Nuestro camino como mujeres, esposas y madres

Nuestro camino como mujeres, esposas y madres

 

Diác. Carlos Hernández y Aracelly de Hernández

Arquidiócesis de Medellín

Bucaramanga, 19 de agosto de 2002

www.diaconadopermanentebogota.org.co

 

Transcribimos la tercera ponencia realizada en el VIIIº Encuentro Nacional del Diaconado Permanente, celebrado en la Arquidiócesis colombiana de Bucaramanga, del 16 al 19 de agosto de 2002.

 

Invitadas a reflexionar sobre nuestra realidad como mujer, esposa y madre en la familia del diacono permanente estos aportes nacen del diálogo y del encuentro sostenido en estos últimos días por parte de las esposas de los diáconos permanentes de la Arquidiócesis de Medellín, además del estudio que sobre el texto de “Los discípulos de Emaús” hemos encontrado y que en parte proponemos, puede animar e iluminar varios aspectos de nuestro proyecto de vida en común.

 

 

MUJER ESPOSA Y MADRE

 

Queremos compartir en forma clara y sencilla la manera como hemos comprendido nuestra participación en esta triple realidad de mujer, esposa y madre  que nos corresponde vivir junto al ministerio ordenado de nuestros esposos.

 

De la realidad diaconal que nos acompaña, sentimos nuestra vocación humana, cristiana y especifica, ante todo, en el marco del plan de Dios desde la Creación; en la llamada que nos ha hecho a formar una familia y en el marco donde nuestros esposos han sentido, cultivado y respondido a la llamada que Dios les ha hecho, y la Iglesia ha concretado bajo la ordenación diaconal.

 

Nos sentimos seres creados dentro de un plan amoroso de Dios, donde el ser mujer, nos ha permitido descubrir nuestra propia vocación, buscando esa plena unión con el Creador, que nos ha hecho a su imagen y semejanza y nos permite responder a una misión propia de esposas y madres, participes de una comunidad cristiana.

 

Como esposas, estamos convencidas que somos signos visibles de amor, de aceptación y de entrega mutua entre nosotras y el hombre que amamos.

 

Como madres, al ser bendecidas con el don de la maternidad, hemos descubierto una disposición para dar y recibir amor y realizar un intercambio que se transmite en ternura, paciencia, comprensión y fortaleza.

 

Como integrantes de una comunidad específica, hemos experimentado el llamado a dar un testimonio de vida cristiana, en todos los ambientes donde nos compromete en la vida misma: en nuestras familias, en el ámbito parroquial, en las tareas apostólicas que algunas llevan a cabo conjuntamente con sus esposos diáconos, y otras lo podemos ofrecer en el medio laboral. Desde estos espacios hemos descubierto el reclamo a ser mujeres optimistas, valientes, luchadoras, para dar respuesta a las exigencias de un mundo necesitado de Dios.

 

Creemos que con la oración, la celebración de los sacramentos; especialmente la Eucaristía, y con la vivencia consciente y clara del Evangelio, en la más simple acción de la vida, logramos conservar nuestra unión como esposos y con el Creador.

 

Como mujeres, esposas y madres, con un adjetivo importante: cristianas, hemos descubierto en la presencia de María, la Virgen, una forma de expresarnos. Si tenemos en cuenta que ella con su “sí” posibilitó la reconciliación entre Dios y los hombres y nos dio a luz al Salvador del mundo, hoy nos corresponde a nosotras, continuar lo que ella en su grandeza y generosidad emprendió.

 

Como mujeres, entregarnos a Dios por medio de nuestro servicio a los demás; como esposas, servir en el amor, la amistad y la compañía permanente y como madres, ser testimonio de vida y servicio fiel en el acompañamiento.

