El “secreto” de los casados diáconos

Diác. Mauro Albino, pssg

Referente Nacional del CIDAL en Guatemala

Guatemala, 14 de octubre de 2009

            Mauro es un diácono permanente religioso, miembro de la Pía Sociedad de San Cayetano, nacido en Italia, que hace años ejerce su ministerio en la Capital de Guatemala. Lo conocí en febrero de 2009 en Bogotá y nos volvimos a encontrar en el mes de agosto del mismo año en la Ciudad de Panamá. Hablamos mucho sobre la riqueza ministerial de la Iglesia. Me impresionó la sencillez y la profundidad de su pensamiento, particularmente su valoración sobre la pluralidad de formas que puede tomar el ministerio diaconal en nuestro tiempo. Le pedí que pusiera por escrito algunas expresiones de ese diálogo y él me respondió gustoso con el siguiente testimonio en el que se refiere al ministerio diaconal de hombres casados, a quienes prefiere llamar “casados diáconos”, desde su condición de diácono permanente célibe. Le agradezco mucho su reflexión. Diác. José Espinós, Morón, Buenos Aires, Argentina.

 Después de haber meditado por qué me siento feliz de ser diácono, con casi 25 años de ordenación y de servicio, últimamente me he preguntado cuál debería ser el secreto de la verdadera felicidad de un casado ordenado diácono permanente.

 Por supuesto, nuestro encuentro con Dios y el esfuerzo para ser imagen de Cristo Siervo nos llenan de alegría a los diáconos y nos ofrecen motivaciones para seguir adelante. Pero pienso que hay algo más que incide en la vida de mis hermanos en el Orden. La sonrisa y los ojos de cada uno de ellos revelan que existe algo más profundo: la condición matrimonial de los “casados diáconos”.

 Estos son hombres de relación con sus mujeres y con sus hijos, y tienen una relación especial con la comunidad en que actúan porque son y se sienten parte de ella. Además, su relación con la sociedad en la que viven y trabajan los hace sentirse parte de ella de forma directa y participativa. Los diáconos casados integran la sociedad, pero con un corazón y una fe especial. Sus vidas, sus relaciones y sus contactos lo hacen así.

 Los presbíteros y los obispos, en cambio, son educados y viven sus vidas de manera diferente. Ellos consagran y nos dan a Jesús eucarístico, pero no son procreadores a imagen de Dios como los casados diáconos.

 Los sacerdotes forman parte de la institución eclesiástica, que en el curso de los siglos ha sufrido tantas y múltiples transformaciones. Podríamos recordar a la Iglesia de la época apostólica con San Pedro que era casado; el tiempo de las persecuciones; el período de la libertad con el edicto de Constantino durante la edad Media; la Iglesia de la reforma de Lutero; la Iglesia de nuestro tiempo. ¿Cuántas transformaciones ha tenido la misma formación seminarística, desde cuando se decía que el Seminario es la “fábrica de los curas”, casi como un cuartel?

 Diferente es la vida de los casados diáconos, hombres del pueblo, que viven con él y se forman en él. Considero fundamental su enamoramiento de novios, sus casamientos, la procreación de sus hijos y sus vidas en los ambientes en que trabajan.

 Hay una gran diferencia entre la vida de los sacerdotes diocesanos, de los religiosos y de los casados diáconos. Mientras los presbíteros encuentran a Dios en su relación con Jesús, que se hace presente en la Eucaristía y en la vida sacramental, los casados diáconos lo encuentran en su relación profunda con sus esposas, en el amor a los hijos y siendo levadura en el mundo y en el trabajo.

 “Con Jesús en el corazón, en la familia y en el trabajo” no es solamente un lema. Me encanta ver cómo los casados diáconos se relacionan entre sí, hablando de sus familias, de sus trabajos y de la situación social. Me encanta ver cómo aman a sus esposas y a sus hijos. Los miro con simpatía y afecto, mientras yo me siento muy feliz de ser religioso diácono.

 Vemos que la vida de los obispos es diferente a la de los sacerdotes por el grado de responsabilidad y de dignidad que tienen. Pero ambos se diferencian a su vez de la vida de los casados diáconos. Es maravilloso que el único sacramento del Orden sea vivido y ejercido de manera tan diferente. Es extraordinario poder vivir esta unidad en la diversidad. Sería algo horrible hacer del casado diácono un “mini cura” o simplemente un sacristán.

