EL DIÁCONO PERMANENTE: IDENTIDAD, FUNCIÓN Y PROSPECTIVAS
Preparado y presentado por
S.E.R. Mons. Roberto O. González Nieves, O.F.M.,
Arzobispo Metropolitano de San Juan de Puerto Rico
19 de febrero de 2000
_________________________________________________
El Diácono Permanente: identidad, función y prospectivas
Salutación: Pax et bonum.
Hermanos en el diaconado, amémonos los unos a los otros para profesar unánimes nuestra fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: la Trinidad consubstancial e indivisible (Saludo de la Paz, Liturgia Bizantina).
La paz esté con ustedes.
«¡Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén» (Sal. 122 [121], 1).
Hemos venido en peregrinación a celebrar el Gran Jubileo del Año 2000. Se han completado 2000 años de la encarnación del Hijo de Dios. Él es la puerta que se abre hacia el tercer milenio. La puerta por donde pasa la Iglesia hacia el Reino futuro: Hoy es el día de salvación. «Este es el día que hizo el Señor; alegrémonos y regocijémonos en él» (Sal. 118 [117], 24).
El Jubileo es el «Año de Gracia» en que se purifica y se renueva nuestro corazón. ¡Acerquémonos, diáconos todos! Vamos a purificarnos en las aguas abundantes que manan del templo. Dejemos que el Señor ilumine nuestros rostros para proclamar con júbilo que Jesús es el Cristo, el Señor. Pidámosle que infunda en nosotros el Espíritu Santo para salir de este lugar sagrado anunciando el Evangelio. ¡Cristo ayer! ¡Cristo hoy! ¡Cristo siempre! ¡Es eterno su amor! ¡Viva Cristo!
Él, que nos llamó personalmente al ministerio del diaconado, hoy nos llama a participar de la renovación del tiempo y de la historia: es este el tiempo de reconciliación. Es esta la historia de salvación. El amor que todo lo sana tiene que prevalecer entre nosotros. Animados con ese espíritu, entremos en materia.Por lo tanto, nos preguntamos: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos?
Marco Teológico
¿De dónde venimos? Me parece que para comprender mejor la particularidad del ministerio del diácono en la Iglesia, conviene repasar primero algunos puntos sobre el misterio de lasacramentalidad del ministerio apostólico, ya que es dentro de este ministerio que encontramos el diaconado. Es decir, mis observaciones acerca de El Diácono Permanente: su identidad, funciones y prospectivas se fundamentan en la naturaleza apostólica del diaconado.El ministerio del diácono, aunque diferente esencialmente del ministerio sacerdotal y episcopal, es junto a estos, una expresión de la apostolicidad de la Iglesia.
El Diaconado Permanente: identidad
El Laicado y el Diaconado
¿Qué somos? La constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, en su número 33 dice: «Los laicos reunidos en pueblo de Dios y formando el único Cuerpo de Cristo bajo la única cabeza, están llamados todos, como miembros vivos, a contribuir al crecimiento y santificación incesante de la Iglesia con todas sus fuerzas, recibidas por favor del creador y la gracia del Redentor» (Lumen gentium 33).
En las últimas décadas el laicado ha tomado gran ascendencia en la Iglesia. Después de las definiciones del Concilio Vaticano I sobre el Papado y sobre el Episcopado en el Concilio Vaticano II, ha surgido un llamado del mismo Vaticano II al laicado, no sólo como objeto de especulación teológica y como partícipe en el apostolado jerárquico de la Iglesia (SS Pío XI) sino como miembro de la Iglesia con una misión evangelizadora en el mundo. A fines del primer milenio ya había decaído el diaconado de occidente y en muchos lugares existía solamente como un paso al presbiterado. Vemos que el Concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a contribuir al crecimiento de la Iglesia.
Hoy por hoy, esparcidos por el mundo, seglares de ambos sexos, como ministros extraordinarios, administran la comunión dentro y fuera del templo; leen desde el ambón, cantan y dirigen la música, anuncian las peticiones de la Oración Universal y hacen todo tipo de moniciones durante la liturgia. Hay laicos y personas de vida consagrada que son cancilleres diocesanos, que administran parroquias, y que están a cargo de las caridades diocesanas. En algunos lugares de misión hay religiosas que bautizan solemnemente y otros religiosos y laicos son testigos oficiales del sacramento del matrimonio. En una palabra, esto y mucho más indica que ha llegado la hora en que los laicos participen más plenamente en la Nueva Evangelización.
Resurge el Diaconado en occidente
Las necesidades pastorales de la Iglesia han movido al Papa y a los Obispos a contar más y más con los laicos y personas de vida consagrada para ser auxiliares extraordinarios en su función de enseñar y de santificar. Pero he aquí que en tan interesante momento y sin quitarle el gran mérito a estos ministros laicales, el Concilio Vaticano II restaura el diaconado como ministerio ejercido en forma permanente en la Iglesia. Y surge la pregunta: ¿Por qué se quiere resucitar el diaconado cuando todo lo que hace un diácono lo hace igualmente un laico? El franciscano inglés del siglo XIV William of Ockham enunció la famosa y conocida «navaja de Ockham» (Quodlibeta n. 5. 9.1, art. 2, ca. 1324)) que llama a la cordura y desecha la extravagancia y dice así en latín: «entia non sunt multiplicanda sine necessítate»; en otras palabras: ¿Para qué complicar lo que es simple? Bajo esa óptica, la restauración del diaconado en la Iglesia latina parece una verdadera duplicación de ministerios que ya están en función y que dan buen resultado.
Los escolásticos nos dicen que «el ser precede al hacer». Nadie hace lo que no puede y ni dá lo que no tiene. Tal parece que el «ser» laico contiene la potencialidad como laico de hacer todo lo ya mencionado (y más). Por tanto, nos preguntamos: ¿Qué añade la ordenación diaconal al laico? ¿Por qué dar la ordenación que imprime carácter sacramental para un oficio que aparentemente no necesita de la ordenación ni del carácter? Estos argumentos siguen la lógica del mundo de los negocios que es el pragmatismo.
