Nuestra vocación es servir"

+ Francisco Javier Errázuriz Ossa, Cardenal Arzobispo de Santiago

Santiago, Chile, 7 de agosto de 2010

Homilía pronunciada en la Misa de Ordenación de Diáconos Permanentes, celebrada el 7 de agosto de 2010, en la Catedral Metropolitana. Textos: Hab 1,12 – 2,4 + Sal 9,8-13 + Mt 17, 14 – 20. La noticia sobre esta celebración se encuentra en la sección de Información General de esta edición.

Queridos hermanos,

1. Deseo expresar en primer lugar la alegría que significa para mí presidir esta celebración tan hermosa, tan significativa para todos nosotros, pero especialmente para estos hermanos que van a recibir el precioso don del orden diaconal, y también para sus familias. Es motivo de gozo ver esta Iglesia Catedral tan bellamente adornada, y convertida en una casa común para todos ustedes: sacerdotes y diáconos, comunidades, familiares y amigos de estos futuros diáconos de la Iglesia. Todos estamos aquí para celebrar nuestra gratitud al Señor por los dones que reparte entre nosotros.

2. Todo esto nos hace ver que lo que estamos celebrando esta mañana es de tan gran importancia para la vida de la Iglesia. En efecto, en un momento más, y por medio de los signos sacramentales que se remontan a la más antigua tradición de la Iglesia, estos hermanos nuestros experimentarán una transformación esencial en sus vidas. Por la imposición de las manos y la plegaria de ordenación serán introducidos en el orden de los diáconos. Su existencia cristiana –como lo enseñan los Obispos en el documento de Aparecida- quedará dedicada de un modo generoso y abnegado, «al servicio de la liturgia, de la Palabra y de la caridad» (Cf. Aparecida, 205).

3. Pero, ¿podemos percibir en toda su grandeza lo que se esconde detrás de un momento tan solemne como el que estamos viviendo? ¿Llegamos a percibir los nuevos desafíos que los tiempos presentes y futuros le demandan hoy a la vocación diaconal? Ante éstos, ¿dónde podrá encontrar el diácono la fuente renovadora de su servicio hasta el punto de hacer de él un verdadero apóstol «en sus familias, en sus trabajos, en sus comunidades y en las nuevas fronteras de la misión» (Cf. Aparecida 208)?

4. Al poner el oído atento a la Palabra que providencialmente Dios nos ha ofrecido esta mañana, podemos vislumbrar algunas respuestas, y entrever aquello que el Espíritu quiere suscitar en el corazón de estos futuros ministros y así, por medio de ellos, en toda nuestra arquidiócesis. Hay en la experiencia del profeta Habacuc algo que trasciende a todas las épocas. Él vive un tiempo especialmente doloroso para Israel. Los caldeos, uno de los pueblos más crueles de la historia, han provocado una gran tribulación al pueblo elegido. Con su violencia, arrogancia y maldad, en poco tiempo este pueblo extranjero se convirtió en el verdugo más cruel del que se tenía memoria. Se alza en el profeta entonces esa pregunta inquietante que tantas veces acucia a todos los creyentes que sufren: ‘¿Por qué el Señor mira y -al parecer- calla?’. ¿No será capaz de hacer algo?

5. Quizá también fueran esa las mismas preguntas que traía en su mente aquel hombre anónimo del evangelio, que de rodillas le ruega al Señor que sane a su hijo enfermo. Nosotros vivimos momentos distintos a los de este profeta. Y hoy, por el progreso de las ciencias, muchos de los antiguos padecimientos, como éste que nos narra el evangelio, tienen felizmente un remedio. Sin embargo, ¿no hay también situaciones de intenso sufrimiento en nuestros días? ¿No hay aflicción en muchas familias, entre los jóvenes y niños de nuestra ciudad? ¿No es tan cierto hoy como ayer, que la sabiduría de este mundo se muestra impotente frente a las demandas más profundas de los hombres? Ciertamente que sí. Y por eso la vocación diaconal es tan urgente como hermosa. Pues el diácono sabe que la respuesta más cabal a los temores y angustias de la humanidad se encuentra en el mensaje que Dios ha entregado a su pueblo. Así como el profeta se dispone a ver «qué le dice el Señor» nosotros debemos ir incesantemente hacia Él. No hay diaconado fecundo si no aprendemos a reconocer su voz. Es en la lectura orante de la Palabra donde su ministro encuentra la sabiduría que puede alterar de tal modo la historia humana, que la disponga así a ser redimida.

6. Nuestra Iglesia chilena, particularmente nuestra arquidiócesis, tiene en grandísima estima la lectura de la Palabra de Dios. ¡Cómo ha tocado el alma de nuestros fieles! Somos testigos del bien que ha hecho descubrir la voluntad de Dios recorriendo las páginas de la Biblia ya sea en la práctica de la Lectio divina, en cursos, en las comunidades o en la catequesis. Por eso en el contexto de la Misión Continental, aparece el ‘Evangelio de Chile’, renovando nuestra disposición de ir a ver «qué nos dice el Señor».

7. Como expresión simbólica de la estrecha relación que el diácono posee con la Palabra de Dios, estos hermanos recibirán inmediatamente después de la plegaria de ordenación el Evangelio de Cristo. Oirán de mi parte ese: «Recibe el Evangelio de Cristo del cual te has transformado en su anunciador». Sí, ustedes serán sus nuevos mensajeros. Podrán proclamarlo en las celebraciones litúrgicas y explicarlo a los fieles con la homilía. Para ello no olviden que no somos dueños de la Palabra de Dios, sino sus servidores. Para que así sea, no hay que dejar atrás las horas de estudio profundo, iluminado por el magisterio de la Iglesia y templado en el contexto de la oración constante sin la cual nada de lo que hagamos será fecundo. Queridos hermanos, muchas actividades se asomarán en la vida de un ministro generoso del Evangelio. Muchas de ellas serán preciosas y necesarias. Pero no olvidemos que serán fecundas en la medida que, como María de Bethania, nos pongamos siempre a los pies de Jesús, escogiendo la mejor parte que «no nos será quitada» ( ), y disponiéndonos siempre a ir a «ver qué nos dice el Señor». Así es el verdadero servidor de la Palabra.

8. El Evangelio nos dice que Jesús increpó al demonio. Podemos relacionar perfectamente esta acción de Jesús con el poder que dejó a la Iglesia en el precioso ámbito de la liturgia y los sacramentos. Los sacramentos expulsan el mal, sanan el alma y la perfeccionan. Serán ustedes, a partir de este momento, servidores de la liturgia, don de Cristo para la santificación de la comunidad. Sabemos que ella es «el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y, juntamente, la fuente de la cual emana toda su virtud» (SC ). Por eso llevarán siempre hacia ella a todos los que Dios ponga en su camino, al mismo tiempo que desde ella –especialmente desde la Eucaristía- podrán sacar la semilla buena que espera el mundo.

9. Aunque el servicio litúrgico del diácono se diferencia del servicio sacerdotal, ustedes cumplirán un papel muy importante en la celebración de los sacramentos. Bendecir matrimonios, celebrar la incorporación a la Iglesia de nuestros niños con el sacramento del Bautismo, distribuir la comunión en la santa Misa, llevarla como viático a los enfermos, exponer el Santísimo sacramento y dar la bendición… todo ello para la vida del mundo. Alguien ha dicho que no hay peor mediocridad que la de estar delante de algo grande y no darse cuenta. ¡Que no nos ocurra a nosotros! Testigos privilegiados somos, de cuánto puede hacer Dios mediante los sacramentos. No nos acostumbremos rutinariamente al encuentro sagrado con Jesucristo.

10. Nada de ello será posible sin la fe, ésa que mueve montañas, ésa sin la cual no nos es posible vivir. Estamos llamados a transformar el mundo con el humilde poder de la fe. A veces nuestro ministerio nos lleva a acercamos a experiencias difíciles, tanto ajenas como propias. A veces nos puede parecer que las cosas no caminan por las sendas que uno quisiera. Hoy Jesús nos quiere decir que no existen obstáculos insuperables para el que tiene fe. ¡Vale la pena fundamentar la vida en ella! En esa confianza humilde de q
uien renuncia a su propia voluntad, para abandonarse en las manos de Dios, surgen las grandes obras del Espíritu. Ése es el verdadero servidor de la Celebración Litúrgica.

11. Lo hemos visto, el quicio de la espiritualidad diaconal es el servicio. Y una expresión estupenda de este servicio es la caridad. Su santidad el Papa ha puesto de relieve precisamente a la caridad como «la única fuerza capaz de cambiar el mundo» (Via crucis, 2010). Y todos recordamos la impronta imperecedera del patrono universal del orden diaconal, san Lorenzo, para quien «La riqueza de la Iglesia son los pobres».

