Con las alas del alma

La historia del cura que predicaba en un parapente

 

Revista Valores Religiosos

Buenos Aires, Argentina, 16 de diciembre de 2010

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El padre Chifri recorría así los cerros salteños hasta que una caída lo dejó en silla de ruedas. Pero gracias a su fe y fuerza de voluntad logró desplazarse con bastones y continuar una enorme obra religiosa y social. Un testimonio ejemplar.

 

Desde chico, el sacerdote Sigfrido Moroder, más conocido como el padre Chifri, era un apasionado de los deportes. De todos, pero sobre todo del rugby. Por eso, cuando en medio de los cerros salteños se encontró con un grupo que volaba en parapente pensó que podía unir su pasión deportiva con su obra religiosa y social.

 Porque a la vez de experimentar el placer de volar como los pájaros podía recorrer rápidamente los 25 parajes y las 18 escuelas de la zona donde misiona. Hábil en el manejo de su cuerpo, no tardó en lograr su cometido. Hasta que en uno de sus vuelos, allá por 2004, un remolino fatal le provocó una caída de 40 metros que lo dejó inmóvil, con un dolor terrible y problemas respiratorios que lo codearon con la muerte. Pero no se entregó. Superada la etapa crítica, el pronóstico decía que pasaría su vida en una silla de ruedas.

 Sin embargo, su fuerza de voluntad y su fe inquebrantable pudieron más: un año después -tras muchas horas de porfiada rehabilitación- consiguió dar los primeros pasos con bastones y no sólo retomar su labor en medio de la puna, sino hacerla crecer mucho más. Por ese tesón y su enorme trabajo, que está a la vista de todos, acaba de ser elegido, entre 1.300 postulantes de todo el país, la personalidad solidaria del año.

 En verdad, Chifri nunca fue una persona de darse fácilmente por vencida. Por caso, a poco de ordenarse cura, luego de pasar por el seminario porteño, sintió el impulso de ir a misionar. Y eligió África. Pero no obtuvo el permiso de su obispo, que consideró que aún era muy joven. Dejó pasar un tiempo y volvió a la carga con otra propuesta misionera: ir a Salta. Esta vez, lo consiguió. Corría 1999 y con sus jóvenes 34 años marchó al departamento de Rosario de Lerma. A una región con pasos que llegan a los 5.000 metros de altura, con un sol impiadoso y noches con temperaturas de hasta 25 grados bajo cero. No le quedaba otra que caminar muchas horas para llegar a los parajes y las escuelas. Una vez bromeó con un misionero africano que lo fue a visitar: «Vos ahora tenés dos horas hasta Buenos Aires y doce hasta África y yo, quince hasta un paraje». Pero lo más duro para el padre Chifri fue toparse con la situación de la gente del lugar. Familias que vivían hacinadas en refugios y se alimentaban de algunas verduras y frutas que cultivaban y de ovejas y cabras que criaban. «Gente que no manejaba dinero y hasta no había visto un auto en su vida», apunta. Esa realidad, lo decidió a no ceñirse a lo religioso, sino a iniciar una obra de asistencia y, sobre todo, de promoción.

 Lo primero que encaró fue la creación de comedores escolares en las escuelas. Luego, la instalación de invernaderos de altura para obtener más y mejores alimentos. «La prioridad era reforzar lo alimentario», dice. Pero inmediatamente después comenzó a pensar en algún emprendimiento que los lugareños pudieran desarrollar para mejorar sus condiciones de vida. Se le ocurrió que las artesanías podían ser una salida laboral porque el oficio les venía de sus ancestros. La experiencia se inició en 2002 con una exposición de artesanías hecha por los chicos de las escuelas en Rosario de Lerma. «Lo que se vendía era para ellos o su escuela», precisa. Al año siguiente, las artesanías -ya con el concurso de las familias de los chicos- fueron expuestas durante tres semanas en el Cabildo de Salta. «Era increíble verlos por primera vez contando billetes», señala. Los buenos resultados alumbraron el siguiente paso del padre Chifri: la creación en la sede de su misión -que queda a la vera de una ruta de mucho tránsito turístico- de una muestra permanente de artesanías. Así nació El Alfarcito, un centro donde la gente de la zona vende sus obras. Y en el que, además, los lugareños que quieren acceder a ese oficio pueden recibir la debida capacitación.

 Paralelamente, Chifri no descuidó la atención de la educación. Consiguió que le donaran un viejo colectivo -que pintó de muchos colores- con el que recorre las escuelas de la zona repartiendo material didáctico. Lo bautizó «el colectivo de los sueños». Además, como esas escuelas son primarias, creó -con el concurso de una fundación de Buenos Aires- un sistema de becas para que los chicos puedan cursar el secundario yendo a localidades que cuentan con colegios con ese nivel. Pero dado que uno de los grandes objetivos de la obra del padre Chifri es evitar el desarraigo, decidió levantar, también en la sede de su misión, un colegio secundario. El objetivo parecía una utopía. Pero empezó a hacerse realidad este año cuando abrió las puertas para los primeros 36 alumnos del primer año. El establecimiento está previsto para 200 alumnos. La obra del sacerdote se completa con capacitación para jóvenes y adultos en labores agrícolas y ganaderas. Además de la instalación de una sala médica y un consultorio ambulante que va casa por casa. Todo ello, claro, sin descuidar la labor misionera y la catequesis, que se coronan con las celebraciones y procesiones que, en esas latitudes, suelen ser tan coloridas como sentidas. Lo que lleva al padre Chifri a concluir que toda su comunidad configura «una gran familia».

 Ahora, ¿cómo explicar el impulso abnegado del padre Chifri? «Me motiva el deseo de hacer el bien, de vivir lo que Jesús nos enseñó: “Han recibido gratuitamente”, dice citando el Evangelio. Y agrega: “Trato de compartir el don recibido y de brindarlo como hermano”. Pero no oculta que el accidente y la limitación física que le ocasionó fue un durísimo golpe. Esa experiencia tan traumática la volcó en el libro «Después del abismo», un texto conmovedor donde no oculta la zozobra que le produjo la posibilidad de no volver a caminar. Una situación que llevaba una carga adicional para alguien tan deportista y a la vez entregado a una obra que le exigía facilidad de desplazamiento. «Fue -evoca- un momento lleno de incertidumbre. Quedar en silla de ruedas y desde la cama de la internación plantearme: vivo en los cerros, en condiciones sumamente precarias, ¿cómo haré para arreglarme? ¿Podré reemprender mi trabajo?». Admite que «la decisión de volver al cerro con mi limitación no fue nada fácil. Sin embargo -agrega-, el motivo más fuerte fue así de simple: volveré, me rehabilitaré en medio de mi gente, de corazón sencillo, pero muy grande, y trabajaré de otra manera».

 Reconoce que se preguntó por qué Dios lo puso en esa situación. Y que se respondió que, si bien no podía vislumbrar la razón, en lo más profundo de su corazón estaba cierto de que algún sentido tendría. Y de que Dios lo guiaría «por ese túnel oscuro y doloroso por el que tenía que transitar». Hoy, que hasta se trepa a una bicicleta con cierta asistencia, mientras sigue haciendo crecer su obra, sabe que no hay valla insuperable cuando se tiene una férrea voluntad y se deja el resto en manos de Dios.

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