Primera Catequesis del Jubileo de los diáconos. Diácono Manuel Abadias: "El diácono, imagen de la misericordia para la promoción de la nueva evangelización en la familia"

El Jubileo de los diáconos en este año de la Misericordia  comenzó en Roma el día 27 de mayo, viernes, con una serie de conferencias  sobre el tema “El diácono, imagen de la misericordia para la promoción de la nueva evangelización…”. Estas comunicaciones se realizaron por grupos lingüísticos.

En relación con los los diáconos de lengua española y  sus familias se reunieron en la Basílica de San Marco al Campidoglio (Piazza San Marco 48) que está ubicada en pleno centro de Roma, a unos pocos pasos de la Plaza Venecia.

Fueron tres las conferencias que se pronunciaron, relacionando el tema central con la familia, la pastoral y el ambiente de trabajo.

El primer diácono que tomó la palabra fue Manuel Abadías que disertó sobre la familia. Recogemos a continuación sus palabras.

“El diácono, imagen de la misericordia para la promoción de la nueva evangelización en la familia”

                                                                                                                                                Diácono Manuel Abadias

Hoy nos encontramos aquí, porque nos ha convocado el Dios de la misericordia. El rostro de Dios que nunca se cansa de perdonarnos. El problema es que nosotros nos cansamos de pedirle perdón, como nos dijo el papa Francisco ya en su primer Ángelus.

Esta misericordia la encontramos tanto en el A.T. como en el N.T. En el  A.T. encontramos el rostro de Dios misericordia, que siempre aparece de forma inesperada e inmerecida, y en general como alternativa al castigo y al rechazo.

El relato de Caín y Abel, nos muestra que incluso en medio de las relaciones fraternas violadas, Dios aparece como portavoz del caído y como acompañante crítico y defensor del fratricida (Gn 4, 1-16)

Este Dios que quiere Amor y no sacrificios, que no puede rechazar a su pueblo a pesar del pecado (Os, 5-15). O la historia del profeta Jonás (4,1-11) deja constancia de esa misericordia de Dios, que no se ciñe a un pueblo, sino a la humanidad, porque es universal.

Y a la llegada de la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos revela también en toda su grandeza ese rostro misericordioso del Padre, una misericordia que sana, acoge, perdona y llena de esperanza a todos los que entran en contacto con ella. La misericordia divina en línea vertical (de Dios hacia el mundo) ha quedado definitivamente atada con la misericordia hacia el prójimo en línea horizontal.

Hoy, aquí, me han pedido que comparta con vosotros, cómo esta experiencia de la misericordia se encarna en el ministerio del diaconado permanente, y más en concreto, en la realidad de nuestras familias.

 Quisiera exponer esta experiencia desde tres apartados:

1 – El diácono como evangelizador en la familia

         2 – El diácono y la esposa dan testimonio a la comunidad.

3– Cómo el diácono acompaña a la familia en los momentos difíciles

 

1 – El diácono  como evangelizador en la familia:

Solamente podremos evangelizar a la familia en la medida que seamos iconos de Cristo. Lo que nos define es el servicio. Nuestro mismo nombre nos lo recuerda: diáconos, servidores. Hemos de imitar a Cristo, mejor dicho tendríamos que ser otro Cristo en el servicio a los demás, tal como Él vino a servir y no a ser servido. Un servicio que empieza por la propia casa. Por nuestro núcleo familiar. Nosotros tenemos que pedir el mismo Espíritu para ser servidores en la humildad, la sencillez y el amor fraterno.

Ese amor que estamos llamados a dar y compartir  no es nuestro, se nos ha dado gratuitamente y es desde esa gratuidad que lo tenemos que hacer fructificar. Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, ha derramado ese Amor en nuestros corazones para que lo vaciemos hacia los demás. Y hemos de empezar por los que tenemos más cerca, por los que viven con nosotros. Decía el apóstol Juan en su Primera Carta: ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves y no amar al hermano que ves? (1 Juan, 4,20).

Podemos hablar mucho de amor y servicio, pero si este amor y este servicio no se encarnan cada día en nuestras familias, como nos continúa diciendo Juan: entonces somos unos mentirosos.

El amor empieza por uno mismo, nos dice la sabiduría popular. Parafraseando esta expresión: el amor comunitario empieza por la comunidad familiar. Un amor que es donación, servicio.

Luis Espinal, un jesuita, ya fallecido, lo exponía con mucha claridad:

–      Hay personas que temen dar la vida

–      La vida se nos ha dado para darla

–      El agua retenida se acaba malmetiendo.

Lo que nos viene a decir que cuando la vida la vivimos para nosotros, somos esta agua retenida que no sirve para nada, solo dará fruto en la medida que la vivamos hacia los demás.

La misericordia de Dios nos interpela a todos, laicos, ministros ordenados, religiosos, cada uno desde su propia situación.

