¿Una pastoral diaconal? III

 

En el artículo «Pastoral diaconal II» hablaba de diferentes culturas urbanas en las que la Iglesia, y en concreto el diácono, encontraba una verdadera tierra de misión. Hablaba de personas alejadas de la Iglesia, la cultura LGTB, el mundo obrero, todo el amplio mundo que se abre en el ámbito de la familia en cuanto a familias rotas, alejadas, o la juventud que nunca iría a una JMJ pero que está en una constante búsqueda, etc. Para ser más técnicos (me apoyo en «La cara pobre de Europa» de Coenraad Boerma) hablamos de una parte de la sociedad europea que no tiene importancia económica, es decir, que está fuera del proceso productivo normal, personas que políticamente no tienen voz, que no forman parte de grandes grupos cuya voz sea escuchada por los grandes partidos políticos que se alternan en el poder, personas que viven bajo presión social por convertirse en una carga para los que están mejor situados, personas que ya no reciben el apoyo eclesial sencillamente porque la Iglesia los ha perdido.

Esto también es tierra donde el diácono puede sembrar. El nº 205 del documento de Aparecida -del que creo que podemos aprovechar mucho en Europa- dice claramente que los diáconos permanentes son ordenados para, entre otras cosas, acompañar la formación de nuevas comunidades eclesiales, especialmente en las fronteras geograficas y culturales, donde ordinariamente no llega la acción evangelizadora de la Iglesia. El nº 208 expresa la confianza en que los diáconos den testimonio e impulso misionero para ser apóstoles en las nuevas fronteras de la misión. Aquí aparecen términos como «nuevas fronteras de misión» o «fronteras culturales», es decir, aparece el concepto de «periferia».
El 9 de marzo de 2013 el entonces cardenal Bergoglio, del que tenía referencia cundo me interesé por la figura del padre Pepe Di Paola de Buenos Aires (un experto en periferias) dijo que evangelizar supone que la Iglesia salga de sí misma y se dirija hacia las periferias existenciales, las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria. La condición del ser humano contemporaneo es la de pobre espiritual, la del que cree que está privado del amor de Dios, sencillamente porque la secularización le priva de la capacidad de tener experiencia de Dios. En este sentido creo que la gran mayoría de Europa se ha convertido en una gran periferia existencial. Cuando se nos pregunta cuál es la labor de un diácono hemos de responder que nuestra labor son todas las personas, todo ser humano que siente que su corazón, por la razón que sea, se ha convertido en un desierto. La labor de un diácono está en todas las personas que creen (erroneamente) estar privadas del amor de Dios.
Acabo de terminar el libro titulado «Periferias, crisis y novedades para la Igesia» del historiador italiano Andrea Riccardi. En sus páginas hay multitud de claves que nos dan luz sobre este tema. Cuando profundizamos en estas cuestiones se vislumbra lo que podemos llamar «teología de la ciudad», una forma de pensar que tiene en cuenta las periferias. Los perifericos, la gran lista del primer párrafo de este texto, a los que hay que añadir los pobres económicos, son los primeros interlocutores de la Iglesia y de su acción por medio del diácono, no se trata de una opción de caridad, sino de una opción que hunde sus raices en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret vivió en las periferias y se movió entre personas perifericas, pobres, enfermos, pecadores, buscadores (Nicodemo es tan periférico como Bartimeo).
Riccardi afirma que el cristianismo se difunde de modo sorprendente entre los pobres y los perseguidos, mientras que se atrofia entre los ricos y los acomodados. El cristianismo es una religión de periféricos, por lo tanto se me antoja que los diáconos tenemos mucho trabajo para descubrir los recorridos y las realidades de tantas personas, tan distintas entre sí, pero que producen, desde su hambre de lo divino, distintos tipos de viviencia religiosa. Las periferias, aunque no siempre están encuadradas en las estructuras del cristianismo oficial, no están vacías de viviencia religiosa -cuanto menos de hambre de Dios- aunque sea de modo particular.
Riccardi recuerda cuál es el verdadero giro de Francisco. La Iglesia no debe posicionarse como una minoría combativa en defensa de valores no negociables, queda claro que tampoco debemos decir que sí a todo, pero este lenguaje duro y belicoso que en ocasiones sale de la boca de nuestros clérigos, decía el propio santo Padre en un encuentro con obispos en su reciente viaje a USA, no es propio del pastor. Atendiendo a esta idea, los diáconos debemos ponernos en contacto con la realidad humana, cuando se revela en sus formas más dolorosas y problemáticas, cuando se muestra en sus formas más agradables y normalizadas, o incluso, cuando toma formas que parecen contrarias a la Iglesia, porque esta es la realidad donde viven los hombres y las mujeres de nuestro siglo. La nueva evangelización no se hace escribiendo en twitter las mismas cosas que hace 25 o 30 años escribíamos en panfletos, la evangelización del hombre y la mujer de nuestro siglo se hace simpatizando con el estilo de vida de nuestros contemporáneos. Hablo de una acción simpática, una acción con actitud positiva, equitativa y horizontal, aunque no asumamos en absoluto la forma de vida de nuestro interlocutor. Esta es la apertura al mundo y el cambio de lenguaje al que se refería mi querido san Juan XXIII.

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