¿Por qué me hice diácono?


Diác. Tomás Eduardo Penacino

Emilio V. Bunge, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 5 de septiembre de 2012

 

El autor ejerce su ministerio diaconal en la Parroquia de San Juan Nepomuceno de la Ciudad de Emilio V. Bunge, jurisdicción de la Diócesis de Nueve de Julio.

 

Supongo que este asunto del diaconado estaba en los planes que Dios tenía para mí y bien, de ahí que hace más de diecisiete años que andamos sirviendo a nuestros hermanos. Desde pibe me daba particular gusto hacerle de monaguillo al cura Francisco Mancuso al que acompañaba incluso en las misas diarias. Después entrando a la adolescencia, como les pasa a muchos, todo fue quedando en un lindo recuerdo. Muy jovencito e inconscientemente casi, me casé con Susana. La vivencia de mi fe se resumía en esas oraciones que nuestra madre nos enseñó a hacer antes de dormirnos y nada más. Llegaron mis hijos mayores, Romeo y Julieta. Susana pidió con mi consentimiento la fe para ellos. La Iglesia para mí, en esos años de rebeldía juvenil, materia de (¿serios?) cuestionamientos, así que me abstuve de tomar parte en la celebración del bautismo de mis hijos. Lejos estaba de suponer que Dios se tomaría una “amorosa venganza” llamándome a bautizar los hijos de otros y hasta mis propios nietos. Hacia fines de la década de “los setenta” Tata Dios puso en marcha lo que puedo ver ahora como un plan para ese muchacho inmaduro, impetuoso e irreverente aunque con algún dejo de idealismo también. La llegada del padre Jorge Molinelle a Bunge fue “el comienzo del fin” del hombre viejo aunque todos los días hay que darse un baño de juventud en santidad. Frecuentábamos un ambiente común como era el club, donde yo iba casi a diario a jugar a la baraja y no supe intuir para huir a tiempo (gracias a Dios) que aquella insólita presencia entre las mesas de chinchón y codillo tenía como fin pescar algún “bagre” para el Señor. Un día de 1980 nos acercaron la invitación para tomar parte de un Cursillo de Cristiandad y, sin saber a que iba en verdad, al segundo día del encuentro ya estaba entregado de pies y manos. El padre Pedro Traveset se encargó, confesión mediante, de devolverme al estado de Gracia. Aquella tarde de viernes me acerqué después de muchos años a la mesa de la Eucaristía, y no me fui más. Aparecerían en el horizonte de mi vida otros enormes responsables de este ministerio del cual soy indigno: los jóvenes. Invitado por el ya citado padre Jorge a acompañarlos preparándolos para la Confirmación, le siguieron luego las noches de oración diocesanas; los retiros y las misiones populares. Fue en aquella primera misión de Italó, en el sur de Córdoba, que recibí un fuerte cuestionamiento sobre lo que Jesús necesitaba de mí. Habíamos ido sin sacerdote y una mujer del lugar me pidió que le bautizara su niño ya que el cura de Huinca Renancó venía una vez por mes y si no llovía. No daba para “agua de socorro” pero ese pedido estuvo ahí latiendo en mi corazón. Ya era Ministro extraordinario de la comunión y me daba particular alegría acompañar a los enfermos llevándoles el Pan de la Vida.

 

Una tarde de visita al Monasterio de los Toldos, muy poco antes de pegar la vuelta, le comenté la inquietud al Padre Héctor Lordi. “Escuché algo del diaconado…”; “…me frena el hecho que alguien piense que quiero tener algún privilegio en la Iglesia”.- “Anda a rezar eso, charlalo con tu familia y si no se te pasa, hablalo con el obispo. Ahí tiene que haber un llamado”, me dijo el querido monje. Monseñor Gilligan me aceptó en seguida y, como no había Escuela de Ministerios como en otras diócesis, me envío a los benedictinos para que me formaran. Así como los diáconos nacieron a la vida de la Iglesia por las quejas del pueblo y el mucho trabajo de los apóstoles, así, en medio de una gran necesidad pastoral, el 19 de diciembre de 1993 fui ordenado por el Obispo José Tommasi. Mi trabajo en el Banco Provincia hizo que, de pueblo en pueblo llevara enancado mi servicio a la Iglesia y ha sido hasta ahora un camino de absoluta entrega; de obediencia a mi Obispo, en estrecha colaboración con los sacerdotes que me tocaron y también de cruz, la cual se mostró muy claramente para mi y mi familia en muchos tramos del camino haciendo realidad aquello que se dice que “El que está dispuesto a amar tiene que estar dispuesto a sufrir”.

 

Cuanto me gustaría que este testimonio pudiera impulsar a otros hermanos a plantearse esta vocación; que también nuestros sacerdotes puedan revalorizar al diaconado como una Gracia para toda la Iglesia. Cuando me ordené me hice el firme compromiso de construir la comunión; de estar cerca del más pobre y sufriente; de preparar cuidadosamente las homilías para cuando fuera requerido a ese tan maravilloso oficio de predicador; de pedir la asistencia del Espíritu para corajear caminos nuevos.

 

Mi maravillosa esposa y mis hijos ya abiertos a otros caminos, me invitan a dar gracias por su apoyo y comprensión; a las comunidades que aceptaron como algo natural “la novedad” de un diácono y dárselas por supuesto al Dueño de la Mies porque me permite seguir sembrando muy a pesar de mis traiciones.

 

Fuente: Sitio oficial del Obispado de Nueve de Julio

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *