Homilía del Arzobispo de Mendoza en la Misa de ordenaciones diaconales


Mons. José María Arancibia

Mendoza, Argentina, 20 de agosto de 2012

 

Ordenó diáconos permanentes a Francisco Fabián Costanzo, Carlos Antonio Maio y Jesús Mariano López en la Parroquia Santiago Apóstol y San Nicolás. Los tres se formaron en la Escuela Arquidiocesana de Ministerios San José.

Jer 1, 4-9; Hech 6, 1-7; Jn 15, 9-17 


1. ¡Estemos agradecidos por el misterio de la vocación! 


Cuando alguien se consagra a Dios, admiramos su decisión valiente y generosa. Así valoramos hoy el paso de estos tres varones: Fabián, Mariano, Carlos. Ellos se presentan ante el Obispo, en la asamblea de la Iglesia de Mendoza, para ser ordenados como diáconos. Acaban de decir -bajo juramento- que son libres y conscientes del paso que dan. Sus familias, amigos y comunidades cristianas, se alegran y agradecen. Aún quienes no practican o tienen poca fe, suelen apreciar esta decisión como una entrega generosa, para dedicarse a servir a los demás; sin otra ganancia que compartir el amor de Cristo. A nadie se le oculta, que podrían destinar su tiempo y su energía, a fines que -a los ojos del mundo- producen mayores beneficios. 

 

Sin embargo, con una mirada de fe, alcanzamos a ver más allá de este momento y de estos candidatos al diaconado. Meditemos las lecturas proclamadas. El profeta Jeremías confiesa, movido por el Espíritu, que Dios lo conocía antes de ser engendrado en el vientre materno, y que lo había consagrado antes de nacer (cf Jer 1,5). Hermosa valoración de la vida humana y de la providencia de Dios, que todo lo dispone para nuestro bien. Jesús les dice a los apóstoles, en el Evangelio anunciado: «No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes» (Jn 15,16). ¿Podemos decir de los candidatos presentados, y aún de nosotros, algo diferente? De ninguna manera. Conviene más bien que cada uno de los pastores, y de los colaboradores pastorales, haga memoria del gesto y de la palabra de Cristo, que mejor expresa su experiencia vocacional; como aquella invitación impactante de Jesús: «Síganme, y yo los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). 

 

Esta convicción profunda de fe, se convierte en un gozo inmenso, cuando en el fondo de la elección y del llamado, no encontramos otro motivo sino el amor de Dios. Así lo expresa el mismo Señor: «Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes» (Jn 15,9). Y san Juan escribe: «… este amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero, y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). No nos ha elegido, pues, por motivo alguno, que ahora podamos exhibir ante Dios o ante la Iglesia. 

 

A su vez, la experiencia de ser llamado por Dios es confirmada por la Iglesia, en cuya misión divina confiamos. Así sucedió al comienzo, con los siete varones elegidos por los apóstoles, a quienes les impusieron las manos, después de orar juntos (cf Hech 6,5-6). También ahora, el obispo acaba de elegirlos, con ayuda de sus formadores y párrocos. Por lo tanto hermanos, me siento también con la autoridad y la experiencia para invitarlos a afianzar la fe en su vocación: misterio de gracia nunca merecida, pero reconocida desde la fe, de la cual brotan espontáneamente: alabanza, gratitud, confianza e inmensa alegría. 

 

2. La experiencia de la propia pobreza da lugar a la confianza 

 

Afirma la Escritura que el profeta, al sentirse llamado, respondió: «¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven» (Jer 1,6). Quizás no era tan joven de edad, sino inexperto en las cosas de Dios; temeroso e inseguro de llevar a otros el mensaje divino. Algo parecido había dicho Moisés: «Perdóname, Señor… yo soy torpe para hablar y me expreso con dificultad» (Ex 4,10). También Isaías: «¡Ay de mí, estoy perdido! Porque soy un hombre de labios impuros, y habito en medio de un pueblo de labios impuros» (Is 6,5). Esa fue la sensación de Pedro, cuando fue testigo de la pesca milagrosa: Al ver lo sucedido, se echó a los pies de Jesús, y le dijo: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lc 5,8). Tiempo después, con motivo de otra pesca milagrosa, el mismo Pedro responderá a Jesús con profunda humildad: «Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero» (Jn 21,17). Había hecho la honda experiencia de verse probado en su amor; había gustado el perdón de su Señor; entonces pudo escuchar, con corazón renovado, la invitación del Señor: Sígueme… apacienta mis ovejas (cf Jn 21, 17.19). De igual modo lo escuchamos nosotros. 

