Bautizar a mi hija

EXPERIENCIAS DIACONALES.
BAUTIZAR A MI HIJA.
Diác. Alberto Jáimez
Hace varios días presidí mi primer bautizo. Cuatro familias de la Unidad Pastoral de Portugalete, el pueblo vizcaíno donde sirvo como diácono permanente, bautizaron a sus hijos. Normalmente hubiera presidido uno de los tres sacerdotes con los que colaboro, pero por circunstancias, ese domingo me tocó a mí. La casualidad hizo que, días antes, mientras daba las catequesis preparatorias, mi esposa dio a luz a nuestra segunda hija. Así que allí estaba yo, durante las catequesis, esperando la buena noticia y después, bautizando a cuatro bebés mientras en casa teníamos a Ángela recién nacida.
Como es costumbre en todo lo que hago, preparé la ceremonia con mucho cariño, eligiendo con cuidado cada palabra de las que podía elegir entre los varios rituales de los que disponía. Algo de lo que enseguida me di cuenta fue la inédita conexión que enseguida surgió entre las parejas y yo. Antes y después de las reuniones hablábamos de bebés, de noches en vela, de crianza. Esto, según me dijeron ellos mismos, normalizaba mucho la relación entre la Iglesia y las familias. De repente había temas y experiencias comunes que se compartían con la persona que iba a bautizar a sus bebés. Hubo alguien que dijo sentirse afortunado.
No faltó quien me preguntó si yo mismo podía bautizar a mi hija recién nacida. He de reconocer que eso de ser padre y ministro en el mismo sacramento me parecía lioso. Supuse que a partir de la doble sacramentalidad de la que disfruta el diácono permanente, primero era padre y luego diácono, así que en ese momento creí que lo adecuado era ser padre en el bautizo de mi hija. Sobre mis hermanos en el ministerio los hay que creen que el sitio del diácono en ciertos momentos está con su esposa y sus hijos, y los hay también, que a modo de Pepito Grillo, me aconsejan bautizar yo a mi hija, que es una gracia, un don poder hacerlo, que soy padre, pero también diácono, y quién mejor que yo.
Cuando volvía a casa después de presidir el bautizo de aquellos cuatro niños, me vino a la cabeza, como soplado por el viento, la idea de bautizar a Ángela, pero con una condición, encontrar la forma de unir de manera análoga a la de la doble sacramentalidad, la doble condición de padre y ministro en el bautizo de un propio hijo.
Hay un primer hecho indiscutible, el diaconado permanente puede ser conferido a hombres casados. Esto propicia la doble sacramentalidad. Por una parte el sacramento del matrimonio santifica el amor de los esposos constituyéndolo signo del amor de Dios. Jesús es el amor de Dios, y signo eficaz del amor de Dios, así que el diácono, que a su vez actúa en persona de Cristo, ama a su esposa como Jesús amaría a una esposa. Esta dimensión del amor a partir de la doble sacramentalidad alimenta la vida espiritual del diácono casado. Por eso el diácono permanente, que como digo, actúa en persona de Cristo, debe ofrecer, más que cualquier otro cristiano, un claro testimonio de la santidad del matrimonio. Creo entonces, que si el sacramento del diaconado en el seno del sacramento del matrimonio supone un enriquecimiento mutuo, si mediante el orden del diaconado, la gracia recibida en el matrimonio toma una nueva dimensión, así también, la unión de ambos ámbitos, orden y matrimonio, en el bautizo del propio hijo, también enriquece a quien actúa al mismo tiempo de padre y de ministro, y a quien es objeto del bautismo.
La experiencia de la doble sacramentalidad abre dimensiones y perspectivas inexploradas por la tradición católica, supone de hecho en nuestras unidades pastorales una experiencia diferente de todas las vividas por el pueblo de Dios. El diácono es esposo, padre, ministro ordenado, y cada ámbito lleva unos gozos distintivos, pero unificados en la propia materialidad del día a día. El ministro ordenado es el mismo que es padre, el esposo es el mismo que es ministro ordenado. Se es todo siempre y la unión de las tres dimensiones comporta una forma diferente de ser ministro ordenado, de ser padre, y de ser esposo.