Pero también es cierto que para evangelizar, tengo antes que estar evangelizado y eso requiere alimentar la vida interior de uno, y la mejor manera de alimentar esta vida es la oración. Ese lugar de diálogo con Dios, sin condiciones. Es la primera escuela cristiana.

¿Y dónde aprendimos a rezar? Mayoritariamente nosotros aprendimos a rezar en nuestras familias. Con nuestros padres y hermanos. Como diáconos, nuestra primera oración es la personal de cada uno de nosotros con el Señor, pero una oración hecha y vivida EN nuestra familia.

En esta oración EN familia, encontraremos nuestra inspiración, nuestra fuerza, nuestra paz, para poder ejercer luego con coherencia nuestro servicio ministerial en la comunidad cristiana. De la comunidad familiar, a la comunidad cristiana.

Solo así estaremos en condiciones de servir a los demás, y esa situación nos permitirá que en lugar de hacer, hacer, hacer, nos dejemos hacer por la fuerza del Espirito Santo, que hará que la empatía con los hermanos vaya creciendo.

Fijémonos en la familia de Nazaret. Jesús entró en una historia familiar. Creció en familia, con sus padres, familiares, parientes lejanos (En el mundo antiguo el núcleo de la familia la formaban los que vivían en ella.). Este era el contexto de la familia de Jesús. La primera comunidad, el primer lugar de oración y de vida en el Espíritu. También los Apóstoles y las primeras comunidades se reunían en las casas (Hech. 2,26) y eran estas primeras iglesias domésticas, a la vez lugar de oración, enseñanza catequética, de fraternidad cristiana y de hospitalidad para los hermanos que estaban de paso.

Hoy en día también existen lo que podríamos llamar pequeños altares domésticos, un espacio o rincón donde se puede reunir la familia o algún miembro de la misma durante el día, o en momentos determinados Espacios de comunión y oración. Y también tenemos otros espacios o momentos ungidos en familia: Las bendiciones impartidas por los padres a sus hijos, los símbolos religiosos, sobre todo la cruz en la habitación, bendecir los alimentos, el orar juntos, rezar el rosario, las prácticas de piedad popular etc. Nos decía San Juan Pablo II, en su carta Apostólica Rosarium Virginis Maria en el 2002: la familia que reza unida, permanece unida. ¡Cómo nos gustaría vivir siempre esta bendición!

Pero actualmente este núcleo familiar ha sufrido y sufre una crisis estructural. La sociedad de hoy se ve afectada por diversas condiciones laborales y de vivienda que conducen a una separación entre el mundo laboral y el mundo familiar, haciendo perder espacio a éste último y empobreciendo la comunidad de vida y oración que es la familia. Horarios largos y complicados de encajar, largos desplazamientos, cansancio y mal humor… Llegamos a la comunidad doméstica con fardos muy pesados.

Como diáconos, como esposos, padres y hermanos, tíos y sobrinos, hemos de saber llevar la sal y la luz del Evangelio en nuestras familias como primicia y regalo a la primera comunidad cristiana en la que vivimos y por la que nos desvivimos. Que nuestras casas, nuestra comunidad doméstica, sea siempre una casa de oración, de amor, de perdón, que nuestros hogares sean signo y testimonio de la vida familiar en Cristo.

 

2 – El diácono y la esposa dan testimonio a la comunidad.

Es precisamente en nuestros hogares donde encontramos nuestros más preciados regalos en este mundo: nuestra familia, nuestros hijos, y de manera muy especial, nuestras esposas. Con ellas, como diáconos permanentes, estamos llamados a vivir grandes experiencias de amor y servicio como testigos privilegiados del amor de Cristo a su Iglesia. Juntos somos más fuertes. Juntos realizamos este camino. Juntos, como esposos, encontramos a Cristo: allí donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos (Mt,18,20).

Cada familia, en virtud del bautismo y la confirmación, son pueblo mesiánico de Dios, ya que con su ejemplo tiene que ayudar a propagar con fuerza la Palabra de Dios.

Dado que el Espirito Santo ha sido derramado a cada uno de sus miembros, son llamados a no aislarse de la comunidad eclesial, ya que así, es signo sacramental de la unidad en el mundo. Cuando la familia se dedica a compartir la Palabra de Dios, obtiene la luz y la fuerza para afrontar las dificultades de la vida diaria.

Por eso nuestro matrimonio será fructífero en la medida que vaya acompañado con la oración conjunta, las intenciones propias y las de toda la humanidad. Participar juntos de la celebración de la Eucaristía dominical y si es posible diaria mucho mejor. Vivir el sacramento de la reconciliación como fuente de perdón y misericordia, nos va acompañando y fortaleciendo como pareja cristiana. Viviendo este don, es cuando sin ninguna duda el diácono y su esposa pueden ser para la comunidad donde sirven, un signo de misión profética y poder así anunciar la Buena Noticia en los distintos ambientes donde uno se relacione y ser levadura y luz en el mundo.

