Homilía pronunciada por monseñor Carlos María Franzini, Arzobispo de Mendoza (Argentina), en la ordenación diaconal del 15 de agosto de 2016)

Queridos hermanos:

Con toda la Iglesia celebramos hoy la solemnidad de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. Celebramos la victoria pascual de Jesús que, en María, ya ha comenzado a hacerse plenamente eficaz en la historia de los hombres, ya que una de nuestra raza vive la plenitud de Vida nueva que Jesús nos ha ganado con su Pascua y de la que nos habla el libro del Apocalipsis.

Maria ha sido plenamente consciente de la singular relación que Dios ha establecido con ella; se reconoce amada y llamada a esa Vida plena y por ello se manifiesta disponible a la misión que Dios le asigna para poder vivirla. Esa consciencia agradecida la lleva a cantar las maravillas de Dios en su vida y en la vida de su pueblo, como escuchamos en el Evangelio que se ha proclamado.

Pero, en realidad, la vocación de todo cristiano es la Vida en plenitud, vida en el amor, que fue depositada germinalmente en nuestros corazones en el bautismo y está llamada a desplegarse día a día. Como María, cada uno de nosotros puede reconocerse amado y llamado por Dios de manera única e irrepetible. Nuestras vidas no son pura casualidad. Son el fruto de un amor que nos dio la existencia, nos sostiene en ella y la llena de sentido.

Mis queridos hermanos: ¡estamos en el mundo para una misión! El Señor nos llama a ser “santos e irreprochables por el amor”, que es otra manera de decir que nos llama a vivir totalmente disponibles a su querer y al servicio de los hermanos.

Como la “dulce muchacha humilde de Palestina”, también nosotros hemos de ser atentos y dóciles al Señor que llama una y otra vez, para reconocer su llamada, abrazarla con entusiasmo y responderla con creciente generosidad a lo largo de la vida, hasta su última llamada, cuando nos invite a participar del Banquete celestial.

A cada uno, el Señor lo ha pensado de manera personal y a cada uno le ha asignado una misión para seguir haciendo la historia de salvación hasta el fin de los tiempos. En este contexto “vocacional” podemos entender mejor el sentido de la celebración que compartimos esta tarde como Iglesia de Mendoza. Estos hermanos nuestros, hijos de esta Iglesia, en su camino de fe han reconocido una llamada. Ciertamente este reconocimiento no ha sido fácil ni le han faltado momentos de menor claridad y hasta de desconcierto y retroceso. La historia vocacional de cada uno de nosotros, como toda la historia de salvación, no es lineal ni diáfana. Se hace con total confianza en la inquebrantable fidelidad de Dios, con abierta disponibilidad a la mediación eclesial y con la serena esperanza que nos da el saber que siempre es más fuerte la misericordia de Dios que la pobreza de estas vasijas de barro, que somos los llamados.

Por eso somos capaces –y estos cinco hermanos lo han sido- de responder a la invitación del Señor. No son nuestras certezas, ni nuestros sentimientos, ni nuestras capacidades –por muchas que pudieran ser-, las que nos animan. Como San Pablo, también nosotros –y ustedes, queridos hermanos- hemos de decir una y otra vez: “todo lo puedo en Aquél que me conforta” y también “cuando soy débil, entonces soy fuerte”. No son superhombres, muy por el contrario. Precisamente la humilde consciencia de la propia debilidad es la que los hace disponibles y confiados en la mediación eclesial, que ha acompañado con solicitud y cercanía el itinerario formativo inicial de cada uno y seguirá acompañando su formación permanente, hasta el último día de sus vidas y ministerios. De ustedes dependerá, en buena medida, saber aprovechar este acompañamiento.

El Sacramento del Orden por el que hoy serán constituidos diáconos de la Iglesia es una realidad viva y dinámica que ha de ser alimentada y desplegada en toda su riqueza a lo largo de la vida. ¡Ay del diácono que creyera que le basta con la sola ordenación para ser fiel a la misión recibida! ¡Ay del diácono que pensara que puede ser fecundo en su ministerio por la sola imposición de las manos del obispo! ¡Ay del diácono que imagine que puede ser feliz con su servicio si no lo nutre de manera incesante en las fuentes mismas de la gracia! La ordenación es un momento decisivo de este camino vocacional,-que en el caso de Pablo y Sebastián los orienta a la próxima ordenación presbiteral- pero de poco servirá si no es constantemente actualizada con la dinámica propia del don y la tarea, característica de toda la historia de la salvación.

Como nos enseña la Palabra de Dios y la Tradición de la Iglesia hoy ustedes son ordenados diáconos para servir. Pero es necesario recordar que antes que ordenados para “hacer cosas”, son ordenados para vivir y reflejar con sus vidas el misterio de Cristo Servidor. Este es el camino que el Señor y su Iglesia les proponen para hacer realidad en ustedes la común vocación al amor, propia de todos los bautizados.

En el caso de Roberto, Pepo y Alberto el ser “sacramento de Cristo Servidor” comenzará en la propia vida familiar: como esposos generosos y padres solícitos. Me permito invitarlos a tomar la rica enseñanza del Papa Francisco en su reciente Exhortación Amoris laetitia, como guía y norte de la vida familiar. También en la vida profesional y laboral deberán destacarse como servidores, ofreciendo el silencioso y eficaz servicio del testimonio de una vida traspasada por el Evangelio. Finalmente los servicios pastorales que se les encomienden serán para ustedes el modo concreto de plasmar en medio de la comunidad a la que se les envíe los rasgos del Señor, que ha venido no a ser servido sino a servir con humildad, sencillez y disponibilidad, no buscando otra cosa que no sea el bien de los fieles, postergando todo gusto o proyecto personal en pos de las necesidades de la Iglesia arquidiocesana.

En el caso de Sebastián y Pablo la vocación al amor se expresará y manifestará ante todo en esa peculiar y –a menudo- poco valorada forma de amar que es el celibato sacerdotal. Ustedes han reconocido estar llamados a esta vocación y con plena libertad y madura responsabilidad hoy prometen corresponder con toda seriedad a este don precioso. La Iglesia, que es la primera beneficiaria de este don, se compromete a ayudarlos para que puedan vivirlo con creciente entrega y puedan disfrutar su inagotable fecundidad. También a ustedes les hará bien nutrirse de Amoris laetitia para vivir el amor célibe en favor de Dios y de su santo pueblo, al que servirán con un corazón indiviso en múltiples servicios. El celibato sacerdotal, cuando es bien vivido, es fuente de inmensa alegría, de serena entrega y de sobria pero rica relación fraterna.

San Juan nos enseña que “el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor…” (1 Jn 4,7-8). Los diáconos casados y los diáconos célibes nos muestran que la única vocación al amor puede y debe ser vivida de manera diversa en su expresión pero manifestando, cada uno a su modo, la inagotable riqueza del amor cristiano siempre pálido reflejo del Dios Amor, en quien creemos.

Mis queridos Pepo, Roberto, Alberto, Sebastián y Pablo: voy a ordenarlos diáconos para que, viviendo en el amor, nos enseñen a conocer a Dios y, conociéndolo, todos podamos responder a nuestra propia vocación.

Mons. Carlos María Franzini, Arzobispo de Mendoza.

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