 

El texto de la creación del hombre y la mujer, según el libro del Génesis, nos ayuda cada vez más a descubrir algunos elementos importantes en nuestro papel de mujeres, esposas y madres: El bello lenguaje simbólico con que el autor sagrado nos cuenta la forma utilizada por Dios para crear a la mujer “de la costilla” del hombre, no nos hace sentir menos o pequeñas ante ellos. Vemos en esta expresión que hay entre el hombre la mujer una igualdad con unos valores individuales que se aportan: Es significativo que el hueso no es sacado de los pies, pues indicaría servilismo, ni tampoco de la cabeza, para no expresar dominio. Hay en la “costilla”, situada en el centro del cuerpo, un lenguaje de igualdad entre el hombre y la mujer, la mujer no procede ni de abajo, ni de arriba y por otra parte, las costillas ubicadas cerca del corazón, lo protegen.

 

La expresión del hombre que reconocer a la mujer como carne de su carne y hueso de sus huesos lleva implícita también la igualdad en la diferencia. De tal modo, sus alegrías y tristezas pasan a ser nuestras. Es la forma de establecer relaciones entre iguales, que nos lleva a vivir en la pareja, recíprocamente, “el uno para el otro”.

 

En la narración del Génesis la creación de la mujer se describe como la ayuda adecuada invitándonos a vivir en nuestra existencia de pareja los valores asumidos y testimoniados.

 

Como personas, partimos de un fundamento esencial que es el amor, asumido en el respeto, la tolerancia, la paciencia, la fortaleza, la comprensión, la consideración y como postulado de todas ellas; una entrega sin reservas.

 

Como hijas de Dios y templos del Espíritu Santo, escuchamos el llamado a santificarnos y santificar. Con nuestra ayuda mutua no solo a nuestra pareja sino a la familia y a la sociedad, siendo don y apoyo, tanto en lo físico y material, como en lo espiritual, enseñando y dando testimonio de fidelidad conyugal, honradez, honestidad, espiritualidad, prudencia, solidaridad, entre otros.

 

Son significativos los modelos de santidad de esposas que nos presenta la Iglesia a lo largo de los siglos: Santa Rita de Casia, Santa Mónica; Santa Perpetua, Santa Elena, por citar solo algunos ejemplos. Nos llamó poderosamente la atención, que el 21 de octubre de 2001, por primera vez fueron beatificados juntos, por el Papa Juan Pablo II, los esposos italianos, Luis y María Beltrame Quattrocchi; quienes supieron hablar entre ellos y hablarle a sus hijos de Dios, y en su familia se experimentó la presencia del Señor en el transcurrir normal de la vida. Esta imagen “oficial” y la de tantas otras tejidas en los secretos de la vida común, nos reclama, a vivir en nuestras familias, bañadas por gracias sacramentales particulares, la vivencia de una auténtica respuesta a la santidad a la que estamos invitados todos sin excepción, en lo cotidiano y con los instrumentos que el mismo Dios nos ha confiado.

 

Al interrogarnos si encontramos en nuestro esposo la “ayuda” que requerimos para nuestra realización como persona nos llevó a reconocer que aun existe, a pesar del crecimiento humano y espiritual, la imagen tradicional que nos ha hace sentir que es el varón quien domina sin tener en cuenta a la mujer. No dejamos de reconocer que aun quedan sutilezas y refinamientos en el dominio a la mujer, que se manifiesta en pequeños tratos de la vida cotidiana de casa, en ejemplos que hasta nos pueden hacer sonreír y creer que eso sucede en todo matrimonio: Viendo la televisión es él quien
toma el control, define el programa, ignorando nuestros gustos u opiniones. O que decir cuando se tiene el plan de salir de paseo, es él quien cree que debe determinar los sitios; o a veces esos condicionamientos que aun hoy están con ese sabor dominador: nos vamos ya y se acabo; o la expresión porque lo digo yo y no hay discusión. En la vida de nuestros esposos hay compromisos que ellos han asumido, y algunas comentaban como en ocasiones quieren imponer a todos los de casa el rezo de la Liturgia de las horas; o se “creen” porque suben al altar y se ponen una estola o predican la homilía.

