Naciste de la tierra roja de Israel
envuelta en oraciones y lino blanco.
Mientras tu alma recitaba salmos,
amasabas el pan con tus manos,
y recogías agua limpia del pozo.
Imagino tu casa excavada en la roca
donde aprendiste a amar y rezar.
Te vi jugar entre uvas y olivares
entre colores y silencio
y la risa de otros niños.
Crecías comprobando la difícil
tarea de ser mujer en Nazaret
cuando rondando la adolescencia,
como un latido oculto
y cantar de ruiseñores,
apareció en tu vida el judío José
embelleciendo más tu primavera.
Llegó el día de los desposorios:
Por vestido una túnica azul,
tu trenza recorriéndote la espalda
y una tímida sonrisa en los labios.
La mirada de José
se clavó en tu alma
mientras miles de flores
parecían flotar en el aire.
Como cada amanecer,
la penumbra te invitaba al silencio.
Pero aquella mañana fue diferente,
algo nuevo lo inundó todo.
“¡María!”
y era como si el propio Dios te hablara.
Esa voz suave y cálida
que calentó tus entrañas como fuego,
te aseguró que ibas a ser madre
y la luz de Dios te habitó.
A pesar de tus dudas y tu fragilidad
¡cuánta alegría brotó de tus labios!:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor…”.
Poco a poco tu cuerpo en trasformación
te susurraba un futuro de amor y salvación.
Al fin el rostro de Jesús asomó
con su carita de luz
y sonrisa de terciopelo.
Como huracán divino
tu corazón se partió en dos
al vivir tanta alegría
e intuir tanto dolor.
Gozo y cruz,
dos caras de tu vida
que cambió un mundo gris
por un paraíso lleno de esperanza.
Y desde entonces tu fragilidad
y ese “sí” que a Dios supiste dar,
es fortaleza para quienes no tememos a las sombras
porque somos Hijos de la Luz.
María, eres silencio, eres agua, eres torrente,
rosa entre espinas y palabras calladas…
Ofrezco al poema a todos los hermanos diáconos y a sus familias.
Paloma