III- Diaconado: La respuesta del Concilio Vaticano II

Escrito por G. Martín Sáenz Ramírez. Diácono Permanente de la Arquidiócesis de San José, Costa Rica.

Es importante resaltar que el diaconado permanente fue restablecido por el Concilio Vaticano II en armonía con la antigua Tradición y con los auspicios específicos del Concilio Tridentino. En estos últimos decenios ha conocido, en numerosos lugares, un fuerte impulso y ha producido frutos prometedores, en favor de la urgente obra misionera de la nueva evangelización.

La Santa Sede y numerosos Episcopados no han cesado de ofrecer elementos normativos y puntos de referencia para la vida y la formación diaconal, favoreciendo una experiencia eclesial que, por su incremento, necesita hoy de unidad de enfoques, de ulteriores elementos clarificadores y, a nivel operativo, de estímulos y puntualizaciones pastorales.

Es toda la realidad diaconal (visión doctrinal fundamental, consiguiente discernimiento vocacional y preparación, vida, ministerio, espiritualidad y formación permanente) la que postula hoy una revisión del camino recorrido hasta ahora, para alcanzar una clarificación global, indispensable para un nuevo impulso de este grado del Orden sagrado, en correspondencia con los deseos y las intenciones del Concilio Vaticano II.

El texto principal que examinamos más de cerca es el de la Constitución Dogmática Lumen Gentium en el número 29, donde se establecen los siguientes puntos:

 En primer lugar, nos enseña que los diáconos pertenecen a la jerarquía de la Iglesia en grado inferior.

 En segundo lugar, nos dice que ellos no están en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio.

 En tercer lugar, el Concilio no ha descuidado la sacramentalidad del diaconado, con la peculiaridad que, si bien es presentado en relación directa al sacerdocio de Cristo, está en dependencia del sacerdocio episcopal.

 En cuarto lugar, describe las funciones asignadas al diácono: la administración solemne del bautismo; la conservación y distribución de la Eucaristía; la asistencia y bendición de matrimonios; el traslado del viático a los moribundos; la lectura de la Sagrada Escritura a los fieles; la instrucción y exhortación al pueblo; la presidencia del culto y oración de los fieles; la administración de los sacramentales; la presidencia de los ritos de funerales y sepelios.

 En quinto lugar, el Concilio determina que es posible restablecer el diaconado en adelante como grado propio y permanente de la jerarquía, y puede ser conferido tanto a varones de edad madura aunque estén casados, como a jóvenes idóneos para los cuales debe mantenerse firme la ley del celibato.

En resumen, se trata de un servicio al Pueblo de Dios que se expresa en el ministerio de la liturgia y de la palabra, a lo que se agregan los oficios de la caridad, que los diáconos realizan con misericordia y diligencia, haciéndose servidores de todos.

En las últimas décadas el laicado ha tomado gran ascendencia en la Iglesia. Después de las definiciones del Concilio Vaticano I sobre el Papado y sobre el Episcopado, en el Concilio Vaticano II, ha surgido un llamado del mismo Vaticano II al laicado, no sólo como objeto de especulación teológica y como partícipe en el apostolado jerárquico de la Iglesia (SS Pío XI) sino como miembro de la Iglesia con una misión evangelizadora en el mundo.

Ya a finales del primer milenio había decaído el diaconado de occidente y en muchos lugares existía solamente como un paso al presbiterado. A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia, en comunión con los Obispos y sacerdotes exhortaría a todos los fieles a contribuir en su crecimiento.

Pero aquí resulta interesante y sin quitarles el gran mérito a estos ministros laicales, el Concilio Vaticano II restaura el diaconado como ministerio ejercido en forma permanente en la Iglesia. Y surge la pregunta: ¿Por qué se quiere resucitar el diaconado cuando todo lo que hace un diácono lo hace igualmente un laico?

Los escolásticos nos dicen que «el ser precede al hacer». Nadie hace lo que no puede  ni da lo que no tiene. Tal parece que el «ser» laico contiene la potencialidad como laico de hacer todo lo ya mencionado (y más). Por tanto, nace la pregunta: ¿Qué añade la ordenación diaconal al laico? ¿Por qué dar la ordenación que imprime carácter sacramental para un oficio que aparentemente no necesita de la ordenación ni del carácter?

El Señor dice que «los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz» (Lc 16, 18). Él alaba la previsión de los negociantes, no sus métodos. Pero aquí se trata de un misterio y no de un negocio.

Se trata de un misterio, de un sacramento. Por lo tanto, parece que lo que hace el diacono no es idéntico a lo que hace el laico, ciertamente no, en el orden de la gracia.

Hoy llega el diaconado, no como sustituto del presbiterado, no como amenaza al laicado, sino como heraldo, como un ángel de la anunciación. Es otro Gabriel que anuncia la Buena Nueva de Salvación:

«El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35). Cuando el ángel Gabriel anunció a María, la Madre de Dios dijo: «¿Cómo puede ser?» Lo dijo no porque no lo creyera, sino porque no entendía. Cuando el ángel le replicó, no le dio largas explicaciones, no pronunció una conferencia ni un discurso, María simplemente reaccionó y dijo: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí, lo que has dicho»(Lc 1, 35).

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