"Confesiones"

Tras mi conversión creía que Dios podía ser un objeto del intelecto. Sí, soy un convertido. Antes de los 31 años creía que Dios no existía, que Jesús el Cristo, no era más que una genial invención para tranquilizar conciencias. Qué equivocado estaba. Una noche de octubre de 2003 sufrí lo que Pascal llamaba experiencia religiosa de renacimiento, alegría total, plena, olvido de todo menos de Dios, llanto pleno porque hasta ese momento había​ ​negado​ ​a​ ​Aquel​ ​del​ ​ahora​ ​tenía​ ​total​ ​seguridad.

No se trata de una experiencia subjetiva, tampoco científica. Tras algunos años de formación teológica llegué a pensar que Dios podía ser un objeto del intelecto, y por eso me propuse estudiar a aquellos que así lo consideraban. Pero gracias a mi camino hacia el diaconado, y a una formación pastoral centrada en la praxis, me encontré con una experiencia que me puso frente a la realidad de Dios como ente implicativo, dialógico. Y Dios fue transformándose en el Dios de Jesús, algo tan complicado como el horizonte y fundamento de nuestra existencia, y a la vez tan simple como amor. Poco a poco fui entendiendo que la religión es como un sexto sentido, como un sentido exclusivamente humano que hace percibir la realidad como un todo, y que la religión no tenía nada que ver con la nostalgia de Dios, sino que tiene que ver con una Presencia digamos que elusiva, una​ ​revelación​ ​que​ ​se​ ​oculta.

Sin embargo tardé mucho en superar una imagen exclusivamente apofática de Dios, en la que mi relación con Él se basaba en el silencio y la adoración. Hubo momentos en los que sospeché con cierto temor y temblor que más allá del silencio ante Dios estaba la blasfemia. Pero de forma natural, y tras haber exorcizado el peligro del exceso de apofatismo y de convertir el silencio y la adoración como absolutos en mi relación con Dios, fui abriéndome a un encuentro dialógico y personal con aquella Presencia que sentía sin ser fácil​ ​explicar​ ​ni​ ​dónde​ ​ni​ ​cómo.

En la experiencia de Dios que se trasluce en mi diaconado, no solo me encuentro con el Dios incomprensible y trascendente, con el Dios inabarcable y tremendo, sino que esa imagen absoluta y todopoderosa de Dios queda superada por la experiencia de un Dios humilde y encarnado, hecho historia, rostro, fragmento. La respuesta a esto es la escucha, la palabra, incluso la complicidad. El Dios hecho historia, rostro, fragmento, se revela como
Aquel que se pone decididamente a favor del ser humano. Dios encarnado en la debilidad que se pone a favor de los débiles. Supe que era un diácono cuando empezó a tomar fuerza en mí manera de orar un Dios amor al que se conoce amando. Mi oración ya no era de​ ​petición​ ​y​ ​adoración,​ ​sino​ ​de​ ​acción​ ​de​ ​gracias,​ ​de​ ​alabanza.

Pero ni la experiencia apofática ni el encuentro personal con un Dios hecho historia agota la experiencia de Dios. Ambos encuentros están orientados hacia el encuentro íntimo, hacia la comunión. Cuando me di cuenta de que esta experiencia de comunión tenía que ver con las experiencias religiosas de todas las culturas del mundo, con lo que la humanidad llama, espíritu, alma, brahman, fuerza vital, con la experiencia de san Pablo o de san Juan de la presencia del espíritu en el creyente, sólo entonces comprendí que iba por el buen camino, que mi diaconado venía de Dios. Y el Dios Trinitario se reveló de una forma muy clara. Era la historia de mi diaconado, la historia de mi camino de fe. Una experiencia de Dios apofática, trascendente, inabarcable, el Padre; una experiencia de Dios hecho historia, rostro y fragmento, el Hijo; y una experiencia de Dios como comunión, como camino hacia un Dios que es todo en todos, el Espíritu. Esta imagen de la Trinidad no es mía,​ ​es​ ​del​ ​teólogo​ ​Ángel​ ​Cordovilla,​ ​pero​ ​refleja​ ​perfectamente​ ​lo​ ​que​ ​siento.

Trascendencia, historia y encuentro íntimo. Como creyente he de silenciar toda mi humanidad ante el misterio de Dios, aunque, como cristiano he de sentirme muy cerca de Dios. La mayor cercanía de Dios no agota, sin embargo, el misterio, al contrario, lo abre más profundamente. La incomprensibilidad de Dios se manifiesta en el acontecimiento desvelador que es Cristo. El silencio de Dios se manifiesta en el acontecimiento revelador de Cristo, aquel que no vino a ser servido sino a servir. El silencio de Dios habla en el Cristo diácono.

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