Homilía del Arzobispo de Évora, Portugal, en la ordenación de 18 diáconos permanentes

Muy queridos hermanos en el episcopado,
Queridos Presbíteros y Diáconos,
Estimados Candidatos al Diaconado,
Mis hermanas y mis hermanos en Cristo,

La celebración que estamos realizando fue por mí esperada con gran expectativa y se convirtió en causa de inmensa alegría. Y creo poder afirmar que algo semejante habrá sucedido con vosotros que aquí estáis presentes y con todos los diocesanos que siguen de cerca la vida eclesial de nuestra Iglesia Particular. En verdad, la ordenación de tan numeroso grupo de diáconos permanentes es un acontecimiento inédito en esta catedral. Y poder vivirlo abre ante nosotros un claro de esperanza, que nos hace evocar los primates de la Iglesia.


El Libro de los Hechos de los Apóstoles relata cómo fue la institución de los diáconos. La comunidad de los creyentes en Jesucristo había aumentado. Y los Apóstoles se sintieron incapaces de responder a tantas peticiones. Resolvieron repartir las tareas. Pidieron a la comunidad que eligiera siete hombres «de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría» (Hch 6,3), a quienes impusieron las manos y encargaron de coordinar la asistencia a las viudas ya los pobres. Y para ellos se reservaron «la oración y el servicio de la Palabra».

Los diáconos fueron ordenados para «servir a las mesas» pero pronto extendieron su actividad a otras misiones. Después de la persecución al cristianismo, surgida en Jerusalén, ellos aparecen como los primeros misioneros y fundadores de comunidades cristianas en ambiente pagano y helenista. En ese mismo contexto, el Diácono Esteban fue martirizado en Jerusalén. Por lo tanto, a los Diáconos les tocó la gloria de ser los primeros misioneros y de contar en su grupo el primer mártir del cristianismo. Así fue el principio de los diáconos.

A lo largo de los siglos, por muchas y variadas razones que los historiadores enumeran, el primer fulgor de los diáconos se fue desvaneciendo. Es cierto que el diaconado nunca terminó, pero quedó prácticamente ligado sólo a la función litúrgica y era considerado como un escalón de acceso al presbiterado. Sólo en el siglo XX el Concilio Vaticano II restauró el Diaconado Permanente, como primer grado del sacramento de la Orden, que capacita al Diácono para el servicio ministerial del anuncio, de la liturgia y de la caridad, en dependencia del Obispo y en comunión con el presbiterio.
En la Arquidiócesis de Évora, los dos primeros Diáconos Permanentes fueron ordenados en 1990. A esa ordenación se siguieron dos más: una en 1997 y otra en 2007. En total fueron ordenados catorce Diáconos Permanentes, de los cuales uno ya falleció. Pasados ​​diez años, tenemos hoy la alegría de reunirnos en la Catedral, iglesia madre de todas las iglesias diocesanas, para otra ordenación diaconal. Esta vez los candidatos son dieciocho. Opino que nunca hubiéramos pensado que iba a haber  una ordenación de tan numeroso grupo de diáconos permanentes. Motivo más que suficiente para elevar a Dios un gozoso himno de alabanza y acción de gracias por tan excelente don concedido a esta inmensa Arquidiócesis, que sigue siendo tierra de misión. Y con la ordenación y envío de estos dieciocho misioneros y servidores del pueblo de Dios, se reavivará la esperanza en el corazón de los creyentes y de todos aquellos que esperan a alguien que, a ejemplo de los primeros diáconos, llenos del Espíritu y de la Sabiduría, les muestre el rostro de Dios y les dé testimonio de Cristo Resucitado.

En efecto, el itinerario seguido, desde el inicio del proceso hasta el día de hoy, sirve de soporte a nuestras expectativas. Como en el principio, fue la comunidad cristiana a la que pertenecen quienes los presentó al obispo diocesano, porque les reconocía espíritu de fe, vivencia cristiana y compromiso evangélico. Como mandan las normas eclesiales, la esposa y los demás miembros de la familia dieron su asentimiento. Una vez aceptada la propuesta de la comunidad parroquial, por la voz del párroco, los candidatos iniciaron la preparación específica, que se prolongó por tres años e incluyó formación académica, espiritual y pastoral,  con tres momentos significativos: las instituciones del Lector y del Acólito, el rito de Admisión como candidatos a la Orden del Diaconado, además de algunos encuentros con el Obispo, con el responsable de su formación y con los actuales Diáconos Permanentes. Creo que ha sido un itinerario enriquecedor para todos que, poco y poco, se volvieron amigos y se dejaron imbuir del espíritu de fraternidad diaconal.

Si he evocado los orígenes del Diaconado y los orígenes y la formación de este grupo de candidatos, es porque tengo la esperanza de que puedan servir a la Iglesia de Évora como los primeros diáconos sirvieron a la Iglesia naciente.

De los primeros diáconos sabemos que eran siete y todos ellos eran hombres de buena reputación, llenos del Espíritu y de la Sabiduría. El Libro de los Hechos de los Apóstoles relata lo que hicieron pero poco dice sobre sus edades y su origen. Nuestros candidatos sabemos de dónde son, qué hicieron y la edad que tienen. La edad es muy variada. Oscila entre los treinta y nueve y los setenta y tres años. Podemos decir que en ellos se concreta la parábola de Jesús sobre el propietario que contrató trabajadores a su viña en diferentes horas del día. Pero en el Reino de los Cielos, la edad cuenta poco. Lo importante es que el Señor llame y el que recibe la vocación responda y se ponga a disposición para trabajar con dedicación y entrega plena al servicio que se le ha confiado. Para determinar la paga asignada a cada uno, cuenta más la calidad del servicio que el número de años gastados a servir.

La recompensa del servicio no es material ni es cuantificable, no se recibe en este mundo sino en la eternidad. Por eso, San Pablo, cuando escribió a los cristianos de Filipos, decía que experimentaba dentro de sí el dilema de ir al lado del Señor o de permanecer en medio de ellos. Su amor a Cristo era tan fuerte que deseaba estar unido a Él
definitivamente. Pero, percibiendo que su presencia ante los cristianos era necesaria, se disponía a permanecer. Y concluía que lo más importante, en este mundo, es «vivir de manera digna del Evangelio de Cristo».

Mis hermanos y queridos candidatos al Diaconado, la diaconía abre el camino a todos nosotros para vivir a la manera del Evangelio. Porque el Señor nos llama a todos para estar con Él y estar con los hermanos, para servirle a Él que vino para servir, sirviendo a los hermanos. Si adoptamos por el servicio como norma de vida, también nos asemejamos a María, Madre de Jesús y nuestra Madre, que se proclamó sierva del Señor e hizo del servicio el ideal de su vida. Con la mirada fija en Jesucristo y bajo la mirada materna de María, os invito a que hagamos de nuestra vida una diaconía del anuncio evangélico, de la liturgia comunitaria y de la caridad fraterna.

José Francisco Sanches Alves
Arzobispo de Évora

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