12. El problema social – representado hoy en el pasaje evangélico por el hijo enfermo- es el desafío más grande de nuestro tiempo. ¿Es posible hacer algo? Muchos hacen mucho. Pero no basta. ¿Qué hace Jesús? Él no cura con dinero. Él no cura con técnica. Él simplemente cura, con el poder del amor. Jesús nos enseña aquí la ley fundamental para la perfección humana y para la transformación del mundo. Ley tan sabida y tan olvidada: la ley de la solidaridad, la ley de la caridad, que no es tener lástima por los pobres sino amarlos, porque de un hermano se trata. Ésta es la única fuerza que puede conducir y mover la historia hacia el bien, hacia la justicia, hacia la unidad. Todo verdadero cambio social comienza por amar. Amar todo el bien que hay en los demás, especialmente en los más pobres. Amarlos hasta el punto de no soportar sus desgracias. Amarlos hasta el punto de no soportar lo que enferma sus cuerpos y sus almas. Amarlos hasta no soportar siquiera la idea de que haya uno en un hospital, en una cárcel, en un hogar, que dude del amor que Dios le tiene. ¡Ése sí que es el servicio de la caridad!

Conclusión

13. ¡Qué hermosa vocación la que ustedes han recibido! ¡Qué tesoro más grande es el que hemos descubierto! ¡Qué servicio más noble podemos ofrecer al mundo con esta diaconía de la Palabra, de la Liturgia, de la Caridad! Con todo, nos esperan siempre incomprensiones y sufrimientos. Es el camino de Cristo. Ustedes, queridos diáconos, cuentan con el apoyo de una esposa, de unos hijos, de una familia. A través de sus seres queridos, Dios les querrá dispensar consuelo y fortaleza. Al mismo tiempo, esos mismos seres queridos serán los primeros y más inmediatamente favorecidos de esta gracia diaconal. Si hay un lugar donde primero debe brillar la luz de la vida cristiana, es en el propio hogar, «iglesia doméstica», como en tantas ocasiones la ha denominado el magisterio.

14. Finalmente, miremos a María. Como he dicho en otra ocasión, «Ella se llama a sí misma ‘la servidora’ (del Señor), porque su intensa vida de oración y amistad con Dios la ayudó a descubrir su verdadera vocación. Como Madre de Jesús, le prestó el servicio de su amor y su cercanía en la fe, y de la colaboración en la misión salvadora que el Padre le había encomendado. Como madre nuestra, nos hace palpable la ternura de Dios, intuye nuestras necesidades, nos acerca al corazón y a la sabiduría de Jesús, y nos educa a hacer lo que el Señor nos dice, como sus discípulos y enviados. Así supo servir al Señor con alegría, proclamando sus grandezas y reflejando su generosa misericordia. Quien es diácono hace suyo el espíritu de María, en su amor a Cristo, a la Iglesia y a los más afligidos» (Homilía 14 de agosto de 2009).

15. La vocación del diácono se gesta en una familia y en una comunidad. ¡Cuán importante es cuidar ese núcleo familiar, la Iglesia doméstica! En ella se respira día a día esa fe viva y esa benevolencia que da testimonio de la presencia de Cristo y de su acción transformadora. La vida del hogar, el acompañamiento de la esposa y de los hijos, es alimento de la vocación diaconal. Por lo mismo, su vocación de servicio y de caridad, ustedes la vivirán ya en la propia familia y entre los más cercanos. Que quienes visiten sus hogares, descubran en ellos la presencia de Cristo. Mucho agradece esta Iglesia de Santiago la generosidad de sus esposas e hijos, que con no poco sacrificio quieren compartir con ustedes su vocación y ministerio. Estoy cierto que el ministerio diaconal compromete también a sus seres queridos en la oración, la comprensión y el necesario apoyo para servir al Señor con alegría; así como nos compromete a todos los aquí presentes.

16. Quiero agradecer de corazón a cuantos han contribuido en este proceso de discernimiento vocacional: a los sacerdotes que los acompañan en sus parroquias, a los formadores de la escuela del diaconado, a los vicarios de las zonas y vicarías de las cuales ustedes proceden, a sus hermanos diáconos que los han ayudado en este proceso, y a todos los que, en nombre de la Iglesia, realzaron esto hermoso camino junto a ustedes. A nombre de la iglesia peregrina en Santiago les doy las gracias y les pido que sigan rezando y acompañando a estos hermanos nuestros.

17. Al Señor el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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