Se trata de un misterio
El Señor dice que «los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz» (Lc. 16, 18). Él alaba la previsión de los negociantes, no sus métodos. Pero aquí se trata de un misterioy no de un negocio. Se trata de un misterio, de un sacramento. Por lo tanto, parece que, lo que hace el diacono no es idéntico a lo que hace el laico, ciertamente no, en el orden de la gracia.
Diaconado, presbiterado y laicado
Hoy llega el diaconado, no como sustituto del presbiterado, no como amenaza al laicado, sino como heraldo: ¡ángel del Ευαγγελίσμος, es decir de la anunciación. Otro Gabriel que anuncie la Buena Nueva de Salvación! «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc. 1, 35). La imposición de manos crea al diácono como ministro ordenado, que, sin ser sacerdote, no es laico, sino clérigo; y que, sin ser laico no es sacerdote,pero sí está ordenado y no es Obispo. El diácono participa en el ministerio apostólico de la Iglesia que es el encuentro con el Señor. Por la ordenación diaconal s entra al estado clerical (Canon 266).
Cuando Gabriel anunció a María, la Madre de Dios dijo: «¿Cómo puede ser?» Lo dijo no por que no lo creyera, sino por que no entendía. Cuando el ángel le replicó, no le dio largas explicaciones, no pronunció una conferencia. Ella reaccionó sin otra conferencia. Solamente dijo: Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí, lo que has dicho»(Lc. 1, 35). Cuando los padres conciliares restauraron el diaconado en la Iglesia de Occidente, fue animados con la fe de que la Iglesia necesita ese ministerio apostólico enmarcado como ya lo hemos visto, entre el laicado y el presbiterado, como un brazo que le faltaba al obispo. El diaconado no viene como prótesis, no como miembro artificial, sino como brazo apostólico vivo por cuyas venas corre la sangre de Cristo-Siervo, el Hijo de la sierva del Señor.
Al decreto conciliar responde el diácono.!Aquí estoy: envíame! (IS 6,8) Responde porque cree que se cumplirá lo que el Concilio ha establecido. Pues, si falta una teología definitiva del diaconado, no falta la fe en su realidad revelada. El diaconado continúa la misión con Cristo por medio del maravilloso encuentro entre Dios y el ser humano en el sacramento.
Como hemos visto, la institución del diaconado se remonta al Nuevo Testamento. Todos conocemos al Protomártir, al Protodiácono San Esteban. San Lucas nos dice en los Hechos de los Apóstoles que éstos impusieron las manos sobre «siete hombres de buena fama, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría» para que atendieran las necesidades de las viudas de habla griega. Ellos eran de habla griega también y libraron a los apóstoles de las preocupaciones temporales para que se dedicaran mejor a la oración y a la predicación (Hc. 6, 3).
La palabra diácono viene del griego δіακονία (diakonνa) que en dos de sus formas, se emplea unas cien veces en el Nuevo Testamento queriendo significar ministerio/ ministro unas veces yservicio/siervo en otras (John N. Collins, Diakonia, Oxford University Press, 1990, pag. 3).
En los primeros años de la Iglesia vemos como el diaconado fue emergiendo. San Pablo en su carta a los Filipenses, escrita alrededor del año 57, hace referencia a los diáconos como orden en la Iglesia (Fil. 1, 11). También él habló con detalle sobre los diáconos en su primera carta a Timoteo (1Tim. 3, 8-10, 12-13).
Una ayuda sacramental única
Como San Esteban, el protomártir que predicó ante el sanedrín, y San Felipe, que catequizó al eunuco etíope, los diáconos desde el inicio no se dedicaron únicamente al servicio de la mesa. El Orden Sagrado consagra al diácono al ministerio del encuentro con Cristo Siervo dentro de ciertos marcos. «El diácono recibe el sacramento del orden para servir en calidad de ministro a la santificación de la comunidad cristiana en comunión jerárquica con el obispo y con los presbíteros. Al ministerio del Obispo y subordinadamente al de los presbíteros, el diácono presta una ayuda sacramental, por lo tanto intrínseca, orgánica e inconfundible. Resulta claro que su diaconía ante el altar, por tener su origen en el sacramento del orden, se diferencia esencialmente de cualquier ministerio litúrgico que los pastores puedan encargar a los fieles no ordenados. El ministerio litúrgico del diácono, también se diferencia del mismo ministerio ordenado sacerdotal» (Directorium, N.28; Lumen Gentium, 29). El diácono no es sacerdote, su oficio es el de servir.
San Ignacio de Antioquia escribe (ca. A.D. 105) «Diáconos de los misterios de Jesucristo… no son (ustedes) ministros de comidas y bebidas, sino servidores de la Iglesia de Dios» ( Ad Trall. III.1).
El diaconado: funciones
El ministerio diaconal es triple. El diácono se ordena al ministerio de la palabra, la liturgia y la caridad. Ministerio triple porque en el hacer del diácono, como persona que es, esos tres oficios son concéntricos. Quiero decir, que giran en torno a Cristo Siervo como a su centro en la persona del diácono. No se traza una circunferencia sin designar su centro primero para allí apoyar el compás. El centro define la circunferencia, como Cristo Siervo define el triple ministerio diaconal.
MINISTERIO DE LA PALABRA
El Episcopado y el Diaconado
El Concilio Vaticano II, al tratar del episcopado como cumbre del orden sagrado (y no sólo como su plenitud), lo coloca como centro de la vida de la Iglesia local. Los presbíteros y los diáconos son sus dos brazos con distintas funciones.
