Homilía en la Misa de monseñor Gustavo Oscar Zanchetta, obispo Orán, en la misa de ordenaciones diaconales

(Catedral de San Ramón Nonato, 12 de diciembre de 2014, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de América)

Textos bíblicos:
Hch 6,1-7 Sal 66,2-8 Lc 1,39-48
Mis queridos hermanos:

En la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América, nuestra Iglesia de la Nueva Orán se ha reunido para celebrar esta noche un momento trascendental en su historia con el feliz acontecimiento de la ordenación de siete nuevos diáconos.

Saludo con afecto agradecido a dos amigos nuestros muy queridos que han dejado su huella de pastores en esta bendita tierra. Me refiero a Mons. Mario Antonio Cargnello, arzobispo de Salta, y a Mons. Marcelo Daniel Colombo, obispo de La Rioja. Gracias por acompañarnos; gracias por estar siempre cerca, y sepan que los queremos de corazón y rezamos por ustedes.

 

Agradezco también la presencia y cercanía fraterna del Sr. Gobernador, Dr. Juan Manuel Urtubey, y del Intendente de nuestra ciudad, Dr. Marcelo Lara Gros. Bienvenidos.

Y a todas las comunidades presentes de nuestro extenso territorio diocesano quiero expresarles mi gratitud infinita por estar aquí y por el acompañamiento en la oración diaria que hace posible que el Señor nos siga enviando vocaciones que se consagren al servicio de nuestro pueblo.

La fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe le da a esta misa de ordenación diaconal una nota muy particular ya que la presencia de la Virgen en el Cerro del Tepeyac en México, allá en el año 1531, trajo un mensaje de paz y de hermandad para todo nuestro continente cuando por la docilidad de aquel hombre, San Juan Diego, la Madre de Dios se acercó una vez más a su pueblo para indicarnos el camino que nos lleva a su hijo Jesús.

El 6 de mayo de 1990, en la Basílica de Guadalupe, (México), cuando el Papa San Juan Pablo II beatificó a Juan Diego, en su homilía destacó algo que quisiera se les grabe en el corazón, queridos hermanos, al momento de ser ordenados diáconos. Decía el Santo Padre: «Las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple […], su confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad». Y por eso Juan Pablo II lo llamó «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac». Creo, sin lugar a dudas, que éstas han de ser las notas que los distingan en el servicio diaconal. Porque sólo en una vida de intimidad y confidencia con el Señor se puede servir dignamente a su santo pueblo fiel.

En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos la narración de la institución de los primeros siete diáconos de la Iglesia, a quienes los apóstoles impusieron las manos para constituirlos servidores de la Palabra y de la caridad. Y hoy, por pura gracia de Dios, es este sucesor de los apóstoles quien tiene la responsabilidad y la alegría de imponer sus manos a siete hermanos de la Nueva Orán para enviarlos a la misión diaconal en nuestras comunidades.

Queridos ordenandos, hoy la Iglesia les confiere un don y una misión. El mensaje que debemos proclamar es agua siempre fresca para un mundo sediento, especialmente de la palabra de Dios que puede cautivar el corazón soberbio y transformar el camino escarpado en una senda llana y segura. Tengan muy presente al momento de ejercer su sagrado ministerio aquello que sabiamente nos decía el Beato Papa Pablo VI: «El Evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que hace libres y que es la única que procura la paz del corazón: esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo repetimos una vez más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores» (EN 78).

Y el perfil de los servidores fieles se plasma en la entrega diaria para hacer presente al Señor Jesús en sus gestos de pobreza, sobriedad, cercanía y sencillez. Si la palabra no va acompañada del gesto pierde su sentido original y no da frutos, y si el gesto está vacío de la palabra no se comprende su intención. Por eso Jesús se da a conocer en hechos y palabras intrínsecamente ligados, (DV 2), y marca el derrotero a seguir. Ese es el estilo pastoral, esa es la manera de evangelizar, teniendo muy presente la realidad que viven nuestras comunidades, sintiéndonos parte de un proyecto en el que nunca caminamos solos y donde debemos esforzarnos para hacer el camino juntos; nunca solitariamente, siempre como hermanos y al compás de un único latido: el del corazón del santo pueblo fiel de Dios. Por eso bien nos enseña el Santo Padre Francisco que «la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace débil con los débiles….todo para todos (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino» (EG 45).

Ese barro que mancha tiene rostros muy concretos en nuestra tierra. Es el rostro de los pobres, es el clamor de los jóvenes sumidos en la drogadicción, es la desesperación de las comunidades originarias cuando se vulneran sus derechos, es el grito silencioso de los niños a quienes se les impide el derecho de nacer, es el rostro desgarrador de las madres que lloran por sus hijos que son presa del narcotráfico, es el gemido del dolor de las personas mayores abandonadas y descartadas, es la cruz de los marginados por una sociedad que usa y olvida con demasiada rapidez. Ahí somos enviados como discípulos misioneros, y ese es el barro que debe ensuciarnos porque así lo hizo Jesús!

Hemos escuchado el evangelio de la visitación. El proyecto de la salvación se va haciendo realidad a través de la docilidad al Espíritu Santo de dos mujeres de pueblo, dos mamás que le hacen lugar a Dios para que su reino se haga realidad. El Hijo de Dios ya está llegando, y el profeta salta de alegría en el vientre materno porque cuando Dios se acerca – no tengan dudas – ahí llega la verdadera felicidad, ahí está la perfecta alegría, ahí está la Vida.

