

Paciencia para esperar, paciencia para equilibrar matrimonio y diaconado, paciencia para aceptar condiciones adversas, o situaciones imprevistas, inesperadas, o sorpresivas, paciencia para escuchar a quienes se confían en nosotras, paciencia para servir cuando estamos cansadas o enfermas.

Discreción, para guardar secretos, o confidencias, para callar lo que se debe callar. Discreción en el lenguaje, en el vestir incluso.

Toma tiempo también entender el significado profundo, misterioso y grandioso del diaconado, del llamado del Señor al servicio, a la entrega total de sus vidas a la Iglesia y al mundo.

Toma tiempo aceptar, a veces, la incomprensión y hasta el rechazo de algunos párrocos y feligreses hacia sus diáconos.

Resultan dolorosos los celos que surgen cuando vemos que algunas señoras o señoritas se acercan demasiado frecuentemente a los maridos, con el propósito de conversar, pedir consejos o coquetear abiertamente. Una señora me decía “Yo siempre le digo: nada de sonrisitas, ni demasiada confianza; acogedor, pero serio”.

MATRIMONIO Y DIACONADO, CAMINO DE SANTIDAD

Una gran mayoría de los cristianos a la pregunta “¿quisieras ser santo?” o “¿estás dispuesto a ser santo?” responde negativamente. La sola pregunta les parece fuera de lugar. La razón de esta reacción pareciera deberse a la imagen distorsionada que se tiene de la santidad. Se asocia a personas que se nos han presentado como de excepción, volcadas día y noche a la oración y al sacrificio, que jamás cometieron pecado, tan perfectas que justamente por lo mismo nos resultan inalcanzables, distantes, ajenas a lo cotidiano de la vida y también personas poco atractivas en términos humanos.

Sin embargo, si de perfeccionamiento se trata, basta recordar que grandes santos reconocidos como tales de nuestra Iglesia tuvieron una vida bastante disipada y azarosa, muy normal y muy humana. San Pablo, San Agustín, San Francisco de Asís son grandes santos con personalidades muy fuertes, muy apasionadas, de gran temperamento y no siempre fueron bien aceptados por sus contemporáneos, ni tuvieron relaciones fáciles con sus semejantes. Nuestros santos chilenos, Teresita de los Andes y Alberto Hurtado también lo fueron.

Tampoco fueron siempre dóciles, ni sumisos, ni tampoco personas acomplejadas ni manejables, ni menos influenciables. Por el contrario, se las jugaron por lo que creían, a menudo hasta el heroísmo, con un tremendo esfuerzo y sacrificio personal (recordemos también a Santa Teresa y Santa Clara).

Estos santos tuvieron problemas, limitaciones y sufrimientos similares a los de todo ser humano, por el solo hecho de serlo. Pero supieron afrontarlos con realidad, sostenidos por su fe y amistad con el Señor, por su oración constante y su gran abandono a la voluntad de Dios.

La santidad tampoco tiene que ver con saber mucho de teología y doctrinas, o con una edad, condición social o linaje tal o cual. En el santoral católico hay santos de todo tipo: niños, adolescentes, reyes, emperadores, políticos, legisladores, dueñas de casa, reinas, madres de familia, monjas, sacerdotes, Papas, obispos, músicos, artistas, porteros, indígenas etc. Esta diversidad de santos nos demuestra que toda persona puede llegar a serlo.

La santidad es plenitud de vida o plenitud de amor, es respuesta de amor al amor de Dios, que nos amó primero. El núcleo de la santidad no es la renuncia, ni el sacrificio, ni el ayuno, sino el amor, la plenitud del amor a Dios y al prójimo, el primero y más importante mandamiento de la ley de Jesucristo (Mt. 22, 37-40) Recordemos lo que nos dice San Pablo en Corintios 13 “Si no tengo amor no soy nada, aunque hable en lenguas, o reparta todo lo que tengo a los pobres o incluso entregue mi cuerpo para ser quemado, o tenga una fe tan grande que pueda mover las montañas”.

El matrimonio cristiano, y más aún el matrimonio diaconal, sellado por el sacramento, implica una vocación, un llamado a la santidad. Al final de los tiempos Dios no nos preguntará si sabemos mucho sobre Él, o si rezamos todos los días o si teníamos la casa bien limpia y ordenada, sino que nos preguntará si hicimos felices a nuestros cónyuges y a nuestros hijos, si respetamos sus opiniones, sus gustos, si los hicimos crecer en la fe, en esperanza y en amor, si los educamos para la paz, el servicio, en definitiva si los amamos como El nos amó y se entregó a su Iglesia. Nos preguntará si buscamos su bien, si nos interesamos por ellos, si les fuimos fieles, si nos comunicamos en profundidad y compartimos todo con ellos. Este será el examen que tendremos que enfrentar en la otra vida cuando lleguemos a la casa del Padre.

En este camino, creo interpretar a la inmensa mayoría de las señoras diciéndoles a nuestros esposos, a la Iglesia y a quien quiera escucharnos, que estamos agradecidas de Dios y felices de ser esposas de diáconos.

MUCHAS GRACIAS.

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