Temas de reflexión: "Carta a los Divorciados: También son hijos de Dios". Diácono Víctor Loaiza Castro

Desde que me ordené como Diácono Permanente en Septiembre del año 1988, he tenido la oportunidad de tratar con muchas personas divorciadas y he podido comprobar en algunas, un gran dolor por sentirse alejadas de la Iglesia, en otras la idea que la Iglesia, por su condición las ha excluido, otras un tanto desorientadas.

He podido comprobar con mucha alegría que algunas parejas se han acercado a mí con más confianza que a un sacerdote y los he podido ayudar a que continúen con su vida, teniendo al Señor cerca, quien al final nos juzgará al final de los tiempos.

En el Gran Jubileo del tercer milenio de la evangelización, el arzobispo de Guayaquil, Monseñor Juan Ignacio Larrea Holguín (Q.E.P.D.) dirigió una carta pastoral a los Divorciados de la Arquidiócesis, la cual, con mucho cariño la transcribo, ya que lo que plantea esa carta hace 16 años, es totalmente vigente en la actualidad y como diáconos creo que podemos hacer mucho bien ayudando fraternalmente a las personas que se encuentran en esta situación; también lo corrobora el Papa Francisco en su Exhortación Amoris Laetitia.

El Gran Jubileo del tercer milenio de la evangelización llama a toda clase de personas a la conversión, a una actitud de esperanza que mueva hacia el cambio salvador.  Quienes se encuentran en duras situaciones, en difíciles circunstancias, deben aún con mayor afán buscar la reconciliación con  Dios y la paz de sus almas.

 Nunca es buen remedio el de esconder el mal.  Tampoco podemos justificar lo injustificable, ni engañarnos aduciendo que hay vicios, pecados o miserias que las padecen muchos.  Si el mal se ha difundido extraordinariamente, quiere decir que es peor y se requieren remedios también extraordinarios para detenerlo y curarlo.

 El divorcio es un gran mal: el grande pecado social de nuestros tiempos.  Es tan serio porque ha llegado a torcer la conciencia misma de multitudes; porque desbarata continuamente la paz de los hogares; porque deja en la orfandad voluntaria a miles de niños; porque amenaza con destruir el sentido mismo del amor humano como entrega  exclusiva y permanente; porque ataca de modo brutal la hermosa virtud de la fidelidad, y a la no menos hermosa virtud de la castidad; porque lleva fácilmente al descreimiento, al abandono de la religión y, seguramente, a la condenación eterna de cantidades de personas.

 Lo dicho, y otras consideraciones que podrían hacerse, no significa que necesariamente esté en pecado quien se halla divorciado. En primer lugar, no tiene responsabilidad el que no ha dado ocasión ni motivo para el divorcio, se ha opuesto a él y se mantiene fiel hasta la muerte: puede encontrarse víctimas, incluso heroicas, del divorcio”.

 El Papa Francisco en su Exhortacion Amoris Laetitia, de reciente publicación, nos señala:

En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien de los hijos exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a una gran injusticia, a la violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que « hay casos donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad y la indiferencia ». Pero « debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil ».

 Ofende gravemente a Dios, el que desconoce su ley, el que contradice la palabra infalible de Cristo: lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.  Mayor aún es el delito del que culpablemente destruye la paz de su hogar y además recurre al divorcio.  Pero aún entre estas personas, totalmente extraviadas, existen a veces circunstancias atenuantes y hasta puede pensarse en carencia de imputabilidad por estados mentales anormales, por ignorancia crasa e inculpable o por presiones irresistibles del ambiente, etc.

 En una palabra: aunque el divorcio es en sí un grave pecado, un mal de incalculables consecuencias para las personas y para la sociedad, nadie debe erigirse en juez para  condenar a los divorciados y sólo hemos de temer el juicio perfectísimo de Dios, quien nos ha de juzgar a todos.