Isabel expresa el primer homenaje de gratitud de la humanidad a la disponibilidad de María: «¡Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor!» (Lc 1,45). Y nosotros hoy podemos decirles hermanos; ¡felices también ustedes porque han creído! Porque al imponerles las manos no estamos haciendo otra cosa que configurarlos discípulos y misioneros de Cristo servidor. Y con los años vividos, con aciertos y errores, pero con una misma pasión por Jesucristo, podemos decirles hoy que vale la pena seguir a Jesús dejándolo todo por Él y por la Buena Noticia! Disfruten este momento y gocen toda su vida por haber sido elegidos y llamados al ministerio ordenado.

Pero no olviden que este don trae consigo una gran responsabilidad: hacer presente a Jesucristo servidor es compartir su suerte, es transitar el camino de la humillación como bien lo expresa San Pablo a los filipenses al hablarles de Jesús: «Se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,7-8).

Esa es la obediencia que hoy van a prometer ante su obispo. Es aceptar el camino de la cru
z y morir a uno mismo para que otros tengan vida en Jesús. Es el mayor acto de libertad interior. Porque cuando pongan sus manos entre las mías durante el sagrado rito de ordenación, estarán abandonándose en manos del Señor y de su Iglesia para ser plenamente disponibles a la misión que se les encomienda. Y cuando en un momento se postren delante de este altar en presencia de todo el pueblo de Dios, el canto de las letanías de los Santos los irá conduciendo al camino de la entrega total de sus vidas para que el Señor haga lo que quiera. Y ciertamente cobrará un nuevo sentido para ustedes aquello que año tras año los salteños expresamos en nuestro pacto de fidelidad ante el Señor del Milagro: «Tú eres nuestro, y nosotros somos tuyos».

Una palabra particular para quienes serán ordenados diáconos permanentes; mis queridos Daniel, Raúl, Eduardo y Víctor. Lo que hoy les está sucediendo involucra directamente a sus esposas, hijos y nietos. Por eso quiero pedirles que recuerden que esta nueva misión en la Iglesia no ha de alejarlos nunca de la primera misión a la que fueron llamados cuando prometieron amor y fidelidad delante de un altar como este. Y por eso no dejen de ser buenos esposos, padres y abuelos, aunque a partir de hoy sean también ministros del Señor. Su familia los quiere y los necesita tanto o más que todos nosotros que los esperamos ansiosamente para que nos ayuden a seguir las huellas de Jesús.

Y a ustedes mis queridos seminaristas; Marcelo, Luis y Carlos, permítanme decirles cuán feliz me siento por este momento que compartimos. Lo venimos preparando y soñando juntos. Ustedes han elegido como inspiración para esta ordenación diaconal aque llas palabras señeras de Jesús que marcan todo un estilo pastoral: «Yo estoy entre ustedes como el que sirve» (Lc 22,27). Estoy seguro que han comprendido lo que significa y los animo a ir acentuando cada vez más estas palabras que inspiran la verdadera humildad y la completa donación de sí mismos. Recuerden que la impronta diaconal es para toda la vida, y aunque en algunos meses más serán, Dios mediante, ordenados presbíteros no han de olvidar esta consigna fundamental; Cristo se hizo servidor dando la vida en la cruz.

A la comunidad de nuestro Seminario Diocesano «San Juan XXIII», en particular al Rector, P. Martín Gregorio Alarcón, a los sacerdotes y laicos que acompañan el proceso formativo de nuestros seminaristas, quiero expresarles la gratitud de toda la diócesis y la mía en particular por poner alma, vida y corazón para acompañar a estos jóvenes en su camino al sacerdocio ministerial. Es cierto que estamos muy contentos por estar construyendo en nuestra ciudad el edificio del Seminario Mayor, y por eso agradezco de corazón a todos los bienhechores que lo están haciendo posible. Pero lo más lindo es que no construimos un edificio con habitaciones vacías. Gracias a Dios y a la oración perseverante de todo el pueblo fiel nuestro el Señor nos sigue enviando jóvenes que están pensando en ingresar al seminario.

Algunos de esos jóvenes están aquí presentes. A ustedes muchachos, simplemente quiero alentarlos y decirles que no tengan miedo. Si se sienten llamados no duden ni un instante en decirle sí al plan de Dios como lo hizo María, como le sucedió a Isabel, como les pasó a Marcelo, Luis y Carlos. «¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Me has forzado y has prevalecido!» (Jer 20,7). El profeta Jeremías tenía razón, y hoy nos podemos dar cuenta cabalmente de ello a través de la alegría de estos jóvenes servidores.

Hermanos todos, demos gracias por este hermoso momento en el que sentimos latir el corazón de la Iglesia desbordante de vida y esperanza porque somos llamados a la misión de anunciar la persona y el proyecto de Jesús. Tengamos muy presentes, entonces, las palabras del Papa Francisco quien nos propone un programa de vida eclesial «en salida» para arriesgarlo todo en favor del Evangelio, porque «en cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros» (EG 121).

A María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América, y a San Ramón Nonato, Patrono de la Nueva Orán, confiamos el ministerio diaconal de estos hermanos nuestros que están dispuestos a dar la vida en esta tierra bendita del Valle del Zenta, regada con la sangre fecunda de los Siervos de Dios Pedro Ortíz de Zárate, Juan Antonio Solinas y sus dieciocho compañeros, servidores fieles del Evangelio y mojones seguros de nuestra querida diócesis. Que así sea.

Mons. Gustavo Oscar Zanchetta, obispo de Orán

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