Sin la fuerza que nos da nuestro matrimonio, sin la fuerza que nos dan nuestras familias, nuestro servicio como diáconos permanentes a la Iglesia es ajena a la realidad concreta de la vida. La familia necesita de la Iglesia y la Iglesia necesita de la familia. En ambas situaciones nos encontramos con el común denominador que es Cristo. Orar en familia, orar como pareja, orar  en la comunidad se complementan. En la comunidad o en la iglesia doméstica, siempre encontraremos al  Padre que nos ama como somos y quiere hacer cada día el camino de la vida con nosotros.

No me cansaré nunca de decir que la única fuerza de subsistir es la oración, si la oración falla, somos como un barco a la deriva. Necesitamos este diálogo, don Dios y sin condiciones tanto si es colectiva, individual o silenciosa solo con la presencia.

Fijémonos como Jesús en sus largas horas de oración con el Padre es donde sacaba las fuerzas para afrontar las dificultades diarias para llevar a cabo la misión que el Padre le había encomendado.

¿Nos podríamos preguntar cuando tiempo pasamos en oración al día con el Señor, delante del sagrario, o en oración comunitaria o individual? Pero también nos hemos de preguntar, ¿cuánto tiempo pasamos junto a nuestras esposas, orando, celebrando, alabando y compartiendo el don de Dios?… ¿Tenemos esta fuerza, para sostenernos  y para dar testimonio como matrimonio cristiano en las comunidades donde servimos?.

Las familias son las primeras mensajeras del evangelio, pero como he comentado, se tiene que hacer fructificar, no solamente en el hogar, donde cada miembro tiene que sentirse acogido, aceptado y amado como es,  en cualquier situación que se pueda vivir.

Permitidme explicar una experiencia personal en la que participamos mi esposa y un servidor: Durante unos años fuimos voluntarios del Cottolengo del Padre Alegre, donde acogen a personas disminuidas físicas, psíquicas de todas las edades y condiciones (mujeres, hombres, adolescentes y niños) Y a pesar de esas diferentes circunstancias se forma una gran familia que día a día va creciendo en el amor fraternal.

Esa gran familia te enseña que toda vida humana tiene sentido aunque esté deteriorada humanamente. Sí, sus miembros para la sociedad no tienen cabida, pero la calidad humana que crece día a día con todos ellos es algo extraordinario. Sea cual sea el servicio que puedas hacer y sobre todo si es el contacto directo con ellos en las comidas, paseos, juegos, el agradecimiento que te transmiten es inenarrable. En su cara, en su mirada, solo ves una palabra GRACIAS.

Vas a ofrecer un servicio y sales mucho más reconfortado en todos los aspectos que antes de entrar. En esta gran familia vives y ves continuamente la providencia de Dios, se cubren sus necesidades sin pedir nada ni recibir subvenciones. Cuando hay necesidad no se sabe cómo, pero llega una donación o una aportación gratuita.

Se ve muy claro que la providencia actúa en el Cottolengo,  y en otros muchos lugares, porque Dios hace milagros y no los quiere firmar. Es una familia que transmite al voluntario lo mejor que se puede recibir, el mensaje que donde los demás ven enfermedad, dolor, soledad y sinsentido, ellos lo superan con creces, con alegría, ilusión y esperanza, ya que  el fruto más fuerte de esa gran familia es “saberse amados incondicionalmente por Dios”

Vivir esta experiencia de voluntariado como matrimonio nos ha fortalecido y nos ha enseñado a valorar las cosas desde una perspectiva diferente, más cristiana, más misericordiosa, más confiada. Como matrimonio quizás hemos podido dar un testimonio, pero es mucho más lo que como pareja hemos recibido y ¡Cómo nos ha hecho crecer!

 

3 – Cómo el diácono acompaña a la familia en los momentos difíciles

Creo que la experiencia de la cruz ilumina de manera especial donde podemos fundamentar la misericordia en la familia y cómo nos puede ayudar a evangelizar.

El misterio del dolor, que tiene diversos grados, puede ser también otro momento en el que como diáconos podemos servir a nuestra familia y acompañarlas hacia la experiencia salvadora del Amor divino.

En las familias generalmente hay las dificultades normales de convivencia, por diversos motivos, y diferencias generacionales. Podemos también desde nuestro ministerio de servicio, ayudar a curar heridas, incomprensiones, desacuerdos. Ser instrumentos de paz y reconciliación. Mostrando el rostro y el corazón de la misericordia.

Hay especialmente otros dos momentos en nuestra vida familiar que también necesitan nuestra persona y nuestro ministerio: Uno es la enfermedad y el otro la muerte. Son dos realidades que nos acompañan ya desde que nacemos y que en algún momento se manifiestan con toda su crudeza.

