La “crisis” de la identidad diaconal, en medio de la pandemia

La “crisis” de la identidad diaconal, en medio de la pandemia

La pandemia del coronavirus, que ha causado tanta muerte y dolor, tanta angustia e incertidumbre a toda la humanidad, también está afectando a los diáconos permanentes, quienes han visto modificada totalmente su agenda como servidores de sus parroquias y pastorales especializadas, en las que se encuentran incardinados.

Algunos diáconos, de distintos países, en medio de esta cuarentena sanitaria obligatoria, incluso se han preguntado “Y ahora, ¿qué vamos a hacer los diáconos?”.

¿Puede la realidad del COVID 19, cambiar tan drásticamente la propia identidad y el quehacer de los diáconos?, o, por el contrario, ¿los diáconos deberemos “reinventarnos para servir”, en la actualidad, con la ayuda del Espíritu Santo, que sopla donde quiere y cuando quiere?

Como diácono permanente, de Santiago de Chile, ordenado hace casi dieciséis años, y como hombre casado y padre de tres hijas, quiero decir lo siguiente:

La triple munera sigue vigente y nadie la ha cambiado; es decir, los diáconos tenemos que desarrollar el ministerio de la Palabra, de la Liturgia y de la Caridad.

Esa frase:” ¡Alejen a los diáconos del altar!», que ha dicho el Papa Francisco, lejos de molestarnos, como diáconos, nos debe incentivar y desafiar a ser «apóstoles en las nuevas fronteras de la misión» (como señala el Documento conclusivo de Aparecida, de los Obispos de América Latina y del Caribe, 2007).

Si nos alejamos del altar, es para acercarnos a las personas privadas de libertad, en las cárceles y centros penitenciarios.

Si nos alejamos del altar, es para acompañar a las personas que tienen una diversidad de identidades sexuales, y a sus padres que los apoyan, por el camino de la vida.

Si nos alejamos del altar, es para acercarnos más a las personas que no tienen creencias religiosas, que viven sus relaciones de pareja, sin matrimonio civil, ni religioso.

Si nos alejamos del altar, es para que, a través del teléfono, del celular, de Facebook, de WhatsApp, de Telegram, de Zoom, de Meet, y de otros medios, también podamos acercarnos más a los feligreses, a nuestros queridos hermanos y hermanas de comunidad, que lo están pasando muy mal y que necesitan que nosotros los animemos y ayudemos, frente a sus angustias, dudas y necesidades particulares.

El Dios de Jesucristo, que es Amor y Misericordia, quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. ¿Estamos colaborando los diáconos a esta misión, que -como Iglesia- nos encarga el Concilio Vaticano II, de evangelizar y de servir al mundo?

¿Por qué nos podría doler tanto que nos comparen con los laicos, «como si fuéramos simples laicos», si tenemos muchos años de amor y de compromiso laical, acumulados en nuestro corazón, y en nuestras vidas, tiempo en que el Señor Jesús nos ha bendecido en nuestros matrimonios y familias, para que, en esa bendita vida laical, llegáramos a discernir con la ayuda del Espíritu Santo, que aspirábamos -si esa era la voluntad de Dios- ser ordenados diáconos, por pura gratitud, solo para servir mejor a nuestra comunidad?

Desde mi punto de vista y desde mi experiencia, lo que está en crisis no es «la identidad diaconal», sino las distintas lecturas que -incluso nosotros los diáconos- hacemos del diaconado, que, en mi opinión se ha producido, porque ya en la fase de formación inicial del diaconado permanente, la mayor parte de las asignaturas tenían relación con el ministerio Litúrgico y con el ministerio de la Palabra. La gran falencia ha estado, en que a los diáconos se les presentaron pocas asignaturas y experiencias pastorales concretas del ministerio de la Caridad, para que pudiéramos ser diáconos insertos (no aislados) en el mundo de hoy, que cambia a cada instante, en el que hay nuevos dolores que atender.

Sin embargo, la sola constatación de la falta de formación inicial no basta.

Si nos ha faltado formación en distintas áreas, ahora que somos diáconos tenemos el deber de crear instancias de formación para nosotros y para nuestras esposas, y también, para participar activamente en ellas.

Así lo hemos hecho en la Iglesia de Santiago de Chile, donde -en el contexto de la Vicaría para el Clero- hace más de cuatro años, hemos creado un equipo de diáconos que ha ido, a partir de un diagnóstico aplicado a los propios diáconos y a sus esposas, efectuando cursos semestrales, de muy buen nivel académico y pastoral, que nos permitan conocer y reflexionar sobre la Doctrina Social de la Iglesia, sobre la pastoral hospitalaria, la pastoral penitenciaria, la pastoral de migrantes y la pastoral de la diversidad sexual. En este tiempo de pandemia, hemos cambiado los cursos presenciales, por los cursos on line, desde nuestros hogares, con muy buenos resultados.

En este tiempo de cuarentena, hemos compartido una especie de “largo retiro integral”, en nuestras propias familias y hemos compartido, más que nunca, con cada uno de los miembros de ésta, con la que conformamos nuestra iglesia doméstica. ¿Cómo habríamos de lamentar no poder hacer otras cosas, fuera de la casa, si no aprovechamos al máximo, esta oportunidad de fortalecer a nuestra amada familia, que antes se podía quejar de que -nosotros- no le dedicábamos más tiempo?

¿Por qué habríamos de lamentarnos por no poder revestirnos con nuestra alba, estola y cíngulo, si -los diáconos permanentes- hemos tenido este tiempo precioso para constatar que, en la familia, es donde, mediante palabras, signos y testimonios de amor, nos vamos haciendo felices, aunque eso no sea algo importante para otros?

Algunos hablan de la crisis del diaconado, porque en estos últimos meses, no nos hemos podido revestir, como la hacíamos antes, para servir a nuestra comunidad eclesial o parroquial.

Pero, aunque ya no tuviéremos ninguna estola, ni alba, ni cíngulo, lo importante es que seguimos siendo diáconos, que -desnudos frente a Dios- queremos ser servidores como Jesús, y así, dar lo mejor de nosotros a nuestras familias y con ellas, a nuestras respectivas comunidades.

En la medida que los diáconos seamos animados y «provocados» por la realidad del mundo del dolor y de la marginación, nos podemos ir transformando en diáconos, que cuando podamos acceder al altar, llevemos incorporado -en nuestro ministerio- el dolor y el compromiso, las alegrías y las esperanzas del Pueblo entero. Así, podremos ofrecer homilías y reflexiones, más evangélicas y pertinentes a nuestras respectivas realidades sociales y culturales.

Nos alejamos del altar, para servir a los pobres,

nos alejamos del altar, para llevarlos a Cristo,

para lavarles sus pies, para darles Su cariño,

para poderles amar, y servirles como Cristo.

Cuando nos acerquemos al altar, llevaremos las culturas,

de mucha gente que sufre, que ya perdió la esperanza,

cuando nos acerquemos al altar, no nos perderemos en posturas,

hablaremos del Cristo pobre, que anhela nuestra confianza.

Desde el Cristo solidario, a una iglesia solidaria,

que no duerme, ni descansa, hasta aliviar el dolor,

en esta enorme pandemia, dejemos de competir,

que toda nuestra palabra, sea el amar y el servir.

Autor: diácono Miguel Ángel Herrera Parra

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