Homilía del Nuncio Apostólico en Cuba

En la Misa de Clausura del Encuentro Nacional de Diáconos Permanentes 2010

 

Mons. Giovanni Angelo Becciu

La Habana, 4 de diciembre 2010

 

En el Evangelio que acabamos de escuchar, Mateo resalta el ansia de Jesús por la expansión del Reino: va por todos los pueblos predicando la Palabra y mostrando con la curación de los enfermos y la expulsión de los demonios los signos de la liberación del mal que el Reino traerá. Al mismo tiempo lo angustia la abundancia de la mies y el poco número de operarios llamados para su siega. De aquí la oración al Padre para que envíe numerosos obreros.

 

Este texto señala las líneas fundamentales de quien quiere con todo el corazón los éxitos del Reino de Dios y en modo particular de quien ha sido escogido por Dios para ser protagonista privilegiado en la difusión del anuncio de la salvación. Me atrevería  decir que en estas líneas se puede entrever una descripción de lo que son y deberían ser ustedes que han aceptado ser diáconos permanentes de la Iglesia.

 

En efecto, el acento de estos renglones está puesto al servicio de la palabra “vayan por los pueblos evangelizando” y en el servicio de la caridad “Jesús curaba todo tipo de mal”.

 

Obviamente la calidad del servicio que se les ha pedido a ustedes, que deben ser signos de la presencia de Dios entre los hombres, no puede hacerse sin la relación de comunión con Dios que se  da en la oración y que Jesús, como justamente nos recuerda el Evangelio, lo tenía como lo esencial para dar éxito positivo a su compromiso mesiánico.

 

Me imagino que en estos días de convivencia se hayan tocado a fondo varios puntos que conciernen a su vocación y su vida. Estoy seguro que han sido subrayados los aspectos calificativos de su ministerio, aquellos que se refieren al servicio de la caridad y de la Palabra, y más aún su rol en la Iglesia. Por mi parte me limito a decirles sólo algunas palabras de exhortación para caminar en la vía emprendida.

 

Es hermoso verlos aquí reunidos con sus esposas y ver que son numerosos. La Iglesia les está agradecida por su disponibilidad, por su testimonio y por su servicio.

 

Aquí la palabra servicio es el signo que distingue su rol en la Iglesia, lo es para cada uno de sus miembros, pero lo es, por definición, sobre todo para ustedes.

 

Les diré por tanto: sean siervos por amor. Ser siervos por amor significa hacer cada cosa, pequeña o grande, con alegría, sabiendo que cada aporte de ustedes es un ladrillo puesto para la construcción del Reino de Dios. Hacer su servicio por amor significa dar dignidad a la obra que se les ha encomendado. ¡Pobre de ustedes, como de cada ministro de Dios, si tuviéramos ambiciones de poder! Seríamos personas frustradas y totalmente descontentas.

 

La palabra “permanente” que va unida a su título de diácono, indica en ustedes la firme voluntad de ser para toda su vida servidores de Dios y de su Iglesia. Esto los hace grandes y dignos de admiración a los ojos de quien ha entendido los parámetros de medida del Reino de Dios.

 

Ser siervos por amor significa ser “personas de reconciliación y de encuentro”, como escribía hace tiempo el Obispo de Vicenza a sus diáconos: A ustedes se les ha pedido construir “relaciones adultas, maduras, con humildad y dedicación, superando ya sea el orgullo de contar en la comunidad, como la búsqueda de la gratificación personal” (ib.).