 

Si los profetas y los apóstoles se sabían tan poca cosa, ¿en qué podían confiar? Nosotros mismos, conociendo bien nuestra pobreza, ¿en qué o quien confiamos? La Palabra de Dios viene a nuestro encuentro, para iluminar y confortar: «… tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte… » (Jer 1,7-8). Así lo prometió el Señor al profeta. Y tocando su boca añadió: «Yo pongo mis palabras en tu boca» (Jer 1,9). El Evangelio recuerda lo que Jesús prometió luego a los apóstoles: en los momentos difíciles, el Espíritu Santo hablarí
a por medio de ellos (cf Mt 10,20). Con otras palabras: «…yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir» (Lc 21,15). 

 

Ésta es la condición alegre y segura de quienes son «simples servidores» (Lc 17,10). Eso somos. Nada más que eso. Con esta convicción de fe, y usando las expresiones del apóstol Pablo, nos toca repetir muchas veces en la vida: «por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); «… cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12,10).

 

3. Esperamos con gozo frutos abundantes 

 

Los discípulos de Jesús, no somos sólo servidores, sino amigos suyos. Él mismo así lo asegura (cf Jn 15,15). Su amistad consiste en habernos compartido los secretos del Padre; en haber comunicado todo lo que oyó de Él. Un don admirable, que no está formado por ideas o conceptos, sino por amor divino. De un amor tan grande, que no hay otro igual; que impulso a Jesús, a dar la vida por los suyos. Comunión de amor entre el Señor y sus discípulos, que es la prolongación de la comunión trinitaria. Y Jesús manda vivir ese amor de manera conciente y responsable; así suenan sus palabras: permanezcan en mi amor; cumplan mis mandamientos; ámense los nos a los otros. El regalo de su amor sin medida, está destinado a convertirse en compromiso de vida y en tarea cotidiana. Los discípulos y servidores han de tener a Jesús como modelo, y deben imitar su fidelidad de Hijo al Padre. 

 

Los resultados de esta unión son igualmente magníficos. Jesús ofrece a los suyos un «gozo perfecto» (Jn 15,11). Serán dichosos en hacer de su vida un servicio: «serán felices -promete en la última cena- si sabiendo estas cosa las practican» (Jn 13,17). Una alegría que, nadie les podrá quitar (cf Jn 16,22). Más aún, lo que pidan al Padre en su nombre, les será concedido (Jn 15,16). 

 

El Evangelio anuncia también que el Señor elije a sus amigos, para enviarlos, y para que produzcan frutos duraderos (cf Jn 15,16). La diócesis de Mendoza viene trabajando este año sobre la siembra de Dios, para revisar su marcha a la luz de esta imagen bíblica. El Sembrador sigue repartiendo con generosidad la Palabra, que tiene fuerza para transformar. Él es la viña verdadera, y las ramas unidas a Él dan mucho fruto. Su viñedo es grande y necesita obreros. Su mies está lista y precisa cosechadores. 

 

En los últimos años, Dios nos ha regalado muchos diáconos permanentes. Debemos estar agradecidos. La fiesta de san Lorenzo, me ha permitido -hace pocos días- repasar esta gracia y manifestarles mi aprecio y gratitud. Hoy impondremos las manos a tres elegidos por el Señor. Serán consagrados por el Espíritu, para ser enviados a dar frutos duraderos en el campo del Señor que es la Iglesia de Mendoza. Fabián, Mariano y Carlos: Los necesitamos en la triple misión que les confía la Iglesia: Anunciar la Palabra en todas partes, en un momento en que la Iglesia se reconoce desafiada a una nueva evangelización. Celebrar los sacramentos y preparar al pueblo para recibirlos con fruto, santificando a todos como instrumentos de Jesucristo. Edificar a la comunidad cristiana con el testimonio del amor, y con obras de caridad en favor de los más pobres y sufrientes. Queridos hermanos: Hoy los enviaremos para que vayan a la viña y a los sembrados, donde Jesús sigue trabajando; para que sean sus obreros, siempre contentos y confiados en Él, que los amó primero y nunca los abandonará. 

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