Mujeres y las funciones litúrgicas

Por Juan Goti Ordeñana, catedrático jubilado de derecho eclesiástico del Estado de la Universidad de Valladolid, España.

«Mujeres y las funciones litúrgicas»

Aunque no se haya aplicado el principio de igualdad con la amplitud que se deriva de la enseñanza de Jesús, encontramos tiempos en la Iglesia en los que la labor de la mujer tuvo su valor e importancia. Pues se encuentran épocas antiguas en las que las mujeres tuvieron trabajos reconocidos en la Iglesia, que fueron funciones a veces con un carácter litúrgico, como las de las diaconisas. Como dice Giovanni Caron en su trabajo sobre el laicado en la Iglesia antigua: «la ausencia de las mujeres en las funciones litúrgicas no es un dato que se remonte a los orígenes de la Iglesia, sino un resultado de una evolución posterior. En las antiguas comunidades cristianas, diversos ministerios eran desempeñados por mujeres. Dos de ellos eran funciones oficiales, encomendadas por la autoridad eclesiástica a ellas: la función de viuda y de diaconisa, estos nombres aparecen ya en el Nuevo Testamento; (I Tim.5,9; Rom.16,1). Eran ministerios oficiales de la comunidad». En aquella Iglesia las viudas realizaban preferentemente trabajos de caridad y pastorales, mientras las diaconisas tenían funciones litúrgicas. Además la mujer diaconisa era ordenada de la misma manera que el hombre diácono: con imposición de las manos y la oración del obispo en presencia de la comunidad con los ministros. Estas funciones, aun siendo limitadas, fueron olvidadas con el tiempo. Varias causas sacaron fuera de los ministerios eclesia
les a las mujeres, sobre todo, la centralización de la potestad en la figura del obispo, y la elaboración de una estructura jerárquica con la sacralización de los oficios, que llevaron a reservar, todas las funciones para el hombre consagrado. Como escribe Rene van Eyden en su trabajo sobre las funciones litúrgicas de la mujer: hay que valorar especialmente que, «desde principios del siglo III dio comienzo un cierto proceso de sacralización del ministerio y la liturgia: se comenzó a considerar como sagradas a las personas de los ministros, a los lugares y a objetos litúrgicos; la imposición de las manos se entendió como consagración, y el ministro de la palabra fue confiado a partir de ahora al sacerdote, ministro del altar y del sacrificio. Estas concepciones se entremezclaron con elementos del sacer
docio antiguo e incluso pagano». Con lo que se limitaron y concretaron más las funciones de la Iglesia en el hombre.
Al sacralizar las funciones religiosas, a la mujer se la consideró con una cierta impureza, y se la apartó de las funciones eclesiásticas, y aun se empezó a prohibir el matrimonio de los sacerdotes, por la relación con esa impureza.  En contraposición de la idea liberadora de la mujer en la enseñanza de Jesús, se extendió, en muchos padres de la Iglesia, el concepto tomado de la mentalidad de su época, de la descripción de la mujer como un ser inferior, a la vez que irrumpieron concepciones gnósticas sobre el cuerpo y la sexualidad, que dieron lugar a un juicio cada vez menos digno del sexo femenino. Según Rene van Eyden: «Los argumentos de los padres y de los concilios fueron repetidos sin espíritu crítico siglo tras siglo, y de esta suerte la tradición ofreció una visión de la mujer que pasó por ser el único punto de vista indudablemente cristiano. Esta teoría y esta práctica han encontrado expresión en las leyes eclesiásticas y en el código de Derecho canónico» de 1917. Del Concilio Vaticano II se desprende un cambio en el trato de la mujer en la Iglesia, pero no basta una afirmación teórica, hay que ir más allá, hay que aplicar plenamente el principio de igualdad de todos los bautizados y con la misma categoría de miembro del «Pueblo de Dios» para todas las personas.  Pues la enseñanza del Evangelio implica el reconocimiento de la igualdad de todos los bautizados en la dignidad básica de ser cristiano, sin distinción de categorías ni de sexos. Si partimos, como se debe considerar, del sacerdocio común de todos los creyentes en Cristo (Pet, 2,9 y Apoc. 6.1 y 5.10): Todas las personas han sido llamadas igualmente, todas han sido enviadas para llevar al mundo el mensaje de Jesús con la palabra y con las acciones, y todos deben realizar los actos litúgicos. El Espíritu Santo actúa sobre todos los cristianos y otorga sus dones a todos para el bien de la comunidad sin diferenciación alguna.

Tomado de: «Comunidad Parroquial Llaranes» Parroquia de Santa Bárbara -2ª  Junio 2016 – Número 137

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