 

Servir por amor significa calificar el servicio de la Palabra. Estudien, profundicen las Escrituras, pero sobre todo antes de enseñarla vivan la Palabra de Dios. Conociendo y experimentando los frutos de la Palabra estarán en condiciones de presentarla con más convicción, de hacerla atrayente y sobre todo verán con sus ojos como ella hace nacer las comunidades cristianas. Los imagino a todos comprometidos a animar las distintas comunidades esparcidas en sus respectivas diócesis. Aquí en Cuba tenemos la riqueza de las pequeñas comunidades cristianas, aquellas que se reúnen en las llamadas “casas de misión”, las cuales muchas veces no tienen más que el alimento de la palabra de Dios. He visto con mis propios ojos a las personas reunidas en pequeños grupos y he escuchado con mis oídos la belleza de sus relatos acerca del descubrimiento del valor de la Palabra de Dios y la incidencia en sus vidas. ¡Cuántas conversiones y cuánta alegría al hablar de la perla preciosa encontrada! De todas estas “maravillas” obradas por el Señor en medio de su Pueblo, mucho se debe a ustedes, queridos Diáconos.

 

Servidores por amor significa ser testimonios creíbles de la caridad de la Iglesia. Ustedes que como laicos viven en el mundo y están plenamente insertados en la sociedad, se encuentran en una posición privilegiada para individuar realidad y personas a las cuales extender el rostro caritativo de la Iglesia. Sabemos bien los enormes límites que se han puesto a la acción de la Iglesia en Cuba y cuán escasos son sus medios de socorro, pero al mismo tiempo se les ha puesto a trabajar en una red asistencial hacia los pobres que necesitan de la colaboración de personas generosas y voluntarias. Ustedes son el alma de esta  acción caritativa. De esta acción depende la credibilidad y el futuro de la Iglesia en este país. Les espera en este campo un gran desafío que a pesar del peso de sus fatigas, tiene la atracción del bien gratificante.

 

Siervos por amor significa, en una palabra, dar esplendor a su familia. Ustedes son hombres casados y tienen su familia. La primera vocación es su familia. Imagino que entienden bien como deben buscar el equilibrio entre los deberes de padres de familia y sus compromisos eclesiales. Vivan de modo que sus hijos estén siempre contentos de la Iglesia y no la vean nunca como una rivalidad del afecto y de la dedicación que les deben a ellos. Sobre todo hagan de su familia un ejemplo, un lugar donde es posible vivir el amor matrimonial según las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. Nos recuerda el Directorio para el diaconado en el Número 61. «En el matrimonio, el amor se hace donación interpersonal, mutua fidelidad, fuente de vida nueva, sustento en los momentos de alegría y dolor, en una palabra, el amor se hace servicio».

 

Todos sabemos las desastrosas condiciones en las que se ha reducido la familia en Cuba. Desgraciadamente la palabra fidelidad entre esposos, indisolubilidad del matrimonio, valores espirituales a cultivar y enseñar a los hijos, son para muchos cubanos palabras sin sentido. “Una vez eliminado Dios en un pueblecito – decía el cura de Ars – sus habitantes se limitaran a adorar las bestias”. La verdad de esta afirmación está a los ojos de todos. Sobre ustedes, queridos Diáconos, cristianos convencidos, ministros de Dios y de la Iglesia, recae la responsabilidad de mostrar la belleza del matrimonio cristiano ofreciendo a todos un testimonio de fidelidad, de gratuidad y de unidad en el amor, que se modela bajo el amor de Cristo por su iglesia hasta el don total de sí mismo.

 

Estamos en el período de Adviento. Estamos todos invitados a dar mayor realce a las cosas de Dios, a saber entender el signo revelador de su presencia en medio de nosotros. En este tiempo de espera, no podemos dejar de dirigir nuestra mirada a María, ella que con serena confianza, en medio de varios obstáculos, supo esperar la venida de Señor y ofrecer toda su colaboración para el cumplimiento de las promesas. De Ella, la verdadera esclava del Señor, aprendamos como el servicio primero  pedido a quien quiere consagrarse a Dios es anonadarse para que Él pueda realizar su designio de amor hacia la humanidad. Ser nada, pero un nada colaborativo y capaz de cantar el Magníficat por todo lo hermo
so que el Señor realiza en medio de su pueblo gracias a la generosa disponibilidad de sus siervos.

 

Que María sea siempre nuestro modelo y la Madre que vela sobre cuantos se dedican a la expansión del Reino del Hijo suyo y nuestro Señor, Amén.

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