Durante la Oración Consecratoria de la Ordenación Episcopal, dos diáconos sostienen a los Santos Evangelios abiertos sobre la cabeza del ordenando. Terminada ésta y luego de haber ungido con el Santo Crisma la cabeza del nuevo Obispo, el consagrante principal toma el Evangelio, lo entrega al nuevo Obispo con estas palabras: » Recibe el Evangelio, y anuncia la palabra de Dios con deseo de enseñar y con toda paciencia» (Oración Consecratoria, Ordenación de Obispos, España).
El Espíritu Santo del cual el crisma es signo, es la fuerza vital que dinamiza la palabra del Evangelio que el nuevo Obispo va a predicar, porque, así como el Padre se manifiesta en este mundo por el Hijo, lo hace el poder de la vida divina, que es el Espíritu Santo. El nuevo Obispo, a quien Cristo ha llamado por su nombre, lleno del Espíritu Santo como los santos apóstoles en el día de Pentecostés, sigue sus huellas y sale a anunciar la Buena Nueva a un mundo moribundo que espera la palabra vivificadora.
Según el rito de la ordenación al diaconado, el primer aspecto del ministerio diaconal, es el ministerio de la palabra. Después de haber invocado sobre los ordenandos » el Espíritu Santo», continua el Obispo orando, «para que fortalecidos con tu gracia de los siete dones desempeñen con fidelidad su ministerio» (Oración Consecratoria, Ordenación de Diáconos, España). Una vez revestidos de estola y dalmática, reciben de manos del Obispo uno a uno, los Santos Evangelios, con estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituidomensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado» (Ritual de Ordenes, España).
Es importante notar el paralelismo entre los dos ritos de ordenación, la episcopal y la diaconal, en lo que respecta a la entrega de los Evangelios. En ambas se confiere el Espíritu Santo para que inflame la predicación del Evangelio. No es esta una simple coincidencia. Aquí se muestra la unidad del sacramento apostólico. En las ordenaciones episcopales, presbiterales y diaconales de rito bizantino se utiliza el mismo (idéntico) texto consecratorio para las tres, haciendo las inserciones de las palabras «obispo», «presbítero» o «diácono» según aplique. Ya nos habíamos referido al misterio de la sacramentalidad del ministerio apostólico, cuyo punto de partida es la continuación de la misión de Cristo. El Obispo, sucesor de los apóstoles, tiene el oficio de anunciar el Evangelio. Los presbíteros comparten ese oficio con el Obispo. Pero los diáconos, quienes no reciben la ordenación al sacerdocio, en la ordenación diaconal reciben también como ministros de Cristo Siervo, el oficio de predicar el Evangelio y de anunciarlo en al asamblea. Es más, el diácono ha de convertirlo en fe viva, enseñarlo y cumplirlo.
Así como el episcopado es la plenitud del sacerdocio, también es la plenitud del diaconado. En días señalados, en la Eucaristía, el Obispo lleva dalmática debajo de la casulla, y en la Misa de la Cena del Señor hace el lavatorio de los pies en dalmática, como Cristo diácono.
La Palabra de Dios en boca del diácono
El ser humano, en el orden del crecimiento, en la evolución sicobiológica, al nacer, primero tiene que respirar para seguir viviendo. Más tarde, ha de estar vivo cuando piensa. Pero, para comunicar el pensamiento, es menester hablar y, para hablar tenemos que estar vivos y respirando. Sin el aliento vemos que no sólo no hay vida, si no que sin el aliento no hay habla: no se puede retener la respiración y hablar a la vez. La palabra o se pronuncia en el aliento o simplemente no se dice.
En el orden sacramental, la palabra se hace hombre en el Espíritu Santo. La Madre de Dios decimos que concibió «por obra y gracia» del Espíritu Santo. Ella pronunció el Fiat , ¡hágase!, el Fiat que, lleno del Espíritu Santo, anuncia la nueva creación. Concibió María tanto en la mente y en el corazón, como en su seno materno, porque el Espíritu Santo es la vitalidad misma, el Santo Inmortal, el aliento divino sin el que ninguna criatura puede llegar a existir, mucho menos a concebir la palabra de Dios en su mente y llevarla a la boca para predicarla con efectividad. En las alas del Espíritu va la Palabra extendiendo el Reino de Dios hasta que haga nuevas todas las cosas (Apoc.. 21, 5).
Cuando el Obispo ordenante procede a la tradición de instrumentos de la ordenación diaconal, hemos visto que resuenan las palabras «has sido constituido mensajero» del Evangelio de Cristo. El texto latino dice, Accipe Evangelium Christi, cuius præco effectus es... La palabra que aquí llama la atención es la palabra præco. (Conocemos el oficio del pregonero; El diácono por virtud de la ordenación se convierte en præco, pregonero, del Evangelio. El texto castellano lo traduce como «mensajero». El texto inglés lo traduce como «herald». La traducción inglesa es más feliz porque implica un cargo oficial de anunciar. Los apóstoles fueron enviados por Cristo que es la persona que envía y está representada por el mensajero:Shalíah en el Nuevo Testamento que significa que el enviado «re»-presenta al que le envía. El diácono participa de ese oficio.
El diácono, desde el momento de su ordenación ya recibe del Obispo sucesor de los apóstoles el mandato de anunciar el Evangelio. Esto conlleva un cambio en lo más profundo de su ser. En la persona del diácono el soplo del Espíritu Santo se une ahora a su aliento físico para que lo que predique y enseñe no sea mera voz humana. Desde ahora la prédica y enseñanza del diácono ha de ser voz de Cristo, Dios y hombre verdadero.
El modo propio de la actividad diaconal, en virtud del sacramento del orden, ya no es el modo propio laical, tampoco es el sacerdotal. Pero no deja de ser sagrado. Es el diaconal: servidor en Cristo-Siervo. Las palabras de su boca proclaman el Evangelio imbuidas en la gracia del sacramento. El aliento ya no sólo es el físico, es también el espiritual, que está renovando la faz de la tierra de una manera distinta y especial a través del diácono. (Cf. Sal. 51[50], 12-14 y Sal 104 [103], 30).