Como padre y esposo el diácono es un testimonio actual, un ejemplo de coherencia de vida, de compromiso, de amor y entrega generosa a su familia. Como diácono, el padre y esposo es alguien con gran capacidad de escucha, una fuente de esperanza, un servidor para la comunidad. Se puede decir que la doble sacramentalidad convierte la familia en una Iglesia doméstica, pero también convierte la Iglesia en un hogar. Tomados por separado ambos sacramentos, el matrimonio y el orden, son al servicio de la comunión, uno para la complementariedad, para el proyecto común, y para la salvación de la pareja, el otro para el servicio del pueblo de Dios. Así, los dos sacramentos, además de dar solidez a la vocación diaconal y fortalecer el matrimonio, generan una gracia que fecunda el matrimonio y fecunda la Iglesia.
Sabemos, por el Tratado de los Sacramentos, que administrar un sacramento equivale a que Jesucristo actualice un presente inmediato y concreto en una persona, es decir, la obra santificadora que ha hecho siempre. El diácono como ministro del bautismo no habla, no actúa, sino que habla y actúa Cristo a través de la materialidad de sus palabras y sus gestos. Visto esto, no puede haber gracia mayor que prestar mi voz y mis gestos para que hable y actúe Cristo en mi propia hija.
Mi hija no es bautizada en virtud de su fe, sino en virtud de la fe de mi esposa, de mi propia fe, y de la fe de la Iglesia que la acoge. Sin embargo mi hija ya ha sido llamada por Dios, y así como ha recibido de mi esposa la vida física, que la ha dado a luz desde sus entrañas, es también elegida para recibir la gracia divina, sea cual sea su respuesta futura. La vida de Ángela está inscrita, guiada desde el principio, y yo como diácono y también como padre, puedo expresar esta misión y esta llamada mediante el acto doble de ser ministro y padre en su bautismo, comenzando en nombre de Cristo su deificación que culminará en la Eucaristía, y abriendo asimismo la puerta a la vida espiritual, las condiciones para que pueda descubrir la fe, la esperanza y la caridad. En virtud de la doble sacramentalidad mi hija nace en cuerpo y sangre, y nace en agua y Espíritu. En un mismo acto diferido en el espacio de unos meses, Ángela nace del amor de los esposos y nace de Dios. La doble sacramentalidad me hace ministro, en un mismo acto, de su nacimiento junto con mi esposa, y de la nueva filiación por la que el Dios de Jesús la hace hija.
Y tras el nuevo nacimiento, el bautismo también expresa una vida de crecimiento. El bautismo es un sacramento de iniciación cristiana, y junto a la Confirmación y la Eucaristía, contribuye a edificar al cristiano, poniendo en evidencia el carácter dinámico de la vida cristiana, una vida en crecimiento continuo hacia la plenitud de la madurez en Cristo. Como diácono y como padre, una vez bautizada nuestra hija, surge el compromiso constante de presentar y actualizar la dignidad bautismal dándole a conocer a Cristo paulatinamente y según su desarrollo nos lo permita. Ambos momentos, el bautizo y el compromiso de una vida cristiana, son labor tanto del diácono que es padre como del padre que también es diácono. Para que la gracia bautismal se desarrolle, para que la labor del diácono que es padre se despliegue, es importante la labor del padre que también es diácono, que ayuda a su hija en su camino como mujer y como cristiana. Ambas tareas son profundamente eclesiales, y profundamente familiares.
Como diácono y como padre valoro la dignidad de mi hija, no tanto por lo que hace sino por lo que es, y el bautismo, administrado a personas mucho antes de ser capaces de manifestarse mediante actos de conciencia y libertad, es una confianza en el futuro, poniendo en evidencia una sociedad utilitarista que da más importancia al hacer que al ser. En la persona del diácono, tanto la Iglesia como la familia expresan la esperanza en que el futuro será un tiempo mejor.
Quiero terminar hablando del nombre que se impone al inicio del rito del sacramento del bautismo. Dicho nombre es expresión y signo de esta dignidad original que todo niño tiene. Dios nos conoce y nos ama a cada uno individualmente. Gabriela, mi primera hija, lleva por nombre la fuerza y el poder de Dios, y hace referencia al ángel que anunció a María el nacimiento de Jesús. Ángela también hace referencia al mensajero de Dios, y a la figura que pelea con Jacob. Así, mis hijas son conocidas por Dios por nombres que marcan disponibilidad, comunicación, fuerza, un mensaje de amor de Dios a los hombres. Ese es el modelo que como padre y como diácono quiero para ellas, un modelo que comienza en la misión que mi doble vocación como padre y diácono se me ha encomendado. Un modelo de crecimiento que comienza presentando a mi hija Ángela como padre, bautizándola como diácono, y amándola en la plenitud de la doble sacramentalidad en la que vivimos mi esposa y yo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *