La plegaria de ordenación de diáconos.

Un ministerio en vías de recepción

El ministerio de los diáconos es poco conocido por la mayoría de los fieles, que en muchos casos lo entienden como un trámite necesario para el sacerdocio; como una especie de sacerdocio menor. En gran número de las diócesis españolas este ministerio sacramental es transitorio. Poco a poco va creciendo el número de los llamados diáconos permanentes, casados y con una profesión “civil”, pero que corren el riesgo de convertirse en una especie de clero de emergencia ante la escasez de sacerdotes. Estamos aún lejos de considerar este ministerio sacramental como una realidad constitutiva de la ministerialidad de la Iglesia. Como una realidad que debería ser estable, porque desde sus orígenes ha formado parte de la triada del sacramento del Orden[1]. Ojalá con la presentación de la plegaria de Ordenación de diáconos contribuya a conocer mejor la naturaleza, la importancia y las tareas de este ministerio ordenado.

Hablamos de ministerio sacramental porque se trata de un oficio que habilita al sujeto de forma permanente para realizar en la Iglesia un servicio que remite a Cristo. Esta sacramentalidad capacita al candidato para ser imago Christi por el ejercicio de unas funciones de Cristo doulos y diakonos. Condición de la que la Iglesia participa por ser el Cuerpo de Cristo, y que atraviesa la totalidad de los ministerios ordenados o confiados, y que se personaliza y ejercita en individuos concretos. Esto es importante subrayarlo. Ciertamente no sería requisito esencial para la validez de una ordenación episcopal o presbiteral el haber recibido previamente el sacramento del diaconado, sin embargo las disposiciones de la Iglesia lo establecen siempre. También para no perder de vista que todo orden está atravesado por la vocación al servicio. El que quiera ser importante entre vosotros, sea vuestro servidor… De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos (Mt 20, 26.28). La costumbre de que el Obispo pueda revestir la dalmática bajo la casulla, no sólo significa al obispo como el que encomienda y confiere los otros órdenes y ministerios, o el que se trate por origen de una vestidura honorífica, sino, también, como el que es en la Iglesia particular el primer servidor[2].

Hablamos de ministerio ordenado porque incorpora a un colectivo, a un grupo estrechamente vinculado al Obispo y con unas tareas específicas litúrgicas y pastorales. Dice Lumen Gentium 29: En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Así confortados con la gracia sacramental en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad[3].

La plegaria en el conjunto de la liturgia de la Ordenación

Como ocurriera con la plegaria de ordenación de los presbíteros, también esta se presenta de forma colectiva, para dar idea de que se trata de un ministerio colegial, de la incorporación por gracia a un servicio de un colectivo[4]. Al igual que en el caso de la ordenación del Obispo y de los presbíteros la ordenación de los diáconos se confiere por la imposición de las manos sólo del Obispo y la plegaria de la Ordenación[5]. La estructura celebrativa en los tres ministerios es idéntica: a la liturgia de la Palabra sigue la liturgia de la ordenación que da paso a la liturgia eucarística. Pues en todos los casos la Eucaristía es el centro de la vida sacramental de la Iglesia y el servicio principal de todos los ministerios ordenados. Así mismo la liturgia de ordenación de los diáconos viene introducida por la elección del candidato, las promesas del elegido y la súplica litánica de la Iglesia. Tras la imposición de las manos y la plegaria consecratoria se realizan los ritos explanatorios que consisten en la entrega del Libro de los evangelios y el saludo de Paz del Obispo y la acogida de los demás diáconos, para pasar enseguida al servicio del altar[6].

Un poco de historia

La plegaria romana de ordenación del diácono es el texto de los ritos de Ordenación que menos variaciones han experimentado. El actual texto refleja de manera suficiente la identidad de este ministerio conforme a los datos referidos en el Nuevo Testamento, los rasgos generales de la Tradición y la doctrina del Concilio Vaticano II. La identidad y el ejercicio de este ministerio no han sido del todo homogéneos a la largo de la historia, pero el Vaticano II ha re-propuesto su importancia, promoviendo su recuperación para las Iglesias y re-modelando su identidad según la Escritura y la Tradición[7], algo que se puede apreciar en las actuales añadiduras y retoques del texto.

El texto originario, conservado en el Pontifical Romano Germánico se remonta al siglo V, con posibilidad, incluso, de que fuera redactado por San León Magno[8], lo encontramos en Ve 951[9]. Fue retocado en el Ritual de Órdenes de 1968 por disposición del Papa Pablo VI. El actual texto corresponde a la segunda edición típica promulgada por Juan Pablo II en 1989, aprobando la Congregación del Culto Divino la edición castellana en 1997.

La plegaria experimenta, como tendremos oportunidad de ver, un importante enriquecimiento bíblico sobre todo en lo que respecta a la necesaria referencia a la institución de los diáconos. La tipología levítica sólo se menciona, mientras el Veronense y la primera edición la desarrollaban más ampliamente. Se suprime un bello párrafo doxológico y apologético que introducía la epíclesis que se conserva intacta. Los retoques de la sección final o de las intercesiones sufren modificaciones para no centrarse en las virtudes morales de los candidatos, sino sobre todo en el ejercicio de una tarea ministerial entroncada en Cristo. La redacción actual menciona la raíz misma de este ministerio en el servicio mismo de Cristo, imitando en la tierra a tu Hijo que no vino a ser servido, sino a servir.

Como ya indicáramos en el comentario de las otras plegarias de ordenación, sin entrar en detalladas cuestiones estructurales, como es propio de toda plegaria cristiana, ésta se articula según una dinámica teológica interna y formal externa, que llamamos: doxológica, anamnética y epiclética. Se alaba a Dios por sus obras, que se narran como hechos salvíficos, y se pide que siga actuando por medio de su Hijo y del Espíritu. Para un mejor conocimiento del texto lo presentaremos y comentaremos por secciones: invocación, anamnesis, epíclesis, intercesiones.

Invocación

Asístenos Dios todopoderoso, de quien procede toda gracia, que estableces los ministerios regulando sus órdenes; inmutable en ti mismo, todo lo renuevas; por Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestropalabra, sabiduría y fuerza tuya- con providencia eterna todo lo proyectas y concedes en cada momento cuanto conviene.

Se trata de una larga invocación introductoria descriptiva del misterio y del hacer divinos. Como toda plegaria de ordenación es una súplica que el Obispo dirige a Dios, en nombre de Cristo, para que confiera este ministerio ordenado a alguno o algunos miembros de la Iglesia particular. Se trata de una súplica confiada a Dios, el único que pude conferir el ministerio. El motivo de la confianza aparece en la misma invocación, que ya es una anámnesis y una confesión de fe en la que se contempla el misterio divino, inmutable en ti mismo, todo lo renuevas; por Jesucristo, y se señalan las acciones salvíficas, de quien procede toda gracia, que estableces los ministerios regulando sus órdenes.

Lo primero que la plegaria constata es que el origen de todo oficio o ministerio está en Dios. El ministerio ordenado es, pues, una vocación, una llamada de Dios, antes incluso de la llamada de la Iglesia, como ocurriera en la vocación de Natanael al que Jesús dice: Antes de que Felipe te llamara, te vi yo (Jn 1,48). El reconocimiento de la soberanía divina sobre todo lo que existe y sobre su misma estructura y organización, se abre enseguida a la contemplación del misterio divino, principio inagotable de toda operación, origen e incesante fuente de vida y renovación, inmutable en ti mismo, todo lo renuevas. Se trata de un eco de la afirmación paulina: no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas (1Co 8,6).

Una de las cosas que más llaman la atención en esta oración es la pronta mención de la mediación de Cristo. Estamos habituados a que el Misterio de Cristo, sobre todo su Misterio pascual, aparezca en la narración anamnética y en la habitual conclusión, pues es norma de la liturgia romana dirigida al Padre que concluya siempre con la medición de Cristo. Medicación de Cristo aparece referida ya al origen mismo de la creación, por Jesucristo… con providencia eterna todo lo proyectas (cfr. Col 1,16), hasta llegar a la atribución de cada ministerio (cfr. Col 1,16), pues dice el Apóstol que el ministerio se recibe de Cristo, El ministerio que he recibido del Señor Jesús, dar testimonio del Evangelio (Hch 20,24). Referencia más elocuente, si cabe, tratándose del ministerio del diácono encargado en la Iglesia de proclamar el Evangelio.

Este misterio de Dios es inseparable, tanto en lo que respecta a la revelación como a la salvación, del misterio de Cristo. Estamos, por tanto, ante un párrafo especialmente rico teológicamente; podríamos decir, también cristológico porque presenta la relación y vinculación del Hijo a Dios, revelándose en el acontecer de la historia de la Salvación, pues todo lo que es el Hijo respecto del Padre tiene una repercusión en el obrar divino tal como se aprecia en los títulos que se le atribuyen, Hijo tuyo y Señor nuestropalabra, sabiduría y fuerza tuya[10]. Los títulos que se dan a Cristo son “identitarios” y a la vez que se revelan salvíficos. Parece como si estuviéramos ante un díptico donde contemplar el ser y el actuar divinos. En la primera tabla desde el comienzo de la sección hasta todo lo renuevas, en el que aparece Dios, el Padre, como origen de todo[11]. La segunda tabla está dedicada a la función mediadora de Cristo, en la que se describe a través sobre todo de los títulos su “perfil” de “agente” del actuar divino.

En Jesús su identidad personal es inseparable de su misión y función. Hijo, Palabra, Sabiduría y Fuerza de Dios. San Juan en el prólogo del Evangelio presenta a Jesús como la Palabra hecha carne acampando entre los hombres, con la “diaconía” de dar el poder de ser hijos de Dios (cfr. Jn 1,12,14). El doble título: de Sabiduría y Fuerza de Dios está tomado literalmente de 1Co 1, 24. Esta sabiduría y este poder se manifiestan en la paradoja del Calvario, como contrapartida del escándalo de los judíos y la locura para los paganos. Son títulos que manifiestan la diaconía de Cristo hasta llegar al supremo servicio de la Cruz como canta la antífona de comunión de la Misa de la Ordenación: El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos, hasta una muerte de cruz. Por ello dirá san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los diáconos: Caminen conforme a la verdad del Señor que se hizo diácono de todos (Ep. 5,3) Diaconía de Cristo que los diáconos y todos los ministros están llamados a predicar e imitar. El mismo Pablo lo deja meridianamente claro cuando dice: nosotros predicamos a Cristo crucificado (1Co 1,23..

Anámnesis

A tu Iglesia, cuerpo de Cristo, enriquecida con dones celestes variados, articulada con miembros distintos, y unificada en admirable estructura por la acción del Espíritu Santo, la hace crecer y dilatarse como templo nuevo y grandioso.

Después de la invocación doxológico-anamnética del misterio de Dios y de Cristo se desarrolla la anamnesis presentado el misterio de Iglesia como Cuerpo de Cristo en su unidad y en la diversidad de sus miembros, en crecimiento mediante los dones con los que Dios la enriquece, que bajo la acción del Espíritu la va edificando en el mundo templo nuevo y grandioso.

El párrafo refleja la comprensión que la Iglesia tiene de sí, conforme a la doctrina paulina del Cuerpo y los miembros ensamblados por virtud del Espíritu Santo. Resuenan aquí las palabras de Pablo: Todo esto lo hace el mismo y único Espíritu que reparte a cada uno los dones como él quiere (1Co 12,11). Los fieles constituidos miembros de un Cuerpo, el de Cristo, por la acción del Espíritu que distribuye dones y tareas, participan en la progresiva construcción del templo de Dios. Como dice en otro lugar el Apóstol: todo el edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo consagrado al Señor (Ef 2,21. Cfr. 2,22). Pese al déficit pneumatológico que casi por sistema se ha achacado a la eclesiología occidental, la liturgia no deja de reconocer que su constitución orgánica y ministerial es del Espíritu Santo.

Como un día elegiste a los levitas para servir en el primitivo tabernáculo, así ahora has establecido tres órdenes de ministros encargados de tu servicio. Así también, en los comienzos de la Iglesia los apóstoles de tu Hijo, movidos por el Espíritu Santo, eligieron, como auxiliares suyos en el ministerio cotidiano, a siete varones acreditados ante el pueblo, a quienes, orando e imponiéndoles las manos, les confiaron el cuidado de los pobres, a fin de poder ellos entregarse con mayor empeño a la oración y a la predicación de la palabra.

En este párrafo se hace referencia tipológica de los levitas que el sacramentario Veronense aparecía más desarrollado. Aquí se ha recortado, sin embargo la actual plegaria se ha visto enriquecida doctrinalmente con la incorporación del testimonio neotestamentario de la institución de los diáconos. Aunque la referencia a los levitas era muy del gusto medieval, no es el antecedente propio del diaconado en la Iglesia. Se trata solo de una figura, typos. El ministerio de los diáconos tiene su origen, como aparece, casi parafraseando el texto lucano, en la elección por parte de los Apóstoles de Esteban y sus compañeros (cfr. Hch 6,1-6). Nos hallamos, pues, en el corazón mismo de la anamnesis, que por su dinamismo sacramental se prolonga en cada acción sacramental en la que se ordenan nuevos diáconos. Lo que allí aconteció sucede ahora.

Epíclesis

Te suplicamos, Señor, que atiendas propicio a éstos tus siervos, a quienes consagramos humildemente para el orden del diaconado y el servicio de tu altar. ENVÍA SOBRE ELLOS, SEÑOR, EL ESPÍRITU SANTO, PARA QUE FORTALECIDOS CON TU GRACIA DE LOS SIETE DONES, DESEMPEÑEN CON FIDELIDAD EL MINISTERIO.

De nuevo se retoma el texto del Veronense que nos introduce en el punto álgido de la epíclesis[12]. La suplica que denota siempre un acto personal y voluntario de Dios, vuelto y atento a la necesidad de su Iglesia. Una súplica con la finalidad precisa de destinar a una tarea, de forma jurídica, estable y sagrada, a unos hermanos, que es el significado del verbo latino empleado: dedicare. Con unos objetivos amplios: la entrada en el ordo diaconarum con lo que esto conlleva según la Iglesia lo haya establecido y con un encargo preciso: el servicio del altar[13]. Por tanto la función de la Iglesia en obediencia al Señor, su necesaria mediación, no va más allá de presentación y de la súplica confiada. La acción transformadora compete exclusivamente a Dios por su Espíritu Santo, que es el que los habilita en Cristo, los hace “capaces” de su diaconía[14]. Una acción que por otro lado no se reduce al acto sacramental sino que sostiene todo el proceso, como bien expresan las palabras finales del Obispo en el escrutinio: Dios, que comenzó en ti la obra buena, él mismo la lleve a término. San Ignacio de Antioquía habla precisamente de esa fuerza pneumatológica que procede del mismo Jesucristo. Los diáconos fueron constituidos según el sentir de Jesucristo, quien los consolidó en firmeza por su Espíritu Santo conforme a su propia voluntad. (Fil., saludo). La misión del Hijo y del Espíritu se dan en perfecta sinergia.

El texto, llamado esencial, para la validez de la ordenación, pide a Dios que envíe el Espíritu Santo sobre los candidatos para que sean fortalecidos con la gracia de los siete dones, con objeto de que desempeñen con fidelidad el ministerio[15]. Se trata de una alusión clara al comienzo del Misterio público de Cristo que acontece, poco después del Bautismo en la Sinagoga de Nazaret (cfr. Lc 4,14-20). Bautismo y misión, envío del Espíritu Santo y la unción efusión de sus dones (cfr. Is 11,1-2) para la misión (cfr. Is 61,1-11), se siguen en Jesús, y también en el ministerio eclesial de los diáconos. El fin de esta efusión específica del Espíritu Santo es el ejercicio fiel de ministerio. También aquí resuena la voz del Apóstol: Que se nos considere, por tanto, ministros de Cristo y administradores de los Misterios de Dios. Ahora bien lo que se exige de los administradores es que sean fieles (1Co 4,1-2).

Intercesiones

Que resplandezca en ellos un estilo de vida evangélico, un amor sincero, solicitud por pobres y enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin tacha y una observancia de sus obligaciones espirituales. Que tus mandamientos, Señor, se vean reflejados en sus costumbres, y que el ejemplo de su vida suscite la imitación del pueblo santo; que, manifestando el testimonio de su buena conciencia, perseveren firmes y constantes con Cristo, de forma que, imitando en la tierra a tu Hijo que no vino a ser servido sino a servir, merezcan reinar con él en el cielo. Por nuestro Señor Jesucristo

El fragmento final en el que se especifica, lo que podríamos llamar perfil espiritual y ministerial de los diáconos, varía un poco, mejorándolo, con respecto al texto original. Dimensiones de vida, espiritualidad y tareas que se han formulado previamente como compromisos o promesas hechas al Obispo antes de iniciarse el rito de la ordenación. La traducción española pide en primer lugar el que los diáconos lleven una vida evangélica. Que consistirá en principio el ejercicio de una caridad sincera (cfr. Rm 12,9). La vida Cristiana es una vida en la caridad de Cristo que nos urge (cfr. 2Co 5,14), especialmente en sus ministros, en particular aquellos que la deben manifestar en lo concreto, como es la atención, la solicitud por los pobres y los enfermos. Se trata de la primera de las tareas de los diáconos según el Nuevo Testamento[16].

La súplica continúa pidiendo para los diáconos una pureza sin tacha (cfr. 2Co 6,6). Alusión a una vida casta, virtud, también, propia de todos los estados de vida cristiana, pero que de alguna forma subraya una exigencia especial, tradicionalmente entendida por su función en el altar junto a los sacerdotes[17]. Sigue suplicando la observancia de sus obligaciones espirituales, que son una vida entendida como vivencia del misterio de la fe y el desempeño con humildad y amor del ministerio como colaboradores del Orden sacerdotal para bien del pueblo cristiano[18]. Las súplicas que siguen no señalan las tareas concretas del ministerio sino que prolongan, lo que podríamos llamar, esta específica existencia en Cristo. Se trata, tanto en el texto matriz como en la actual redacción, de una presentación profundamente espiritual y existencial del ministerio diaconal, que precede y sostiene el ejercicio concreto de la funciones.

Sigue la oración pidiendo que los mandamientos del Señor se reflejen en sus costumbres y que el ejemplo de su vida provoque imitación. Resuenan aquí las palabras del Señor: Si me amáis guardaréis mis mandamientos (Jn 14,15). Ser imitables, más que ser imitados. Es decir la imitación no es la reproducción mimética de unos comportamientos sino la adquisición de unas disposiciones, bajo la acción del Espíritu Santo, que se concretan en actos propios y comunes a un tiempo[19]. Dicho con otras palabras tomadas del himno a la Kénosis de Cristo, Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Fi 2,5). La súplica por la perseverancia es una súplica, urgida al Señor. Jesús pide a los suyos que permanezcan en su amor (cfr. Jn 15,9). Pero ese permanecer, que es una virtus teológica, conlleva una virtus ascética que es la perseverancia. El ejercicio de perseverar es espera y fidelidad hasta el final, imitando a Cristo. De nuevo el tema de la imitación. Si antes se pedía que su vida fuera imitable, ahora se señala la raíz de esta ejemplaridad, el que ellos identificados con Cristo sean reflejo suyo imitándolo, imitando en la tierra a tu Hijo que no vino a ser servido sino a servir (cfr. Mt 20,28)[20]. La perseverancia se manifiesta en el esfuerzo por llevar una vida santa alentada por la esperanza y la espera del Señor. Lo resume perfectamente la Escritura, empleando la imagen del corazón, símbolo del querer: amar y hacer del hombre: Que el Señor dirija vuestros corazones par que améis a Dios y os mantengáis constantes en la espera de Cristo (2Tes 3,5). En definitiva se suplica a Dios que lleven una vida santa[21].

El final de la plegaria es nuevo, reemplaza la promoción a un “ministerio superior” que encontramos en el Veronense, por una previsión escatológica, el premio de plena comunión con Cristo en su gloria[22]. Perseverar para reinar con Cristo, merezcan reinar con él en el cielo. Sin perder de vista que esta perseverancia en la fidelidad del servicio lleva consigo participar en el misterio de su cruz para alcanzar también su gloria, (cfr. 2Tim 2,12).

Conclusión

A modo de conclusión diríamos que esta plegaria pone de manifiesto el origen y la soberanía de Dios en todo ministerio, que encuentra en Cristo su molde y que se realiza por medio del Espíritu Santo. Si todos los cristianos somos revestidos de Cristo, los diáconos “visten” su diaconía. Esta plegaria, testigo de una Tradición viva, manifiesta la fe de la Iglesia en un ministerio que es constitutivo de su ser, que no puede ser considerado ni transitorio, ni opcional y que ejercido se convierte también en una llamada a la diaconía de la Jerarquía y de la totalidad del pueblo de Dios.

Narciso-Jesús Lorenzo, pbro.

[1] Conviene recordar lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica dice en el n. 1571: Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado «como un grado particular dentro de la jerarquía» (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas, «sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (AG 16). Llama la atención en este número el modo de provisión del sacramento sobre aquellos hombres con una trayectoria de servicio.

[2] Cfr. Caeremoniale Episcoporum 301. En un opúsculo del s. V titulado De Septem Ordinibus Ecclesiae se recoge la importancia y la necesidad de la presencia del diácono en las Iglesias, junto al Obispo y a los presbíteros, pues les recuerdan a los pobres y a los humildes y es testigo ante ellos de la humildad, de la pobreza, del designio salvador de Dios y de la Pasión de Cristo (cfr. PL 30,154).

[3] Aunque en la mayoría de los casos el diaconado es un estadio ministerial transitorio, en el caso de los llamados diáconos permanentes adquiere su pleno significado, como ministerio estable en la Iglesia. El Directorio para el Ministerio y la Vida de los Diáconos Permanentes de la Congregación para el Clero del 22 de febrero de 1998. Dice en el n. 5: La vocación específica del diaconado permanente supone la estabilidad en este orden. Por tanto, un eventual paso al presbiterado de diáconos no casados o que hayan quedado viudos será una rarísima excepción, posible sólo cuando especiales y graves razones lo sugieran.

[4] El mismo Directorio dice en el n. 6. Los diáconos, en virtud del orden recibido, están unidos entre sí por la hermandad sacramental. Todos ellos actúan por la misma causa: la edificación del Cuerpo de Cristo, bajo la autoridad del obispo, en comunión con el Sumo Pontífice. Siéntase cada diácono ligado a sus hermanos con el vínculo de la caridad, de la oración, de la obediencia al propio obispo, del celo ministerial y de la colaboración.

[5] Aunque no nos ocupamos en el presente artículo de la ritualidad de la ordenación, sí conviene señalar el porqué de solo la imposición de las manos del Obispo. La Tradición Apostólica de Hipólito dice: Mandamos que solo el Obispo imponga las manos en la ordenación del diácono, porque no es ordenado al sacerdocio, sino al servicio del Obispo… sino que administra e indica al Obispo lo que conviene (Cap. 8). A la vez aclara la diferencia esencial entres el ministerio de los sacerdotes y el ministerio de los diáconos.

[6] Resulta muy elocuentes la exhortación del Obispo al nuevo diácono al entregarle el Evangeliario: Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado.

[7] I. Oñatibia ofrece una sintética presentación de la evolución del diaconado en: “El Diaconado en la historia de la Iglesia”, en M. Oliver, ed. El Diaconado en la Iglesia en España, Madrid 1987, pp. 81-113.

[8] Como señala P. Farnés, en el artículo “Nueva edición típica de los Rituales para la celebraciones de la Ordenación y del Matrimonio”, en Oración de las Horas 9 (1990), p. 282.

[9] Este es el texto tal cual aparece en el Sacramentario Veronense:

Adesto, quaesumus, omnipotens deus, honorum dator, ordinum, distributor officiorumque dispositor. Qui in te manens innouas omnia, et cuncta disponis per uerbum, uirtutem sapientiamque tuam Iesum Christum filium tuum dominum nostrum, sempiterna prouidentia praeparas et singulis quibusque temporibus aptanda dispen sas. Cuius corpus aeclesiam tuam, caelestium gratiarum uarietate distinctam suorumque conexam discretione membrorum, per legem, totius mirabilem conpagis unitam, in aumentum templi tui crescere dilatarique largiris; sacri muneris seruitutem trinis gradibus ministrorum nomini tuo militare constituens, electis ab initio Leuiti filiis, qui mysticis operationibus domus tuae fidelibus excubiis permanentes, hereditatem benedictionis aeternae sorte perpetua possederent. Super hos quoque famulos tuos, quaesumus, domine, placatus intende, quos tuis sacrariis seruitoros in officium diaconii suppliciter dedicamus. Et nos quidem tamquam homines diuini sensus et summae rationis ignari, horum uitam quantum possumus aestimamus. Te autem, domine, quae nobis sunt ignota non transeunt, te occulta non fallunt. Tu cognitor peccatorum, tu scrutator es animorum, tu ueraciter in eis caeleste potes adhibere iudicium, et uel indignis donare quae poscimus. Emitte in eos, domine, quaesumus, spiritum sanctum, quo in opus ministerii fideliter exequendi munere septiformi tuae gratiae roborentur. Abundet in eis totius forma uirtutis, auctoritas modesta, pudor constans, innocentiae puritas et spiritalis obseruantia disciplinae. In moribus eorum praecepta tua fulgeant, ut suae castitatis exemplo imitationem sancte plebis adquirant, et bonum conscientiae testimonium praeferentes in Christo firmi et stabiles perseuerent, dignisque successibus de inferiori gradu per gratiam tuam capere potiora mereantur.

[10] Quizás la redacción en español, el punto y coma que sigue a todo lo renuevas; parecería interrumpir la dependencia de todo lo renuevas de por Jesucristo. No obstante la idea de la mediación cristológica se expresa en lo que resta del párrafo.

[11] No debe extrañarnos la invocación divina, no como Padre, sino como Dios todopoderoso. Esto es muy habitual en la eucología romana. La paternidad divina está suficientemente acreditada en la mención de Cristo como Hijo de Dios. En él somos hijos de Dios (cfr. Rm 8,17).

[12] El actual texto suprime, como podemos apreciar comparándolo con el texto latino del Veronense, todo un fragmento apologético-penitencial que rezaría: Nosotros que no somos más que hombres y que ignoramos el pensamiento divino y las razones profundas. Conocemos como podemos sus vidas. Pero a ti, Señor, no se te oculta lo que está escondido. Y lo que está escondido no te engaña. Tú conoces los pecados y escrutas los espíritus. Tú puedes aplicarles con verdad tu santo juicio y puedes también, aunque sean indignos concederles lo que te pedimos.

[13] ¿En qué consiste el servicio del altar propio del diácono? Se sigue que en el ofrecimiento del Sacrificio eucarístico el diácono no está en condiciones de realizar el misterio, sino que, por una parte representa efectivamente al Pueblo fiel, le ayuda en modo específico a unir la oblación de su vida a la oferta de Cristo; y por otro sirve, en nombre de Cristo mismo, a hacer partícipe a la Iglesia de los frutos de su sacrificio. Congregación para el Clero, Ministerio del Diácono (1998).

La historia del diaconado presenta una variada gama de servicios y responsabilidades, pero muy pronto la función es fundamentalmente litúrgica, hasta quedar reducida casi exclusivamente al servicio del altar. En expresión de san Ambrosio: Ministri altaris, en Off. I, 246. Llegando incluso desempeñarse su función por presbíteros vestidos al modo de los diáconos. Mayor información en I. Oñatibia, Ibid.

[14] La impresión de la epíclesis en letras mayúsculas quiere indicar que en el interior de la plegaria de consagración de los diáconos esas palabras son esenciales y por tanto necesarias para la validez del acto. Así lo establece Pablo VI en la Constitución Apostólica por la cual se aprueban los ritos para las ordenaciones del diácono, del presbítero y del obispo.

[15] Llama, en cierto modo, la atención que al fijar las palabras esenciales de la ordenación haya quedado fuera la mención del nombre del ministerio concreto. Algo que no ocurre en el caso de los presbíteros en que se dice que son esenciales también las siguientes palabras: Te pedimos… que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado. En el caso del Obispo tampoco se menciona el oficio específicamente. Aún a riesgo de forzar las cosas podría pensarse en una identificación entre ministerio y diaconía de modo que se pudiese exportar la diaconía en Cristo a toda forma de ministerio ordenado, instituido, confiado, o sin más, ejercido. El texto griego de 1Co 12,5 dice: Hay diversidad de ministerios, (diakoniôn), pero un solo Señor.

[16] Lo que podríamos llamar la progresiva especialización litúrgica de los diáconos no excluye que estos dejaran de realizar otros servicios como se puede apreciar en la época patrística, testimonio de ellos nos los ofrecen san Ambrosio de Milán (cfr. Off. I,253) o san Gregorio Magno (Ep. V,28).

[17] La Innocentiae puritas aparece en las disposiciones dadas por los concilios a los sacerdotes en oriente y occidente para que guardaran la continencia conyugal cuando habían de celebrar los santos misterios. Y por extensión también los diáconos. Ejemplo de ello lo tenemos en el I Concilio de Toledo del año 400, can I en el que se observa un progresiva tendencia al celibato. El Veronense insiste en esta súplica un poco más adelante cuando dice: ut suae castitatis exemplo imitationem sancte plebis adquirant.

[18] Se trata de la segunda y de la primera promesa de los elegidos.

[19] El mismo apóstol Pablo llama a ser imitadores suyos. Que tiene un objetivo vincular a Cristo e imitarle: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1Co 11,1; cfr. 1Tes 1,6).

[20] Jesús dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 1,29). Incluso nos invita a ser como el Padre: Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto (Mt 5,48).

[21] En el ya citado directorio dice sobre la santidad de vida de los diáconos en el n. 45: El diácono está llamado a vivir santamente, porque el Espíritu Santo lo ha hecho santo con el sacramento del Bautismo y del Orden y lo ha constituido ministro de la obra con la cual la Iglesia de Cristo, sirve y santifica al hombre. En particular, para los diáconos la vocación a la santidad significa «seguir a Jesús en esta actitud de humilde servicio que no se manifiesta sólo en las obras de caridad, sino que afecta y modela toda su manera de pensar y de actuar», (Juan Pablo II, Audiencia General 20-XI-93, n.2) por lo tanto, «si su ministerio es coherente con este servicio, ponen más claramente de manifiesto ese rasgo distintivo del rostro de Cristo: el servicio»(Ibid., N.2), para ser no sólo ««siervos de Dios», sino también siervos de Dios en los propios hermanos» (AA 4,8).

[22] Ha sido remplazada toda esta expresión: dignisque successibus de inferiori gradu per gratiam tuam capere potiora mereantur, que en el Veronense suplicaba un progreso; merecer pasar de este grado inferior a un grado superior. En nuestra actual compresión del ministerio, que tiene en Cristo su referente, parecería una contradicción. La actual conclusión se orientan evangélicamente la promoción hacia el futuro escatológico.

Tomado de http://lexorandies.blogspot.com.es

Autor: Narciso-Jesús Lorenzo, pbro.

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