 Una vez escuché decir que Jesús vivió treinta años como hombre, tres como cristiano anunciando la Buena Nueva y solo un día como sacerdote. La vida de Jesús, María y José en Nazaret nos enseña que las relaciones son importantes y que solamente el amor hace feliz a las personas y las realiza. La familia es una pequeña institución, una “iglesia doméstica” que puede dar su valioso aporte para renovar la “gran institución” que es la Iglesia.

 En estos últimos meses he tenido la impresión, especialmente visitando el “viejo mundo”, que el protagonismo exagerado de lo institucional mata el espíritu, el carisma y la profecía. Veo congregaciones que nacieron con tanto entusiasmo y que, con el tiempo, se volvieron demasiado institucionales y perdieron la motivación que les dio origen, como por ejemplo el servicio a los jóvenes y a los pobres. Me he dado cuenta, además, que la gente se aleja de aquello que es demasiado estructural, mientras que se acerca a lo que es más evangélico y profético. Quizás el abandono de la fe católica se deba a la pobreza de las relaciones personales en la Iglesia y a la necesidad de los fieles de mantener contactos verdaderamente humanos entre sí, como se suele dar en los grupos pequeños y en las sectas.

 Por eso, considero que el casado diácono, con su vida familiar y con su ministerio, podría dar un valioso aporte para que los cristianos se encuentren acogidos en la Iglesia sintiéndose parte de una gran familia.

 En la historia de la Iglesia hemos vivido grandes momentos con los mártires, con los obispos y sus diáconos, con las órdenes religiosas, con los concilios y los sínodos. Pienso que ha llegado el momento de hacer de la Iglesia una verdadera familia, en la que los casados diáconos ejerzan, con su experiencia y su entusiasmo, un papel importante de renovación.

 El Concilio Ecuménico Vaticano II valoró al diaconado permanente como un signo d
e renovación de la Iglesia. Por eso, considero que los casados diáconos, en virtud de la riqueza y la experiencia de su vida familiar, podrían ser eficaces elementos de cambio. Una Institución se renovaría así por medio de otra institución.

 Lo saben muy bien aquellos que fomentan las sectas, que lamentablemente no son pocos. Frente a una religión que molesta a las multinacionales, a la política del poder y a los intereses de parte, se intenta poner otra religión: se combate la religión católica con la difusión de las sectas. Y ¿qué puede hacer un cura católico frente a tantos pastores de sectas? Esta es la cruda realidad de Guatemala.

 Una encuesta de la Conferencia Episcopal de México afirma que la transmisión de la fe viene de la familia en un 90%, el 5% de la parroquia y el restante 5% de otras maneras. En mis peregrinaciones alrededor del mundo me he dado cuenta que nos hemos equivocado pensando solamente en la parroquia como trasmisora de la fe. Ella puede únicamente ofrecer y sistematizar el contenido de la fe. Pero es en la familia donde, especialmente durante los primeros años de vida, se transmite y se recibe este don tan grande y fundamental.

 En relación a los casados diáconos es evidente que no debemos relegarlos dentro de los templos a las funciones puramente litúrgicas. La Iglesia necesita de diáconos enamorados de la vida, de sus esposas, de sus hijos, de sus trabajos, de sus comunidades. En este tiempo de misión continental no se puede olvidar que la Iglesia juega su principal papel afuera del templo, y esto especialmente en América Latina.

 En este servicio diaconal es más importante el “ser” que el “hacer”. Los laicos comprometidos pueden trabajar mejor que el diácono, pero es él que como representante de la Iglesia la puede renovar desde adentro, y la puede representar mejor hasta los rincones más aislados y las nuevas fronteras de la evangelización.

 Algunas veces me pregunto por qué en algunas diócesis o en algún eclesiástico existe el rechazo por este ministerio. Pienso que se debe a la tentación a permanecer en una posición que no quiere renovarse. Sería como haberle dicho a San Pedro que se quedara en la tierra de Jesús en lugar de encaminarse hacia el corazón del imperio para llevar la levadura del Evangelio. A veces tengo la impresión que algunos clérigos están cómodos en la Iglesia entendida solamente como institución y con miedo a perder privilegios.

 Creo que de veras ha llegado el tiempo de los casados diáconos, y su secreto es el amor que los transforma y renueva, que los habilita para hacer de la Iglesia una gran familia a imagen de la familia de Nazaret.

 A través de su presencia y servicio, los diáconos deberían ofrecer soluciones concretas a muchos problemas de nuestras comunidades cristianas. Recordemos que el Concilio Vaticano II, celebrado 45 años atrás, renovó el diaconado permanente en la Iglesia, bajo la inspiración del Espíritu Santo, como un soplo de novedad y de gracia.

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