 Cada persona que se halle en esa situación anómala sí debe considerar en su conciencia su propio grado de culpabilidad.  Si se reconoce el mal, se está dando el primer paso hacia la conversión. Lo peor consiste en obstinarse en no querer ver, en no darse cuenta, o en ocultarse ante la propia conciencia. El hombre puede llegar a engañarse, y fácilmente engaña al prójimo, pero a Dios no se le engaña jamás.

 El divorciado o la divorciada que reconoce su propio error y pecado, ha de procurar repararlo, desagraviar a Dios y reparar el daño hecho a la sociedad (comenzando por su propia familia, tal vez, sus hijos).  Esta auténtica contrición reparadora exige no faltar la fidelidad conyugal, mantenerse casto; lo cual puede resultar difícil, pero nunca imposible, y da la oportunidad de grandes méritos espirituales.

 Además, una persona que permanece fiel a la fe, dócil a los mandamientos del Señor, y consciente de que ha cometido un mal que debe reparar, se esforzará por compensar su descarrío con abundancia de obras buenas.  La primera de todas consistirá en perdonar de corazón a quien le ha sido infiel o le ha agraviado, ésta es la condición indispensable para el perdón de Dios.

 La dedicación delicada, llena de abnegación a los hijos, si los hay, o al cuidado de otras personas necesitadas, señala igualmente un camino de redención.

 Desde luego, la Iglesia ha enseñado siempre que las personas que se hallan en esa situación irregular, no pueden recibir los sacramentos de la Eucaristía y Penitencia.  Pero, si bien no pueden confesarse y comulgar hasta que no reparen el mal y rectifiquen su vida, en cambio sí pueden y deben suplicar al Señor, hacer oración, asistir a la Santa Misa, ejercitar muchas buenas obras, que les preparen precisamente para enmendarse y recibir la gracia.

 Otro aspecto importante que debo recordar a los divorciados: en la medida de lo posible han de evitar el escándalo, en el sentido propio de la palabra, esto es, el inducir a otros al pecado. Si hacen la apología del delito, si ponderan la felicidad de hallarse en una situación ilegítima, si exhiben innecesariamente su condición de divorciados, en mayor o menor medida están Induciendo a otros a que vayan por ese mal camino.

 El divorcio, desgraciadamente, se ha difundido notablemente en nuestro tiempo, por estos nuevos pecados de muchos, que presentan el divorcio como un paraíso deseable mientras se oculta sistemáticamente las terribles torturas de las conciencias, las flaquezas de la carne, que no se curan con concesiones al pecado, los desequilibrios psicológicos en los cónyuges y en los hijos.

 El Papa Francisco continúa con su Exhortación diciendo:

Los Padres indicaron que « un discernimiento particular es indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de escucha especializados que habría que establecer en las diócesis ».

  Al mismo tiempo, « hay que alentara las personas divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o su situación de pobreza es grave ».

Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar la existencia. Una persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.

 A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que « no están excomulgadas » y no son tratadas como tales, porque siempre integran la comunión eclesial.  Estas situaciones « exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado expresa precisamente su caridad »

 

Monseñor Juan Ignacio, con mucha visión describió la situación en que vivía la sociedad en ese momento y el Papa Francisco en gran parte corrobora lo que estamos viviendo en esta época.

Como diáconos permanentes, la mayoría casados, debemos trabajar arduamente por estas personas que se encuentran en esta situación irregular y que también son hijos de Dios y por lo tanto, nuestros hermanos.

 

Diácono Víctor Loaiza Castro

 

 

 

 

VIÑETAS DEL ARTICULO

 

  1. “El divorcio es un gran mal: el grande pecado social de nuestros tiempos. Es tan serio porque ha llegado a torcer la conciencia misma de multitudes; porque desbarata continuamente la paz de los hogares… porque ataca de modo brutal la hermosa virtud de la fidelidad…”  (+)Monseñor Juan Ignacio Larrea Holguín

 

  1. “En una palabra: aunque el divorcio es en sí un grave pecado, un mal de incalculables consecuencias para las personas y para la sociedad, nadie debe erigirse en juez para condenar a los divorciados y sólo hemos de temer el juicio perfectísimo de Dios, quien nos ha de juzgar a todos”.  Papa Francisco

 

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