Homilía del Diácono Enrique Palet Claramunt

 

En la Misa del 30 º aniversario de su ordenación

 

Conferencia Episcopal de Chile

Parroquia La Natividad del Señor, Santiago, Chile, 9 de diciembre de 2009

 

La crónica de la celebración de esta Misa se encuentra en la sección “Información General” de esta edición.

 

Hace cinco años, al cumplir los 25 años de ordenación diaconal, hablé de mí mismo, de mi trayectoria y de mi experiencia junto con Eliana y mi familia en el servicio diaconal. Ahora, al preparar esta homilía me pareció que debía hablar más bien de la Misión Continental a la que nos ha convocado nuestro arzobispo, sobre todo en la perspectiva del Diaconado Permanente, e iluminados por la Palabra de Dios que acabamos de escuchar y por el modelo de vida que nos ofrece hoy la Iglesia con San Juan Diego Cuautlatoatzin, cuya Misa de su Memoria celebramos ahora.

Indígena de la etnia de los chichimecas, nació el año 1474 en Cuautitlán. Su nombre original era Cuautlatoatzin, que significa “El que habla con un águila”. Era casado. Su esposa se llamaba Malintzin y tenían un hijo adoptado. Ya adulto, a los 50 años, recibió el bautismo junto con su esposa, pasando a llamarse respectivamente Juan Diego y María Lucía. Trabajaba confeccionando tejidos artesanales que vendía junto con otros productos. Tenía algunas propiedades, entre ellas la casa donde habitaba junto con su tío, y algunos otros bienes. Su esposa falleció cinco años después, en 1529, cuando él tenía 54 años.

Tres años después, a los 57 años de edad, ya viudo, ocurrió el llamado “Acontecimiento Guadalupano”, que es lo más conocido de su vida: los encuentros que tuvo con la Virgen y el milagro con el que ella probó ante la autoridad de la Iglesia y el pueblo fiel su presencia y la validez de su mensaje de armonía y paz con los sencillos y los pueblos indígenas. Lo hizo mediante la grabación milagrosa de su imagen en la “tilma” de Juan Diego (su poncho), la que conocemos como la Virgen de Guadalupe, Patrona de América.

 

Su experiencia de fe, acrecentada en los encuentros con la Virgen, lo transformó interiormente y, con gran desprendimiento y entrega, regaló todas sus pertenencias y, con permiso de su obispo, se fue a vivir a una pequeña pieza pegada a la capilla donde quedó ubicada la imagen de la Virgen.

Dedicó el resto de su vida sirviendo a la Reina del Cielo hasta su muerte. Acogía y atendía con gran amabilidad a los peregrinos que llegaban a todas horas, para transmitirles el mensaje de la Virgen y la revelación del amor salvador de su Hijo Jesucristo. Con gran humildad, devoción y prontitud realizaba todo tipo de trabajos, como barrer, cargar y llevar todo lo necesario para sostener y mantener la ermita. Y también pasaba largo tiempo en oración.

Era laico, pero sospecho que si en esos tiempos hubiera estado ya restaurado el ministerio del Diaconado Permanente en la Iglesia, tal como lo entendemos hoy, pudo haber sido ordenado Diácono Permanente. A su modo, en su tiempo, ejerció el ministerio de la Palabra, el servicio al Altar, y el servicio de la koinonía en la construcción de la comunidad y el servicio de la Diakonía en la atención a los necesitados de ayuda espiritual y material. Sería, me imagino, un santo diácono.

Murió en 1548 a los 74 años y fue canonizado el año 2002 en la Basílica de Santa María de Guadalupe, en México. Los santorales actuales lo denominan con su nombre de bautismo: Juan Diego, y le agregan su nombre original indígena Cuautlatoatzin.