 

Pero aun así reconocemos en nuestros esposos la ayuda adecuada, creemos que su formación y ministerio diaconal les ha brindado unos retos positivos para concebir nuevas formas y mentalidades y les reta a cambiar ante una visión todavía tradicionalista.

 

Recorriendo las paginas de la Sagrada Escritura pasan ante nuestros ojos un gran número de mujeres de diversas edades y condiciones, mujeres que encontraron a Jesús y que recibieron de él tantas gracias, lo acompañaron en sus peregrinaciones con los apóstoles por las ciudades y los pueblos anunciando el Evangelio del Reino de Dios.

 

El modo de Él hablar sobre las mujeres, y a las mujeres, y la forma de tratarlas, constituyen una clara novedad con respecto a las costumbres dominantes de su época y que necesita, aun hoy, ser escuchado y asumido por muchas corrientes de pensamiento.

 

Sabemos como el evangelio ofrece una visión refrescante y bella sobre la situación de la mujer, que contrasta con la realidad descrita en el Antiguo Testamento: de una situación de esclavitud y marginación, exclusión, utilitarismo sexual y material, de una relación en el marco de sometimiento sin mucho reconocimiento de condiciones e ignorada pasa a ser testigo en muchos acontecimientos de la vida de Jesús, es tenida en cuenta, vinculada a la misión y al apostolado desde su realidad femenina e interlocutora de la fe y la revelación, servidora valiente y sensible frente a las necesidades, se convierte incluso en el primera apóstol del anuncio de la Resurrección.

 

Si bien el don de ser mujeres, de vivir nuestra vocación de madres y esposas en el contexto de una vocación especifica de nuestros esposos, como es el diaconado, nos reclama los valores y virtudes de cualquier familia cristiana, la vida dentro de nuestro hogar nos exige más amplio espacio de encuentro y oración, mayores momentos de reflexión y discusión fraterna para estar atentos a aquello que no responde a nuestra condición de seguidores de Jesús y a la imagen-icono de familia servidora e iglesia domestica.

 

La mayoría de las esposas de los diáconos permanentes somos madres, hemos participado de la maternidad como don y regalo, hemos sido asociadas a la misma gracia de Eva, generando vida. Está maternidad se ha visto animada y acompañada, por ese don de sí, que en forma incondicional expresó la Virgen María.

 

Esta apertura a la vida que hemos generado y compartido con nuestros esposos reclama su presencia, pues no deben distraerse o marginarse de su ser de padres, que los vincula a una participación especial con la mujer y por consiguiente con los hijos.

 

En la diversidad de experiencias, sentimos los hijos como concreción de la relación de la pareja que nos servimos mutuamente en el amor, puesto que en los hijos evidenciamos la relación de nuestros encuentros y afectos. Establecemos con ellos humana y sacramentalmente unos vínculos indivisibles.

 

Las edades y etapas que afrontan en este momento los hijos son muy variadas para cada una de nuestras familias. Algunos se encuentran en la primea etapa de educación, otros más pasan por la adolescencia y algunos han concluido el ciclo de la educación e incluso algunos se encuentran solos, en pareja, por que sus hijos han formado otros hogares.

 

Los hijos pequeños reclaman más presencia y dedicación, aunque si bien muchas de las esposas han sido capaces de suplir la ausencia del esposo en el hogar, cuando estos salen a su desempeño apostólico, juntos han de encontrar un equilibrio en la distribución del tiempo entre la familia y el ministerio. No dejamos de sentir en ocasiones la necesidad de exigir a nuestros esposos más equilibrio entre el tiempo para el trabajo civil, el apostólico y su presencia en la familia.

 

Las esposas de los diáconos que no han podido concebir hijos, han descubierto otras dimensiones nuevas de generar vida y han establecido otras realidades que trascienden la maternidad biológica por medio de la entrega generosa a su propia familia de origen y en apostolados que se abren a la vida llenando de satisfacción y amor su vida de pareja.