Formación
Desde el punto de vista meramente humano, para que el diácono sea instrumento en que resuene la palabra de Dios es necesario que reciba formación tanto espiritual como teológica y técnica: las artes de hablar en público, de predicar y de enseñar. Como catequista también debe conocer la Biblia, tal vez no como un profesor, pero sí para poder vivirla y aplicarla a los hechos del diario vivir de los fieles. Ciertamente el ministerio de la palabra lleva la implícita obligación de conocer el Evangelio, de proclamarlo, predicarlo, vivirlo y difundirlo.
El Espíritu de los siete dones que se confiere por la ordenación es el de la sabiduría e inteligencia, el de consejo y fortaleza, el de ciencia, el de piedad y del santo temor de Dios (Is. 11, 2-4). El Espíritu obra sobre la naturaleza humana. Por eso la formación es importante para que los dones encuentren terreno fértil en el diácono.
Es de notar, que muchos diáconos trabajan en la catequesis bautismal y matrimonial. Ahí no se acaba la actividad diaconal. El diácono, ministro de la palabra, encarna esa palabra en sus ministerios de la liturgia y de la caridad.
El Ministerio de la liturgia
El diácono manifiesta por excelencia ante la Iglesia su diakonía cuando la recapitula sacramentalmente en la liturgia. Sus acciones y actuaciones en la liturgia son partes integrales a la misma y no meros adornos. En la liturgia cada cristiano tiene el derecho y el deber de prestar su participación de diferente manera…’Cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y solo aquello que le corresponde'» (SC n.28). Recordemos que la Iglesia y liturgia no son realidades separadas; la Iglesia, tanto en su aspecto local como en su aspecto universal, está presente en la liturgia, que es su sacramento. No hay liturgia sin Iglesia y no hay Iglesia sin liturgia. La Iglesia Universal subsiste y se participa en ella a través de la liturgia. Si somos católicos, miembros vivos de la Iglesia Universal, lo somos por cuanto celebramos y entramos en su realidad plena.
Es muy importante que el diácono conozca su oficio en la liturgia; que tenga inteligencia de las rúbricas y flexibilidad para saber adaptarse a distintas circunstancias, tales como las diferentes interpretaciones de éstas que muchas veces varían de parroquia en parroquia. El diácono es responsable ante la Iglesia, presente en la asamblea de culto, de servir bien, haciendo todo y solo aquello que le corresponde. Allí, en el altar ha de ser portavoz de las plegarias y necesidades de los fieles. Desde allí proclamará al pueblo el Evangelio y se dirigirá al mismo por las moniciones propias de su oficio.
Servir sin presidir: Imitadores de Jesús que «no vino a ser servido, sino a servir» (Mar. 10, 45)
Algunas personas tienen la tendencia de circunscribir la función litúrgica del diácono a los sacramentos del bautismo y del matrimonio y a otras cosas que el diácono «puede» hacer, olvidándose del oficio que define al diaconado, esto es, servir y servir sin presidir, facilitar, y no hacer sombra a los demás ministros. Sirva el diácono a la asamblea y al celebrante y a ministros estando al tanto de todo y de todos, sin que nadie tenga que advertírselo.
El diácono es un «facilitador» tanto dentro como fuera de la liturgia. En las ceremonias «asiste a los sacerdotes y está siempre a su lado; en el altar lo ayuda en lo referente al cáliz y al misal; si no hay algún otro ministro cumple los oficios de los demás, según sea necesario» (OGMR 127). Lo que se dice de la Misa, se dice de todos los ritos de la Iglesia.
Tenga, pues, en cuanta el diácono que, si ha de asistir al celebrante, debe saber bien el «cuándo» y «cómo» y el «por qué» de lo que el celebrante hace o dice en todo momento. Sea el diácono el «brazo derecho del celebrante» con dignidad, humildad y eficiencia. Si no actúa con inteligencia de su oficio se puede decir que estorba, que interrumpe la fluidez de las ceremonias.
Dice la introducción de la edición española de la Ordenación General del Misal Romano España (Andrés Pardo, OSB. Consorcio de Editores, 1978 )que «el verdadero maestro o director de la celebración debe ser un ministro que tenga una función dentro de ella, es decir, debe ser el diácono, quien no debe quedarse en figura decorativa y en mero acompañante del celebrante principal» (Parte Introductoria n.3, Orden General del Misal Romano España).
Cuatro situaciones
Si lo que acabo de citar es correcto, cabe preguntarnos por qué la mayoría de los diáconos hoy tienen una actuación limitada en la liturgia romana. Por eso conviene que ahora consideremos algunas de las causas y circunstancias que han contribuido a tal inercia diaconal. Lo haremos en lo posible, en orden cronológico.
En primer lugar, la idea siempre viva
En primer lugar: aunque el diaconado ejercido en forma permanente cesó casi por completo en la Iglesia de occidente por, más o menos un milenio, la liturgia latina mantuvo vivo el oficio diaconal en todas las ceremonias de la Iglesia . El diaconado, ciertamente, no cesó de existir en la liturgia. Ahora bien, como en la mayoría de las veces, no había diáconos, el oficio diaconal fue desempeñado por presbíteros vestidos de diácono, esto es, en dalmática. Las reformas del Concilio Vaticano II prohibieron a los presbíteros la práctica de vestir los ornamentos propios del orden diaconal, pero mantuvieron que en ausencia del diácono, los presbíteros revestidos de ornamentos propios al presbiterado, puedan ejercer el oficio del diácono, especialmente cuando celebra el obispo.
«Los presbíteros que participen en las celebraciones episcopales, hagan sólo aquello que les corresponde como presbíteros; si no hay diáconos, suplan algunos de los ministerios de éste, pero nunca lleven vestiduras propias del diácono» (Ceremonial de los Obispos, Renovado según los decretos del Sacrosanto Concilio Vat. II y Promulgado por la Autoridad del Papa J. P. II Consejo Episcopal Latinoamericano, 1991. Números 21 y 22).
Pasaron unos diez años entre el cese de la antigua Misa Solemne, con diácono y subdiácono, y la restauración del orden del diaconado. Tal parece que ese hiato fue suficiente para que la comunidad eclesial olvidara la antigua «misa de tres padres» con el ministerio diaconal tan intensivo que conllevaba. De pronto aparecieron los diáconos, pero su función en la liturgia ya era desconocida por muchos o se veía grandemente disminuida o reducida por otros. Lo que no ocurrió en un milenio, ocurrió en diez años. Ciertamente, las rúbricas de los ritos renovados fueron muy parcas. Solamente con la promulgación del nuevo Ceremonial de Obispos de 1991, se han aclarado muchos puntos oscuros y hasta mal interpretados de la renovación de los ritos litúrgicos del rito romano. Por eso tenemos que consultar el Ceremonial.
En segundo lugar, un oficio canalizado por otras vías
En segundo lugar: con la reforma post conciliar se llegó a establecer formalmente la participación laical en muchas funciones litúrgicas (cf. Directorio n. 41), que ya venía desde los pontificados previos al de S.S. Juan XXIII en la llamada «misa dialogada» (en la cual el pueblo respondía en latín todo lo que usualmente correspondía al acólito y recitaba el ordinario en latín con el celebrante) y también en la «misa comunitaria» (donde el pueblo cantaba una paráfrasis vernácula del Ordinario de la Misa) que el movimiento litúrgico había impulsado. Así, por ejemplo, se formalizó la llamada Oración Universal o de los fieles. Al faltar el diácono y al no haber un presbítero en dalmática que tomara su oficio, las intenciones de esta Oración Universal pasaron a un laico. Esta práctica está muy generalizada hoy día aunque el ministro idóneo, sea, en primer lugar, el diácono, y así lo establecen las rúbricas (C.E. 25) y la tradición oriental como occidental.
Como sucede con la Oración Universal, también sucede con otras funciones que son propiamente diaconales. Por ejemplo, dirigir las moniciones al pueblo (Ceremonial del Obispos Número26), servir al celebrante en el altar tanto en lo referente al libro como al cáliz (Ceremonial de Obispos Número 25).
En tercer lugar, ¿De cuando acá un diacono?
En tercer lugar, como efecto de lo antes dicho, el diaconado se restaura en el mundo que ya no le conoce. Es más, cuando llega un diácono a una parroquia que nunca ha tenido ese ministerio, tal parece que el nuevo ministro, le «quita» o le «roba» actuaciones a muchas personas, por ejemplo, al celebrante, al monitor, al turiferario, a los acólitos, a los ministros extraordinarios de la comunión, y así a otros tantos para mencionar solamente la Misa. Entonces se oye algo así: «esto siempre lo ha hecho un lector ¿Por qué se le da ahora a un diácono?».
Cabe mencionar, que en la Misa Solemne el celebrante llegó a recitar en voz baja el Introito, los Kyries, el Gloria, la Epístola, el Gradual y el Aleluya, el Evangelio, el Credo, la Antífona del Ofertorio, el Sanctus, el Agnus Dei y la Antífona de Comunión, sólo para mencionar algunas de las partes de la misa. Esto lo hacía el celebrante mientras el coro y el pueblo cantaban en latín sus partes respectivas y el subdiácono leía la epístola. El Evangelio lo leía el celebrante en voz baja primero y el diácono (presbítero vestido de dalmática) proclamaba solemnemente el Evangelio. Se llegó a pensar por algunos autores que la acción del celebrante era la única necesaria y que las funciones de los demás ministros y del pueblo eran superfluas. Lo importante era que el padre lo dijera y lo hiciera todo. Por este estado de cosas, la Constitución sobre la Sagrada Liturgia reiteró un principio muy antiguo y al parecer olvidado, y que dice así: «cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde» (SC n. 28).
Al ocupar su puesto en la nueva liturgia, el diácono debe ejercer todo su oficio y solamente su oficio. Para cumplir con este cometido, debe el diácono conocer bien su oficio. De nada sirve reclamar sin saber qué se reclama. Claro, que lo que se aplica al diácono, se aplica también al celebrante y demás ministros. Todavía hay algunos celebrantes que parecen no entender la presencia litúrgica del diácono que sirve sin presidir. Todavía lamentablemente se escucha la expresión «monaguillo glorificado».
En cuarto lugar, la asombrosa supervivencia del maestro de Ceremonias
En cuarto lugar: En la práctica ha sobrevivido a la renovación post conciliar del Vaticano II un ministro que no aparece en ninguna de las rúbricas e instrucciones u ordenaciones de los actuales ritos: esto es, el Maestro de Ceremonias; hoy por hoy, el ceremoniero muchas veces asume una autoridad tal, que tiende a inhibir de su oficio a los demás ministros, al diácono en particular.
El Ceremonial de Obispos propone la necesidad de un maestro de ceremonias, que coordine, organice, ensaye, dirija las ceremonias como preparación a las mismas. Pero dice claramente en su número 35 que el ceremoniero «coordine oportunamente con los cantores, asistentes, ministros, celebrantes, aquellas cosas que deben hacer y decir. Dentro la celebración obre con máxima discreción; no hable nada superfluo, no ocupe el lugar de los diáconos y de los asistentes al lado del celebrante«. Es de notar que el ceremonial menciona al ceremoniero en sus números 34-37 y luego no lo menciona más en sus 1210 números.
Percepción de un Obispo
Yo, como Obispo, les puedo decir con toda sinceridad que al Obispo le resulta muy práctico tener un ceremoniero que conozca exactamente el «cómo» y el «por qué» de lo que el Obispo requiere, tanto en las celebraciones de catedral, como cuando visita otras Iglesias, una persona así lo facilita todo e inspira confianza de que todo lo que se refiere a la persona y oficio del Obispo quedará bien. Yo creo, sin embargo, que no sólo un diácono ( como lo indica el número 36 del Ceremonial) puede hacer de ceremoniero, sino que el Obispo puede elegir un cierto número de diáconos para que sean sus «familiares» y que siempre desempeñen el oficio de los dos diáconos «asistentes» (antes llamados diáconos de honor) que atiendan al Obispo a su derecha e izquierda. Estos diáconos «asistentes» se ocupan de la persona del Obispo (n.26). Cuando el Obispo visita una iglesia, lleva a sus «asistentes» que saben bien como atenderle, por ejemplo, con la mitra, el báculo, el misal, el incienso, el hisopo, etc.; mientras aquellos diáconos (o diácono) que desempeñan el oficio de «ministrante» son los que tienen a cargo lo que se hace en todas las misas, como es la proclamación del Evangelio y la atención del altar con el cáliz y el misal. También son los «ministrantes» los que se dirigen al ambón para la Oración de los Fieles y las moniciones (números 25 y 26). Como dije anteriormente, hay distintos carismas entre los diáconos y algunos serían idóneos para servir de «asistentes» al Obispo, otros, los «ministrantes» pueden desempeñar las funciones que mejor conocen porque son las usuales.
Tenemos que rogar al Señor para que conceda una tregua, la proverbial paz de Dios, en que los maestros de ceremonias y los diáconos puedan estrecharse en un abrazo de paz, de concordia, amor y respeto mutuo.
Hay otras razones y circunstancias que contribuyen a que el diácono se vea disminuido en su oficio y quede reducido a un personaje pasivo en la liturgia. Se necesita que el pueblo y demás miembros del clero, esto incluyendo a algunos diáconos, sean catequizados en cuanto a la identidad y oficio del diácono. En la mente de muchas personas se pasa por salto del laicado al presbiterado. Se habla mucho de ministerios eclesiales laicales. ¿Dónde quedan los diáconos? Que se oiga más en las oraciones de los fieles «por las vocaciones al sacerdocio, al diaconadoy a la vida religiosa». Después de todo, el diácono es también «llamado» por Dios.
La Caridad, reduccionismo y realidad
Primero, ante todo, una aclaración necesaria: hay quienes caen un reduccionismo del diaconado al ministerio de caridad y este ministerio restringido a la acción social. Este es un peligro del que tenemos que estar conscientes para no caer en un concepto muy limitado del diaconado. Hay diáconos que poseen un carisma especial para el ministerio de la acción social dentro de la caridad, pero el diaconado no se puede reducir a la acción social solamente. Hay diáconos que han sido formados para la acción social y se les ha inculcado que todo lo demás es de segunda y terciaria importancia. Se llega a decir que el diácono no tiene por qué servir en el altar. El diaconado no se puede, no se debe reducir al servicio social.
La otra cara
Cuando se menciona la caridad, enseguida nos viene a mente el amor. «Dios es amor» (1 Jn. 4, 16). Da satisfacción pensar que el diácono sea ministro del amor porque el amor está al centro de la vida cristiana: ubi caritas est vera, Deus ibi est, que significa «donde hay verdadera caridad, allí está Dios». Además del ministerio de la palabra y el ministerio litúrgico, el diácono tiene como su responsabilidad el «ministerio de la caridad». Es sobre todo a este ministerio que se refiere a la elección de los «primeros diáconos» por los apóstoles, entre los cuales se encontraban San Esteban. Desde la situación presentada en Hechos 6, se ve al diácono llamado a este ministerio: la administración de la caridad, la solicitud por los necesitados fue siempre el oficio de los diáconos mientras éstos existieron en occidente. San Lorenzo, archidiácono de Roma es el mártir de la caridad y patrón de los diáconos entregados de una manera particular a este oficio del amor hacia los pobres a quienes reconocía como el tesoro mayor de la Iglesia..
La Iglesia siempre tendrá un lugar preferencial en su corazón para los pobres y los necesitados. La diakonia de la caridad es, por cierto, la responsabilidad de toda la Iglesia. El hecho, sin embargo, de que en la persona del diácono este servicio esté sacramentalmente ligado a la proclamación de la palabra y la celebración de la liturgia, demuestra que la caridad a la cual estamos llamados los cristianos tiene su origen en Cristo, en el misterio de su encarnación, muerte y resurrección. Este oficio que el orden episcopal confía al diácono en forma especial, es derecho y deber del diácono (Cf. Decreto Apostolicam actuositatem, no. 8) Es este un tesoro del cual el diaconado no puede deshacerse, tesoro que es de institución apostólica. Aún si la sociedad moderna extirpara completamente la pobreza, siempre habrá lugar para la caridad y allí, el diaconado.
Se dice que la caridad comienza por la casa. Dé el diácono el ejemplo por medio de su casa y familia construya la Iglesia doméstica. Dé ejemplo a través de su vida cotidiana. También de su predicación del Evangelio que ha de ser de palabra y obra. Dé ejemplo a través de su oficio litúrgico tan rico en caridad y amor. Nútrase de la oración individual, íntima.
El encuentro con Dios, que es amor, lleva al encuentro amoroso con el prójimo. Por eso el diácono debe conocer las necesidades del pueblo fiel, para incluirlas en la Oración Universal en la liturgia tanto de la Misa como de las Horas y en su oración privada. Incluya allí también las necesidades de los hermanos diáconos y demás clero. Presente las necesidades del prójimo ante la jerarquía y esté consciente de que estas necesidades son materiales, espirituales, culturales, de piedad y tradiciones populares, en una palabra, son necesidades humanas.
Ejercite la caridad sobre todo con los presbíteros. Dé apoyo moral y espiritual, de igual manera al Obispo. Hágalo aún cuando no reciba de los demás clérigos el apoyo que él necesita. Recuerde que a él se aplican las palabras del Maestro: «El Hijo del Hombre no vino para que le sirvieran, sino para servir» (Mc 10, 45). La generosidad del diácono para con el Obispo y los presbíteros debe ser mutua e ilimitada como es la generosidad del diácono Jesucristo.
A mis hermanos en el episcopado pido que se mueva a facilitar a los diáconos la accesibilidad a instituciones que requiera su presencia amorosa. Pienso en los hospitales y sobre las cárceles donde muchos gobiernos hacen el acceso casi imposible.
Infórmese el diácono sobre agencias públicas y privadas, así como órdenes religiosas, que socorran diferentes necesidades humanas. De esa manera el diácono podrá referir casos a dichas agencias o inclusive cooperar con ellas.
Forme asociaciones o grupos laicales, especialmente de jóvenes, para que, inflamados por el amor de Cristo, visiten y ayuden a los necesitados y trabajen a favor de los pobres.
Por último el diácono es agente de la justicia y la paz, ya que en virtud de su oficio de caridad tiene la responsabilidad de promover y siempre buscar el Reino de Dios y su justicia. El diácono ha sido ordenado, consagrado de por vida a ser sacramento, signo vivo, eficaz, del ministerio o servicio de Cristo en su Iglesia. Recuerde siempre el diácono que él es signo visible de Cristo Siervo en este mundo.
Es de notar que dando una vista rápida a los libros de ceremonias anteriores a los actuales, se revela la omnipresencia de los maestros de ceremonias. Por lo general había dos y en algunos casos tres. Ellos facilitaban todas las ceremonias y por ello se entiende su supervivencia hasta hoy. Pero su actuación era tan obvia, que parece que reducía al celebrante y demás ministros a un alto grado de incapacidad. Hoy en día no se menciona a los ceremonieros en los ritos renovados porque se supone que cada ministro conozca su oficio, tan plenamente como para desempeñarlo sin que otra persona tenga que prácticamente llevarlo de la mano, como se hacía antes.
La opción preferencial por los pobres
Por medio de esta postura ante las necesidades de las víctimas de la injusticia, la Iglesia busca dar testimonio de la solidaridad que es el tener el fruto del encuentro con Jesús, insistiendo que esta solidaridad no es algo «añadido» a la vida de la fe sino la consecuencia en el terreno de la historia de la conversión y la comunión creadas por el encuentro. Es decir, la diaconía de la caridad es inseparable de la diaconía de la palabra y de la liturgia ya que tiene el mismo origen que ellas en el misterio pascual.
A mí me parece que el diácono, ministro del altar, es la privilegiada representación de esta relación entre la Eucaristía (conversión y comunión) y la lucha por la justicia social.
Durante cientos de años, los diáconos fueron administradores de los bienes temporales de las comunidades cristianas y se ocuparon de las obras de caridad. El patrono de los diáconos, San Esteban, es ejemplo de esto. Ahora, quiero recordarles que aún cuando San Esteban es un ejemplo sublime de la diakonía; el encargado de la administración del dinero y de la caridad entre los Apóstoles del Señor fue Judas Iscariote… Por eso, el modelo supremo del diácono debe ser Cristo y sólo Cristo: Cristo Siervo del Padre, Redentor de la humanidad. En su «administración» el diácono debe, pues, de estar muy consciente de quién es su modelo y de quiénes son aquellos a quien sirven: Cristo, la Cabeza y la Iglesia en su cuerpo. Que no sea ya él, sino Cristo quien viva y actúe en el diácono porque «ahora quedan tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor» (1Cor. 13, 13).
Ministerio triple: Conclusión
Habiendo terminado de ver por separado los tres oficios del ministerio triple del diaconado sólo queda aclarar y de nuevo recalcar que hay carismas especiales y que unos diáconos pueden disfrutar más de un carisma que del otro. Así es la naturaleza humana. Ahora bien, por esto no se ha de entender que la Iglesia debe ordenar diáconos predicadores a solas, o diáconos liturgistas a solas o diáconos elemosinarios a solas. Estos oficios no se excluyen mutuamente. Se trata de tres oficios concéntricos y el diácono debe procurar desempeñarlos, de acuerdo con su llamado, con cierto sentido de proporción y ante todo, en la persona de Cristo Siervo.
- Prospectivas: (de cara al futuro) UNIGENTUSA FILIUS, IPSET ENARRAVIT: El Hijo único lo ha revelado (Jn 1, 17).
Hasta ahora hemos tratado de estudiar lo que constituye la identidad del diaconado permanente.
También hemos enumerado algunas de las funciones asignadas a los diáconos. Estos oficios se han presentado desde la perspectiva de la palabra, la liturgia y la caridad y hemos desglosado las funciones en cada una de sus perspectivas.
Ahora, presentaremos algunas de las prospectivas que según mi entendimiento tiene nuestra Santa Madre Iglesia para el orden del diaconado. Es de esperar que tras casi un milenio de la ausencia del diaconado permanente en la Iglesia de occidente, su aparición luego del Concilio Vaticano II, no ha sido entendida por muchos, ni aceptada por todos.
Hemos venido aquí para dejar por detrás al «hombre viejo». Junto a las tumbas sagradas de los apóstoles Pedro y Pablo venimos para entrar de nuevo en la fuente de nuestra identidad. Vamos a dejar el pasado para re-organizar nuestro ser. Vamos a renacer en nuestro ministerio, ya sea episcopal, presbiteral o del diaconado.
Aquí en el seno materno de nuestra Iglesia que da a luz al ministerio diaconal. El diaconado participa de la sacramentalidad del ministerio de los apóstoles. Por eso podemos hoy tratar de descubrir las posibilidades del diaconado hacia el futuro. Hemos visto las experiencias del pasado y los problemas del presente. ¿Cuáles son las oportunidades para el futuro? ¿Qué indica el encuentro personal con Cristo-siervo encarnado cuando nos encontramos hoy con él.