Estamos en tiempos diferentes a los de Juan Diego. La evangelización, que él vivió intensamente, muestra signos claros que reclaman por un nuevo y potente esfuerzo misionero. Es a lo que nos convocan nuestros Obispos de América Latina en Aparecida, también nuestros Obispos de Chile en sus Orientaciones Pastorales, y en particular nuestro Pastor en Santiago, el Cardenal, que hoy nos preside. La Misión Continental en la que estamos comenzando a empeñarnos es una invitación a recorrer, en cierto sentido, el camino del pueblo de Israel que nos recuerda Isaías en la Primera Lectura de hoy. Se anuncia el retorno a la patria, en que el mismo Dios caminará al frente de su pueblo Israel. Ahora éste se levanta, porque viene algo totalmente nuevo: se oye la voz de Yahvé y por eso hay que preparar el camino para que encuentre un pueblo bien dispuesto a recibirle. Su venida hay que anunciarla a todos los hombres para que también crean en su poder. El alegre mensaje de la palabra bíblica que resuena también para todos nosotros ahora es éste: "Súbete a una montaña elevada, alegre mensajero para Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas buenas noticias a Jerusalén, levántala sin miedo. Di a las ciudades de Judá: «Aquí está tu Dios, aquí está el Señor». Él apacienta como un pastor a su rebaño y amorosamente lo reúne: lleva en brazos los corderos, y conduce con delicadeza a las que acaban de parir".

Hermanas y hermanos, Aparecida es nuestro anuncio y la Misión Continental entre nosotros busca aterrizarlo ahora: regresemos a vivir nuestra fe en la comunidad de los discípulos, preparando el camino para la vuelta a la casa del Padre, hagámoslo profundizando nuestro encuentro personal y comunitario con el Señor, para transformarnos en los misioneros que anuncian la buena noticia del Señor a un pueblo dispuesto a recibirle. La Misión Continental entre nosotros es la convocatoria para que, como alegres mensajeros del Señor clamemos ante todos, sin miedos y con convicción, con la voz poderosa de nuestro propio testimonio de vida, que entre nosotros está Dios, disponible para acoger a todos con corazón misericordioso.

Es lo que, acorde con la realidad de su tiempo, hizo nuestro modelo de hoy, el buen Juan Diego Cuautlatoatzin, ayudado, al igual que lo podemos estar nosotros, por la presencia maternal e intercesora de María Santísima, a quien hemos acudido este mes en busca de su mensaje orientador y consolador. Juan Diego renunció a lo que estaba haciendo y a sus apegos y se fue a servir humildemente para anunciar y para testimoniar el amor del Señor por los humildes a través de la intervención de la Virgen de Guadalupe. Y vaya que lo logró: en el pueblo mexicano se despertó hace casi 500 años una fe poderosa, animada por Nuestra Señora de Guadalupe, que aún persiste con gran vigor.

Siento que este llamado nos toca a todos, pero hoy quisiera decir que nos toca particularmente a los diáconos permanentes casados. Nuestra condición de haber sido llamados por el Señor, a través de la Iglesia, no sólo al sacramento del Orden Sagrado, sino aún antes al sacramento del matrimonio, nos pone, creo yo, y de acuerdo a la vocación personal de cada uno, en medio de las realidades de la vida de aquella gente que está más allá del ambiente cotidiano o dominical de la parroquia, o de las demás estructuras de nuestra Iglesia. Por esto, me parece que los di&aacute
;conos permanentes, junto con nuestras esposas, tenemos el desafío de estar en la vanguardia de esta transformación personal, pastoral y eclesial que es la Misión Continental entre nosotros, para así, parafraseando al profeta Isaías, “subirnos a ese alto monte de estos tiempos, como alegres mensajeros que claman con voz poderosa, sin miedo, diciendo «Ahí está su Dios», que recoge en brazos y trata con cuidado a todos y especialmente a los que acaban de llegar al redil del Padre”.

Leí un comentario de un autor que no recuerdo, que dice que en el evangelio de hoy se cumple una vez más esa palabra de Isaías. La imagen del pastor del AT, que apacienta su rebaño y cuida de los corderos la encontramos hecha realidad en Jesús, el buen pastor que da la vida por sus ovejas, por todas ellas, pero que acoge especialmente a las extraviadas, porque no quiere que se pierda ninguno de sus pequeños. Para Él todos somos importantes, incluso quien pareciera que no lo es. También busca a muchos que por diversas razones se alejaron del rebaño. Con su actitud nadie está alejado, nadie corre el riesgo de sentirse perdido definitivamente. Nadie es proscrito por muy grandes que sean sus defectos o limitaciones. Jesús rompe moldes y esquemas; deja lo que tiene, deja su círculo y va en busca de quien parecía haberse ido sin vuelta.

Ésta es la actitud a la que nos llaman nuestros pastores ahora, al invitarnos a recorrer el camino del discipulado misionero. A salir de nuestro ghetto, de nuestra parcela algo encerrada entre los muros del templo y su entorno, del gozo de vivir en nuestra pequeña comunidad y con una religiosidad marcada por la fuerza del acostumbramiento. Se trata ahora, como lo señala el profeta Isaías y nos lo enseña el Señor a través de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, de estar más preocupados por los de fuera que por los de dentro, sin olvidarnos por supuesto de cultivar nuestro ser seguidores de Jesús, creciendo paulatinamente en nuestra espiritualidad de auténticos discípulos en la Iglesia. Muchas veces nuestras comunidades parroquiales o de base o de movimientos se pierden, como decía otro autor por ahí, “por la contemplación narcicista de sus propios éxitos o de su propia clientela, dándose vueltas sobre sí mismas”.

Si queremos que la Iglesia sea profética en nuestros tiempos, tendremos que dedicar mucha mayor atención, energías y recursos a revisar nuestros habituales trabajos pastorales para innovar y ocuparnos mucho más de quienes se encuentran alejados, y especialmente aún de quienes van quedando marginados en una sociedad que sólo valora a los "grandes" y deshace a los "pequeños". Tendremos que hacernos cada vez más servidores de quienes sufren y son despreciados, ya sea moral o materialmente, por las consecuencias de aquellos cambios sociales y culturales de nuestra época que son deshumanizantes. Acompañándolos y acogiéndolos en nuestro seno, como corderos perdidos o recién nacidos. Y, desde luego, asumir, como ha sido a lo largo de la historia de la Iglesia, los costos que esto implica.

Sin duda todos estamos llamados a vivir nuestra fe también en estas dimensiones, pero de nuevo, el testimonio y la vida pastoral del Diaconado Permanente está llamado a desempeñar un papel de vanguardia en este empeño de la Iglesia. Hace poco tiempo, el Cardenal Claudio Hummes, prefecto de la Congregación para el Clero, en la Santa Sede, nos exhortaba a los diáconos permanentes con estas palabras: “Traten de construir una sociedad justa, fraterna, pacífica. Que la reciente Encíclica de Benedicto XVI “Caritas in veritate” sea vuestra guía”.

En lo que nos corresponde a los diáconos permanentes, que es esforzarnos, con la ayuda de la Gracia sacramental, para ser imágenes de Cristo Siervo en la Iglesia y en el mundo, y no la de ser imágenes de Cristo Cabeza de la Iglesia, que es lo que corresponde a los Obispos y a los Sacerdotes, nosotros también ejercemos la triple función pastoral en la Liturgia, en el ministerio de la Palabra de Dios, y en el servicio de la Caridad, especialmente en esto último. Pero, buscando seguir siempre la guía de nuestro Obispo, sus Vicarios y los sacerdotes con los que colaboramos, los campos de acción y las formas en que desempeñamos estos servicios, nos permiten abrirnos a desarrollar nuestro ministerio justamente en las amplias necesidades que nos pide la Misión Continental en el mundo de hoy, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en la sociedad y en nuestra actividad parroquial. De esta manera podemos, repito, parafraseando a Isaías y asumiendo la enseñanza de Jesús en el evangelio de hoy, “subirnos a ese alto monte de estos tiempos, como alegres mensajeros que claman con voz poderosa, sin miedo, diciendo a todos «Ahí está su Dios», que recoge en brazos y trata con cuidado a todos y especialmente a los alejados, a los heridos, y los que acaban de llegar al redil del Padre”.

Perdónenme otra reiteración: En la medida de la realidad de su tiempo, esto es lo que hizo nuestro modelo, Juan Diego Cuautlatoatzin. Renunció a lo que estaba haciendo y a sus apegos y se fue a servir humildemente para anunciar y para testimoniar el amor del Señor por los necesitados de Dios, haciendo presente su Reino. Y vaya que lo logró.

Hermanos y hermanas, en la Eucaristía el Salmo responsorial se llama así porque busca expresar la respuesta del pueblo a la Palabra de Dios. La Iglesia, inspirada por el Espíritu Santo, nos convoca a todos sus hijos al anuncio misionero en estos tiempos desafiantes, como los que vivió en su momento del pueblo de Israel. Acojamos este llamado y con gozo y alegría, sin miedo, respondamos como el salmista que acabamos de escuchar: “Cantemos un canto nuevo, que toda la tierra cante al Señor. Propaguemos su grandeza entre las naciones, sus maravillas entre todos los pueblos. Porque el Señor es grande y digno de alabanza”. Amén. 

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