 

La misma presencia nuestra en el hogar es muy plural y variada. Hay quienes hemos podido estar de tiempo total al cuidado y a la educación de los hijos, pero para otras el trabajo fuera de la familia se ha impuesto como una solución para completar posibilidades que el solo ingreso salarial del esposo no alcanza a cubrir, o porque el ejercicio de una profesión les reclama para su realización personal, permitiendo niveles menores de dependencia con relación al esposo, y asegurando planos de igualdad en el seno de la familia, pero también ha conducido a sacrificar otras realidades a las que debemos responder con creatividad.

 

El vinculo de Cristo con la Iglesia es un reclamo exigente que nos lleva cada día a mantener nuestra relación fundada en el matrimonio, en ese amor mismo que es divino, gratuito, de compromiso duradero, único, fiel e incondicional, absoluto, que rescata, enriquece a la persona, redime, es donación y sumisión recíproca.

 

Ante los múltiples cambios de nuestra época no se pueden ignorar que, ante la superficie de lo mutable, hay muchas cosas permanentes que tienen que ser el único, insustituible y último fundamento y referente.

 

Para afrontar los cambios se requiere entonces tener presente las verdades y valores inmutables enseñados por Cristo en el evangelio, los cuales nos indican el camino a trasegar, al asumir los papeles o tareas que tienen que ver con la dignidad de la mujer y con su vocación. Entendiendo lo digno, como aquello que merece respeto y dignidad como el reconocimiento que se tiene por un encargo y el honor mismo y de autoridad.

 

Dios nos hace participe del sacerdocio común, al hacer de una mujer la primera evangelizadora, y en aquel profetismo de particular feminidad, encontramos en María la máxima expresión del sentido diaconal “He aquí la esclava del Señor”. Como mujeres tenemos el compromiso hacia la perfección convirtiéndonos en un apoyo insustituible y en una fuente de fuerza espiritual para los demás que reciben la gran energía de nuestro espíritu.

 

De nuestro principal apostolado, que es nuestra propia familia, se desprende una pluralidad de pastorales: Algunas esposas animan procesos de formación humana y crecimiento cristiano bien sea en sus parroquias o en los lugares mismos donde han sido enviados sus esposos a llevar a cabo su ministerio diaconal; otras esposas toman parte activa en asociaciones, movimientos o institutos de vida cristiana, y hay quienes desde nuestra propia profesión u oficio hemos logrado abrir espacios de educación y trabajo social a favor de los más débiles, pobres o necesitados.

 

Creemos que los rasgos más importantes en el don recibido de mujeres, esposa
s de diáconos y madres para nuestro mundo hoy deben ser, entre otros: además de la formación teórica, la de sólidos valores cristianos; mujeres fieles, abiertas al diálogo; colmadas de fortaleza; prudentes, sencillas, alegres, pacientes, comprensivas, tolerantes, discretas, virtuosas; modestas en el vestir; dispuestas a seguir creciendo en la fe y en el conocimiento; coherentes e integradas a la comunidad y atención al prójimo; reflexivas y autónomas para ser capaces de decir no ante todo lo que mancille su dignidad.

 

Existe una misión evangelizadora de las mujeres, que son custodios del mensaje evangélico y primeros testigos de la resurrección que atiende a la transmisión de la fe y en primer lugar dentro de la iglesia domestica.

 

Queremos hacer por último una acotación importante con respecto al asunto económico que es tan variado en cada uno de nuestros hogares. Es importante facilitar el ambiente para que este tema sea compartido ante los mismos responsables del diaconado permanente. Está muy claro que el diácono permanente debe solventan sus propias necesidades y su seguridad social, con la excepción de destino ministerial de dedicación por tiempo completo o incluso de tiempo parcial con horarios fijos.

 

Sin embargo creemos muy conveniente que los responsables de recibir al diácono permanente para su ministerio reconozcan las erogaciones extraordinarias que debe hacer, como por ejemplo transporte, alimentación, costo de documentación, lo que entendemos es de justicia en todos los casos y totalmente necesario para los diáconos que tienen una economía más débil.

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