El encuentro nos revela que somos un ministerio tan antiguo como la Iglesia misma. También nos indica que estamos en proceso de resurrección después de mil años de letargo. ¿Sería indicado «reconquistar» o «capturar» lo que otros por siglos vienen haciendo en lugar nuestro? No, esa no es buena idea. Hoy otros hacen lo que los diáconos hacían en la antigüedad porque el ministerio apostólico se encargó de llenar sus lugares. Pero no se trata tampoco de inventar o diseñar nuevas áreas para el «nuevo» ministerio diaconal. Se trata de una conversión general: de reconciliarnos para unir esfuerzos. El trabajo sobra. Hay trabajo para repartir entre todos los llamados: unos llegaron a primera hora, otros a última hora (cf. Mt. 20, 1). Entendemos todos que los pensamientos de Dios, no son como los nuestros. Ahora él llama, a esta hora de gracia nos llama, temprano o tarde, sea la hora que sea. De él viene todo; de nosotros nada. La hora de convertirnos ha llegado, no de imponernos.
Nuestro triple ministerio es el mismo: se trata de desarrollarlo y no de buscar otro nuevo o distinto. Por lo tanto:
Sea le diácono ministro de la palabra tanto en la liturgia como en los medios de comunicación masiva. Sea catequistas en las parroquias, cárceles, en la vida pública.
Sea el diácono ministro de la liturgia en toda su extensión. En lo que preside como en lo que no preside. Desarrolle el servicio sin presidencia, que es el que le es propio. Facilite la celebración de todos para extender la comunión con Cristo y su Iglesia. Que su ministerio litúrgico contribuya a la belleza y fluidez de las ceremonias, que es donde se optimiza el encuentro entre Dios y la humanidad y entre el ser humano. Que propicie ese encuentro en el esplendor litúrgico de la belleza, la santidad y la verdad.
Que su caridad sea sincera en el amor. Caridad que ejerce en el predicación del Evangelio y en el servicio litúrgico. Caridad que se desborda hacia los más necesitados y que ejerce hasta en lo más oculto, donde sólo dios se entera porque es en el pobrecito sin personalidad pública que Cristo personalmente sufre. En el silencio de nuestra nada salta la palabra: es Cristo quien nos llama a cada cual por su nombre y nos dice «sígueme».
La Oración consacratoria del rito de ordenación al diaconado comienza así: «Escúchanos, Dios Todopoderoso, que distribuyes las responsabilidades, repartes los ministerios y señalas a cada uno su propio oficio; inmutable en ti mismo todo lo renuevas y lo ordenas, y con tu eterna providencia lo tienes todo previsto y concedes en cada momento lo que conviene, por Jesucristo, tu Hijo y señor nuestro, que es tu Palabra, Sabiduría y Fortaleza». Ahora yo les digo que es aquí, en este momento jubilar e histórico que Dios nuestro Padre y creador y sabio en sus acciones les ha llamado al diaconado para que sean los pioneros, los portaestandartes de este estado clerical al final y al inicio de dos milenios. Los ojos de la Iglesia están en ustedes, si la providencia los favorece en su ministerio, el oficio del diaconado permanente atraerá muchas bendiciones a la Iglesia. Hoy día, a ustedes les ha sido encomendado ejercer el
diaconado en la Iglesia que se apresta a revelar a Dios en la Nueva Evangelización. Por lo tanto, en sus manos está parte del plan de salvación de Dios. Ustedes son diáconos del nuevo milenio, diáconos de la Nueva Evangelización.
Debido a su cercanía a los fieles laicos, tomando en cuenta que un gran número de ustedes trabajan en compañías, empresas, industrias, agencias gubernamentales, algunos son líderes obreros, ejercen en el magisterio católico o secular, dirigen un negocio propio o familiar, esto les hace llegar a esos fieles de una manera particular. Es por esto que la Iglesia espera que ustedes cultiven aquellas virtudes que los apóstoles buscaron y encontraron en los primeros siete diáconos. Esperamos que ustedes sean hombres de buena fama, entregados al servicio de los más necesitados, que gobiernen bien a su familia para que así sean luz del mundo y sal de la tierra y que continúen con la misión de llevar a Cristo a todo el mundo.
Ustedes están llamados a conocer, proteger y a valorar a su identidad diaconal. La Iglesia les urge que se distingan por la integridad de su ministerio. Este ministerio debe caracterizarse por un equilibrio saludable entre los oficios de la palabra, la liturgia y la caridad.
En estos tiempos donde debido al consumismo desmedido, la materialización de la sociedad, la pérdida de valores en muchos lugares ha ocasionado el crecimiento de la cultura de la muerte, su vocación al diaconado les constituye a ustedes en brazo invaluable del Obispo. Hoy día su oficio diaconal con el de los sacerdotes es muy necesario para el proceso de conversión que tanto necesitamos.
Debido a que muchos de ustedes han recibido el sacramento del matrimonio y a algunos también Dios les ha bendecido con el regalo de sus hijos y de sus hijas, su ministerio diaconal les exige brindar un testimonio viviente de lo que constituye una verdadera familia cristiana en medio nuestro. Ustedes con mayor empeño deberán por esforzarse en convertir a su familia en una iglesia doméstica y ser buenos esposos como lo es Cristo de la Iglesia. Es en su familia donde primero ustedes han de ejercer su oficio de la palabra, la liturgia y la caridad.
El documento del Concilio Vaticano II, Ad gentes divinitus, en su número 16, plantea la necesidad de que el diácono en nombre del párroco o del Obispo sea enviado a dirigir comunidades cristianas distantes. Esta necesidad plantea la posibilidad de que en algún lugar ya sea por ser distante o por haber escasez de sacerdotes, el Obispo le puede pedir que usted le asista en la administración de esta comunidad parroquial como ministro encargado, ejerciendo su oficio para promover la misión de Cristo.
«El que ha recibido el don de la palabra, que la enseñe como palabra de Dios. El que ejerce un ministerio, que lo haga como quien recibe de Dios ese poder, para que Dios sea glorificado en todas las cosas, por Jesucristo. ¡A él sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!» Amén. (1Pedro 4-11).