¿Una pastoral diaconal?

 

Diácono Alberto Jáimez (Bilbao, España)

Desde hace varias semanas llevo dándole vueltas a Rom 12,15; es el lema que elegí para mi ordenación: «Alegraos con quienes se alegran, llorad con quienes lloran«. Además, en unos recientes ejercicios espirituales he descubierto lo mucho que tiene que ver con 1Cor 9,19-23. Se puede decir que la cita de Corintios explica la cita de Romanos. San Pablo, siendo libre se hace servidor de todos, se hace judío con los judíos, sin tener ley vive como si la tuviera, en resumen; se hace débil con los débiles.

            Es decir, san Pablo trata de adaptarse a todas las circunstancias para llevar su labor de la mejor manera, se alegra con los que se alegran y llora con los que lloran. Pablo no se impone, se adapta para facilitar el encuentro. La acción pastoral tampoco se impone, sino que toma de la realidad los elementos para su labor. Cuando se está con personas, hay que saber cómo son esas personas, responder verdaderamente sus preguntas y no responder nuestras preguntas. Saber quién llora y por qué llora, y en cierta manera llorar con él, saber quién ríe y por qué ríe, y en cierta manera también reír con él; es una forma de servicio, es una forma de ponerse al servicio de las penas o las esperanzas de cada ser humano.

            La mirada del diácono no puede ser neutral, no es la mirada de un profesional de cáritas, sino que es una mirada de cariño incluso donde hay un desencuentro de proyectos vitales. Nuestra mirada ha de transformarse en una mirada curativa, una mirada que respeta, defiende, ama y sirve, y que convierte la diversidad en complementariedad. No se trata de un mero cambio de enfoque pastoral, tampoco de un cambio en el lenguaje traduciendo ciertas expresiones procedentes de definiciones redactadas con otros presupuestos filosóficos distintos a la postmodernidad, se trata de ver la acción pastoral a partir de la asunción de los valores que brotan de la realidad con la que se trabaja. Se trata, pues, de un modo de ser Iglesia no solo a partir de la preferencia por las fronteras, sino a partir de la simpatía por las fronteras.

            Esta acción pastoral inspirada en Rom 12, 15 y en 1Cor 9,19-23 no parte del análisis de la realidad para juzgarla o interpretarla a la luz de un método y otro. El punto de partida de una acción pastoral que llora con el que llora y ríe con el que ríe, es la conexión real con la realidad, y en todo caso el estudio de dicha realidad, su ethos común, para llegar a un diálogo entre iguales donde se supera el «ver» desde fuera, y el «juzgar», y donde llegamos a un «actuar» en el que, como dice Pablo, sin ser judío, me hago judío, sin ser débil, me hago débil.

             Desde siempre hemos leído que las fronteras son lugares teológicos, pero la fe no se vive sin lugares sociales, es decir, para considerar un lugar teológico, un lugar donde encontrar a Dios, hay que considerar primero un lugar social, hay que vivir las fronteras como lugares sociales. En muchas ocasiones son lugares de olvido y de exclusión, en otras ocasiones se trata de experiencias de personas alejadas y rebotadas de la fe, que buscan una palabra amable. Jesús no hizo una lista de a quién abrazar y a quien no, abrazó la vida tal y como se le presentaba, con aspecto hambriento, doliente, desengañado, truncado, enfermo o desilusionado.

            En mi querida Europa, la cristiandad se deshace como un helado al sol, dejando pequeños grumos que son como pequeños «restos de Israel» que mantienen -como algo propio- la fe que heredaron de sus padres y abuelos. Su intereses coinciden con los de la Iglesia como institución. Pero hay pequeños restos que a pesar de creer en el mismo Dios y en su Hijo, que vivió entre nosotros, viven oprimidos, o sufren injusticia, en forma de presión social, de incomprensión, de ser considerados cristianos de segunda, o de tercera, también por parte de sus hermanos de fe. No son pobres en el sentido técnico del término, pero igualmente viven en la frontera, en la periferia. Y esta periferia también está escogida, convocada a ser pueblo de Dios. Es especialmente inspirador ver cómo el papa Francisco, recién elegido, se hace bendecir por «el pueblo fiel», que parafraseando la Evangelii Gaudium, trasciende toda expresión institucional, y tiene más que ver con multitudes sedientas de Cristo que con otra cosa.

            Hablo de una conexión total que nos lleve a llorar y a reír con una parte no pequeña de la población que ha recibido el bautismo, y que expresa su fe -a lo mejor no como nos gustaría-, pero que también expresa su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Hay que reconocer algo más que semillas del Verbo en muchas situaciones vitales que no podemos dejar abandonadas, ya que se trata de auténtica fe con modos propios de expresión y de pertenencia.

            Las nuevas culturas que se gestan en la geografía humana, las nuevas formas en las que se expresa la sociedad, donde lo cristiano ya no genera sentido, son lugares privilegiados de evangelización, pero requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, atractivas y significativas para ellas.

            Estoy convencido de que Pablo volvería a escribir Rom 12, 15 y 1Cor 9,19-23 si hubiera ejercido la pastoral con familias rotas por el divorcio, si hubiera acompañado el mundo de la diversidad sexual, o si hubiera estado junto a parados, víctimas de la crisis, refugiados, o cualquier otra realidad.  El diácono puede llegar allí donde se gestan los nuevos paradigmas, y alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. Y no se trata de hacer muchas cosas, sino acudir y callar, y en silencio enjugar las lágrimas, o calmar el ánimo, o lo que sea. La mirada del diácono va más allá de las apariencias y el aspecto, busca en el corazón humano y descubre tras la persona que tiene delante al mismo Cristo hecho sacramento.  El tema de fondo está en la evangelización de las diferentes formas en las que se expresa la sociedad. Es en ellas, cada uno en la suya, donde la persona vive su vida, y es allí donde los diáconos debemos ir para llevar a cabo nuestra labor. A lo mejor no debemos esperar dentro de nuestros presupuestos mentales a que venga nadie. La labor liberadora de la Iglesia, en este caso el trabajo del diácono, ha de hacerse desde la perspectiva de cada grupo social y de sus intereses. Lo que nos permite ejercer el mandato del amor, no es a partir de ideas o conceptos, sino a partir del encuentro genuino entre personas. Parafraseando al papa Francisco en su visita a Bolivia, ni los conceptos ni las ideas se aman, se aman las personas.

 

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