Una breve historia del diaconado permanente en la Diócesis de Brooklyn, Nueva York

Las primeras noticias de la restauración del diaconado como estado permanente, siguiendo la decisión de los Padres conciliares del Vaticano II, las recibí en 1969, cuando el Director de vocaciones de la diócesis me preguntó si estaría interesado en asistir a una reunión que iba a tomar lugar en el seminario diocesano. Asistí a ella y pude comprender que para Dios no hay coincidencia: el anhelo de servirle de una manera más profunda por tantos años, había sido respondido e inmediatamente contesté que sí a la pregunta que se me hizo sobre si estaba interesado en formar parte de la primera clase de candidatos.

En una fría mañana de 1971, después de haber pasado un año suministrando documentos y pasando entrevistas, nos reunimos ciento veinticinco hombres, algunos rebozando de juventud y otros con cabellos plateados por el paso inevitable del tiempo. Nuestra diócesis es la más étnicamente diversa de los Estados Unidos, diariamente se celebra misa en 29 idiomas o dialectos y allí  estaban presente los que originalmente habían nacido en estos nortes y muchos de nosotros en tierras lejanas, pero todos unidos por el mismo común denominador: Cristo servidor.

Durante los próximos cinco años nos formaron, académica y espiritualmente. Se nos asignó un Director espiritual y más tarde un mentor, y el 3 de diciembre de 1971, el Ordinario impuso sus manos a 28 de nosotros y nunca más hemos vuelto a ser los mismos.

Cada año, por la próxima década, se ordenaron muchos y a todos se nos puso a ejercitar nuestro ministerio en las parroquias: bautizando, casando, enterrando a los muertos, proclamando la Palabra y predicando el mensaje, los domingos en las celebraciones eucarísticas, pero de muchas maneras en los centros de trabajo, en los hospitales y asilos de ancianos, dándole pan al hambriento y de beber al sediento, en las cárceles y en los orfelinatos. Poco a poco hemos entrado en cada sector de nuestro mundo católico hasta permearlo con nuestra presencia y darnos cuenta de que nuestro ministerio ha hecho la diferencia.

Han pasado los años, y con ellos han aumentado el número de ordenados. Académicamente, el programa se ha intensificado, los requisitos son mayores, pero aunque el número de interesados fluctúa, el ardor sigue siendo el mismo. Nuestros padres episcopales nos apoyan grandemente, de hecho el Ordinario que tenemos hace ya catorce años, ha hecho posible que los diáconos de nuestra diócesis ocupen posiciones antes limitadas al presbiterado: todos los maestros de ceremonias episcopales son diáconos; los secretarios de los obispos, son diáconos; el director del Programa del diaconado permanente es un diácono y el que está a cargo de los asuntos técnicos del mundo de la Internet es también un diácono; el director del personal clerical también es un diácono, sin contar aquellos que trabajan en las parroquias en los asuntos administrativos locales.

Algunos de nosotros nos reunimos mensualmente en nuestros hogares para orar juntos y convivir; dos veces al año vamos de retiro, una vez solos y otra con nuestras esposas y tanto en inglés como en español, se celebra un encuentro a nivel nacional una vez al año.

De hecho, no son palabras mías, sino las de uno de nuestros Padres episcopales que declaró que el diaconado permanente se iba a constituir en la espina dorsal de nuestra diócesis. Por supuesto, eso suena a música en nuestros oídos.

Y en eso estamos. No todo es jardín de rosas, las espinas siguen evidentes, pero vamos día a día cumpliendo con nuestra promesa hasta el máximo de nuestra capacidad, en la esperanza de que llegue el día en que se nos diga: “Siervo fiel, ven a disfrutar del banquete”. Estoy seguro que ese sueño se convertirá en una eterna realidad.

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