Monografía de la Revista Vida Nueva sobre el Diaconado Femenino IV: "Las cosas caen del lado que se inclinan" Isabel Gómez-Acebo

Isabel Gómez Acebo, es una teóloga feminista. Licenciada en políticas y teología, ha impartido clases en la universidad de Comillas hasta su jubilación.

La conversación que mantuvo el Papa, el pasado día 12 de mayo, con las superioras generales que participaban en la Asamblea General de la UISG en Roma, representantes de más de medio millón de monjas, ha salido en las portadas de los periódicos y en las redes sociales. Antes de revisar las preguntas que se le plantearon a Francisco, hay que rebobinar la cinta del tiempo.

No recuerdo que ningún papa las haya recibido en audiencia. En mayo de 2010, Benedicto XVI canceló la que se había programado, con la excusa de la preparación de un viaje a Portugal; y ese mismo año, Franc Rodé, entonces prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, no acudió, alegando que tenía otro evento. ¿Qué evento sería más importante que esta reunión con los mandos de un ejército femenino presente en todas las trincheras eclesiásticas? Nunca lo dijo.

La verdad es que se había creado un mal clima entre las religiosas y el Vaticano, y nadie quería enfrentarse a esa realidad. El malestar era por la investigación contra una asociación norteamericana, la LCWR, que representa a 57.000 monjas, el 85% de las religiosas de ese país, y que fue instigada por monseñor Levada. Se habían recibido en Roma cartas de superioras pidiendo un cambio sobre la ordenación femenina y el trato que la Iglesia daba a los homosexuales, lo “que las colocaba fuera del pensamiento eclesial y las convertía en un mal ejemplo para sus comunidades porque no se hacían eco de la carta de Juan Pablo II, Ordinatio Sacerdotalis, que prohibía el acceso de la mujer al sacerdocio”. Hecha la investigación, las conclusiones fueron muy negativas, pues se las acusaba de estar infectadas por el mundo moderno, por un feminismo radical, y se las obligaba a una reforma dirigida por tres obispos.

Fue Gerhard Ludwig Müller, responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el encargado de transmitir esas decisiones. No asistió el cardenal João Braz de Aviz, actual prefecto de la Congregación de los religiosos, ¿porque no le avisaron? ¿No estaba de acuerdo? ¿No actúan unidos? Les dijo Müller que estaban obligadas a revisar sus estatutos, les imponía nuevos programas para su organización, tenían que someter su liturgia, el contenido y los conferenciantes de sus asambleas, se les prohibía reflexionar temas de agenda feminista… Es decir, se las trataba como menores de edad, renegando de los carismas femeninos de los que tanto se habla en la Iglesia.

No es algo nuevo, pero sorprende en una época en la que una mujer tiene posibilidades de ser presidenta de Estados Unidos. Antiguamente, decía Sófocles que “la mayor virtud de las mujeres era el silencio”, pues la herramienta del lenguaje es un arma que tienen los débiles, una idea que adoptó Pablo llevándola a la práctica en las asambleas. Cuando Trento enclaustró obligatoriamente a las religiosas y prohibió la lengua vernácula para la Biblia y la Liturgia de las Horas, estas mujeres, que no sabían latín, vieron su reflexión bíblica cercenada y cerrada la posibilidad de argumentar contra esa subordinación femenina presuntamente querida por Dios y refrendada en la Biblia.

Muchas santas se acogieron a su ignorancia femenina, y las místicas se valieron de visiones para no ser descalificadas. ¿Se valió Dios de esas visiones para comunicar su pensamiento o se valieron las mujeres de Dios? De cualquier manera, ejercieron de profetas, porque la profecía es una posibilidad de todos los bautizados que invocan las religiosas de nuestro tiempo.

Las religiosas han sido la punta de lanza del malestar femenino en la Iglesia, porque creen en la institución, desean que se amolde a los signos de los tiempos y cuentan con una asociación que incrementa la fuerza. Son mujeres que, a partir de la Revolución francesa, se han beneficiado de las palabras libertad, igualdad y fraternidad que insuflaron alas a los perdedores de la sociedad. Desde ese momento, vimos a cristianas abolicionistas liderando asambleas y a sufragistas pidiendo el voto para nuestro sexo, llevando en una mano el Código Civil y en la otra la Biblia, pues nuestro credo predica la igualdad: entre libres y esclavos, griegos y judíos, varones y mujeres.

Ni los gobiernos ni las distintas confesiones cristianas entendieron al principio estas exigencias, pero, poco a poco, fueron calando en la sociedad civil. Las Iglesias protestantes se abrieron al liderazgo eclesial femenino aceptando la ordenación, mientras que, en el lado católico, llegó al aula conciliar del Vaticano II un manifiesto –firmado, en primer lugar, por Gertrude Heinzelmann– con el título de No podemos seguir callando, en el que se pedía la igualdad de varones y mujeres en la Iglesia. En la visita que Juan Pablo II realizó en 1979 a Estados Unidos, Theresa Kane, presidenta de la LCWR, expuso al Papa las demandas de las mujeres, entre las que se encontraba la posibilidad de acceder a los ministerios eclesiales.

Con estos apuntes solo pretendo demostrar que la posibilidad de entrar en el munus regendi de la Iglesia ha estado en la agenda de muchas mujeres y religiosas en los últimos tiempos, aunque fueran siempre reprimidas y descalificadas.

A instancias del Concilio, las religiosas emprendieron la renovación de sus órdenes. Se quitaron el hábito, abandonaron los grandes conventos y se fueron a vivir a los suburbios para estar más cerca de los necesitados. Muchas se prepararon académicamente y consiguieron doctorarse en numerosas materias, entre las que se encontraba la teología, por la que accedieron a una nueva manera de pensar que desmontaba la exégesis de pasajes bíblicos que nos descalificaba.

En el cambio vieron que la Iglesia no puede cerrar sus puertas a nadie, pues todos somos hijos de Dios. Se dieron cuenta de que la doctrina sexual de la Iglesia no satisfacía a muchas personas que se alejaban de la institución. Inmersas en el mundo, se mostraron dispuestas a recibir de su cultura. Fueron conscientes de la grave situación por la que atraviesa el planeta y se unieron a todas las fuerzas que luchaban por parar la deriva. Como religiosas, miraron su papel en la Iglesia y comprobaron que, cuando faltaban sacerdotes, se las llamaba para cubrir el puesto, siempre como suplentes y nunca como titulares. A muchas se les cortó la digestión cuando vieron en la televisión la visita de Benedicto XVI a Barcelona y la consagración de la Sagrada Familia, y a otras les dio que pensar que en las grandes ceremonias vaticanas no hubiera ninguna mujer. Con este caldo de cultivo, cocido a fuego lento durante años, acudieron a la reunión con Francisco llenas de esperanza en que se abrieran puertas para un cambio que consideraban necesario.

No estaban equivocadas en sus esperanzas, pues Francisco estaba sacudiendo a la Iglesia. Primero, había arreglado las finanzas del Banco Vaticano, sospechoso de realizar actividades ilegales, implantó en el gobierno un espíritu colegial, realizó gestos de apertura a los separados y se acercó con gestos y palabras a los más necesitados de la sociedad. Un programa que coincidía con la manera de actuar de estas religiosas.

Quedaba por definir su papel dentro de la institución, y las palabras de Francisco alabando a las mujeres permitían concebir ilusiones. Escojo algunas como significativas: “La urgencia de ofrecer espacios a las mujeres en la vida de la Iglesia; la necesidad de que existan mujeres en la responsabilidad pastoral, en el acompañamiento espiritual y en la reflexión teológica; que las mujeres no se sientan invitadas, sino participantes a título pleno en la vida social y eclesial; estudiar criterios y modalidades nuevas para que eso sea posible…”.

Las religiosas pensaron que había llegado el momento de pasar de las palabras a los hechos y en la audiencia hicieron preguntas. Si se necesita el genio de las mujeres, ¿cómo es que se nos excluye en la toma de decisiones más altas y en la predicación de la Eucaristía? El Papa, pillado por sorpresa, contestó con evasivas: hay que avanzar, en la liturgia de la Palabra no hay problemas, no hay que seguir al feminismo… Siempre la sombra del feminismo, aunque nunca se concreta el motivo de su negatividad. Fue la siguiente pregunta la que organizó el revuelo: ¿qué impide a la Iglesia incluir mujeres entre los diáconos permanentes, al igual que ocurría en la Iglesia primitiva? ¿Por qué no crear una comisión oficial que estudie el tema? Francisco respondió: “Me gustaría establecer una comisión oficial que estudiara el tema y creo que será bueno para la Iglesia aclarar este punto. Estoy de acuerdo, y voy a hablar para hacer algo de este tipo”.

Hubo otras preguntas menos mediáticas. En una de ellas, las religiosas preguntaban la razón de no estar representadas en la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, a lo que el Papa respondió que estarían.

Todas las campanas de la Iglesia conservadora han tocado a zafarrancho de combate sobre el tema de las diaconisas. Me resulta sorprendente que prefieran la situación actual, en la que las mujeres jóvenes van abandonando la nave, que la posibilidad de nuestra ordenación, que, al fin y al cabo, cambia muy poco la realidad eclesial, pues muchas religiosas en misiones bautizan y casan. Estoy convencida de que saldrá adelante, aunque depende de los miembros que se escojan. Me valgo de un consejo del Derecho Penal, in dubio pro reo, para defender que, in dubio pro mulier, porque, ante la duda, votar a favor es la única posibilidad de avanzar en la situación actual de malestar femenino.

Ya no sirve llamarnos “ángel del hogar” ni alabar la maternidad y el genio femenino, pues hay que plasmar las palabras en hechos. Y no se les puede pedir a las mujeres que no reivindiquen su plena responsabilidad en la Iglesia, como no se les puede pedir a los esclavos que no escojan la libertad. Los conservadores que claman contra la comisión saben que las cosas caen del lado que se inclinan y que de nada servirán descalificaciones, interdicciones y muros para sujetarlas, pues las fuerzas del cambio, como ha pasado en el resto de las confesiones cristianas, juegan a favor de una integración total de las mujeres. Las diaconisas serán un paso en el buen camino, pero luego vendrán otros.

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