La enfermedad nos muestra la fragilidad y limitaciones humanas. Pero también nos muestra que es una oportunidad para fortalecer los vínculos familiares.  La debilidad y el sufrimiento de los seres queridos puede ser para nuestros hijos, nietos, parientes, una escuela de vida, para comprender que estos momentos de dolor, son una etapa más de nuestra vida y que si van unidos con la oración, aquello que se presenta como una prueba o dificultad, vivida desde la fe y la esperanza, se convierte en fruto de crecimiento para el enfermo y los demás miembros de la familia.

Cuando se visita a un enfermo, siempre tendríamos que tener presente que su rostro es el de Cristo, es decir :” EL ENFERMO ES  CRISTO”

Si dentro de lo posible se le puede acompañar con el evangelio, comentando la lectura del día, llevándole la comunión, conversando con él de cualquier tema o simplemente escuchando o guardando silencio, el enfermo aunque no tenga ganas de decir nada, se siente acompañado y querido.

También hay la otra parte del enfermo que es la familia, que  muchas veces son una extensión del enfermo y otras un mundo completamente diferente.

La mayoría de las veces, sea en la habitación o en los pasillos, en algún momento se puede hacer un comentario del evangelio para  ayudar a reflexionar desde la fe la realidad que están viviendo. Lo importante es sembrar la Palabra de Dios. Como diáconos lo hacemos en los hospitales y en las clínicas… ¿Cómo no hacerlo, con mayor amor si cabe, con nuestras propias familias? Cierto es aquello de que a menudo, nadie es profeta en su tierra, pero experiencias como estas, abren muchas veces los corazones a la oportunidad de Dios… seamos portadores de esta esperanza, y por encima de todos, vivámosla y demos ejemplo entre nuestros familiares.

La otra realidad compleja y difícil de la vida es la muerte, que tarde  o temprano nos afecta a todos. Pero cuando llega siempre nos deja en fuera de juego. Ahora, más que en generaciones precedentes, nuestra cultura occidental todavía considera la muerte y la enfermedad como un tabú.

A pesar de ello, cuando la muerte visita nuestras casas y familias, también es un momento donde como diáconos podemos acompañar a la familia en estos momentos de dolor humano, pero a la vez llenos de esperanza cristiana.

Por Cristo sabemos que la muerte es física, es el cuerpo que deja de funcionar, pero el Espíritu, al liberarse de ese cuerpo, empieza ese camino hacia el Padre.

Es el momento de ayudarles a hacer ese camino de duelo, con el apoyo personal, respetando sus tiempos, pausas, silencios, y sobre todo acompañándolos con la oración.

La oración es el único bálsamo, para ir apaciguando el dolor. Como nos dice Pablo en la carta a los Romanos (Ro.12,12): “Vivid alegres por la esperanza que tenéis, soportad con valor los sufrimientos,  no dejéis nunca de orar”. La oración nos da serenidad, fortaleza, paz. La oración permite que  la esperanza crezca en esos corazones lastimados por el dolor y continúe creciendo la semilla del amor de un Dios que nunca nos abandona y que siempre ha estado ahí, aunque muchos no se hayan dado todavía cuenta. Que los creyentes estén siempre dispuestos para dar razón de su esperanza, nos dice el apóstol Pedro (1Pe.3,15). Que así sea, que como diáconos, sepamos acompañar a nuestros seres queridos, a través del dolor y la muerte, para que con nuestro testimonio, nuestra humanidad, nuestra fe y esperanza y nuestro amor, sepamos conducir a nuestros hermanos a la experiencia del Cristo Resucitado.

 

P L E G A R I A

 

Muchas veces Señor quizás nos pase como a María,

que no entendemos las cosas,

ni siquiera tu voluntad sobre nuestras vidas.

Sin embargo, la gran confianza

que tuvo la Virgen en tus planes,

es un ejemplo para nuestras vidas,

la presencia discreta, silenciosa, casi desapercibida

de José, nos enseña a buscarte a Ti, más que a nosotros mismos.

La sabiduría y la palabra de tu hijo

viene a socorrer y a poner paz en nuestras agitadas vidas

Ayúdanos para que nunca dudemos de Ti,

para que siempre confiemos en tu Palabra,

aunque no entendamos las cosas.

Hoy te damos gracias por esta familia de Natzaret,

te damos gracias también por la familia

con la que nos has bendecido en esta tierra,

nuestros padres, hermanos, esposas, hijos

y por todos los que formamos parte de tu familia.

Si, somos hijos tuyos, hijos de Dios,

a pesar de nuestra fragilidad.

Gracias Señor por amarnos tanto. Amén.

 

MUCHAS GRACIAS

 

Un fuerte abrazo en Cristo

 

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