Configurados con Cristo Servidor

 

Homilía de monseñor Antonio Marino en la misa de ordenación de diáconos permanentes

Catedral de Mar del Plata, Argentina, 28 de julio de 2012

Queridos hermanos:

«El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). De la conciencia que nuestro Redentor tenía de sí mismo, han surgido estas palabras que caracterizan su obra salvadora como un servicio. Se trata de un servicio de amor que él realiza en beneficio de una multitud. Sabemos que en las mismas resuena la profecía contenida en el libro del profeta Isaías. Allí, en efecto, se describe con gran realismo la figura de un misterioso Servidor, quebrantado por el sufrimiento, inocente y cargado con las culpas de su pueblo. De él se dice: «Mi Servidor justo justificará a muchos» (Is 53,11).

Cada vez que celebramos la Eucaristía, las palabras del mismo Cristo que se pronuncian sobre el cáliz nos recuerdan que se trata de la «Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos» (Mc 14,24), detrás de las cuales se vuelve a manifestar su conciencia de ser el Servidor que entrega su vida en sacrificio de expiación por los delitos de los hombres.

Su vida entera fue servicio de Dios. Así lo manifestó en su preocupación constante por buscar al Padre y cumplir su voluntad. Esa misma voluntad lo impulsaba a hacer de su vida un servicio a los hombres. Así lo enseñó en parábolas sobre el honor que implica el servicio. Así lo indicaba sin cesar en sus actitudes misericordiosas ante los dolores de las muchedumbres. Así lo expresó con su ejemplo, al arrodillarse ante sus apóstoles para lavarles los pies.

Al hacerse solidario con nosotros por su Encarnación, «él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor» (Flp 2, 6-7).

Estamos aquí ante la revelación inédita e inesperada de la majestad de Dios y de la gloria divina, que se ocultan en el servicio y en la humillación de la cruz. El triunfo de la resurrección es a la cruz, lo que la espiga madura al grano de trigo que quedó en el surco. La soberbia del hombre se cura con la humildad de Dios. Su ambición de gloria y plenitud de vida encuentran su cauce verdadero en el misterio pascual de Cristo Servidor. Experiencia de gloria y servicio de Dios y de los hombres, se implican mutuamente. Tal fue su vida. Tal debe ser la vida de la Iglesia y de cada discípulo del Señor.

Fundada por Cristo como continuadora de su obra, la Iglesia hereda su vocación de servicio. Servicio de la Verdad que hace libre al hombre. Servicio de la gracia de los sacramentos que nos santifican. Servicio de la caridad que por sí misma es anuncio del Evangelio de Cristo.

Dentro del Pueblo de Dios y a fin de acrecentarlo, Cristo instituyó diversos servicios o ministerios. Como enseña la constitución Lumen gentium, en el último concilio: «el ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llaman obispos, presbíteros, diáconos» (LG 28). El Catecismo de la Iglesia Católica, a su vez, nos dice que gracias al sacramento del Orden, el ministro de la Iglesia actúa «no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo» (CCE 875).

Los diáconos dentro de la Iglesia están llamados a ser un elocuente y eficaz signo sacramental de Cristo Servidor. El diácono, en efecto, «como participación en el único ministerio eclesiástico, es en la Iglesia signo sacramental específico de Cristo Siervo. Su tarea es ser ‘intérprete de las necesidades y de los deseos de las comunidades cristianas’ y ‘animador del servicio, o sea, de la diakonía’, que es parte esencial de la misión de la Iglesia» (RFIDP 5).

Mencionados en los escritos apostólicos y en la literatura de los primeros Padres, ocupan en la Iglesia un lugar de honor, pues como enseña San Pablo en su Carta primera a Timoteo: «Los que ejercen bien su diaconado se hacen merecedores de honra y alcanzan una gran firmeza en la fe de Jesucristo» (1Tim 3,13). Según el apóstol, «deben ser hombres respetables, de una sola palabra (…) enemigos de ganancias deshonestas. Que conserven el misterio de la fe con una conciencia pura» (ibid. 3,8-9).

Sabemos que después de siglos de interrupción, el concilio Vaticano II ha querido restablecer el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía eclesiástica, dado que en la Iglesia de rito latino sólo se conservó como etapa transitoria en el camino hacia el presbiterado. Podemos leer en la constitución Lumen gentium que el diaconado «podrá ser conferido a los varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato» (LG 29).

Saludamos con gozo esta recuperación del diaconado permanente como un enriquecimiento para la misión evangelizadora de la Iglesia, que en el último concilio ha considerado como apropiado y útil que hombres que previamente realizaban en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal, sea en la vida litúrgica y pastoral, sea en las obras sociales y caritativas, «sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (AG 16).

Sus funciones quedan resumidas de este modo en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad» (cf LG 29; SC 35,4; AG 16) (CCE 1570).

Queridos Norberto y Miguel, como obispo de esta diócesis de Mar del Plata, quiero expresarles la alegría de toda la diócesis por este acontecimiento de gracia que tendrá lugar dentro de instantes por la imposición de mis manos y la oración de ordenación. Ustedes recibirán la gracia del Espíritu Santo y quedarán marcados para siempre con un sello imborrable, «para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio» (LG 29; cf CD 15).

En la ordenación diaconal, sólo el obispo impone las manos, signo mediante el cual la Iglesia da a entender la especial vinculación que adquiere un diácono con el obispo en el desempeño de su diakonía (cf S. Hipólito, Trad. ap. 8; cf CCE 1569). Sé muy bien que con ustedes se suman desde hoy dos fieles colaboradores en el ministerio.

En cuanto a la diaconía de la Palabra, me oirán decir: «Recibe el Evangelio de Cristo del cual eres mensajero». Se trata de una misión sagrada y de importancia decisiva en las actuales circunstancias de relativismo de la verdad, cuando se sancionan leyes contrarias a la ley de Dios inscrita en la naturaleza de las cosas. Supone el conocimiento de la doctrina de la Iglesia, intérprete del Evangelio y custodia de la Tradición; la adhesión incondicional al Magisterio auténtico del Papa y los obispos, «testigos de la verdad divina y católica» (LG 25; DV 10). Supone igualmente el arte de la homilía y de la catequesis; la capacitación para el anuncio en los nuevos areópagos; el deber de colaborar en la tarea misionera de la Iglesia diocesana.

La diaconía de la liturgia, los convierte en servidores de la santificación de la comunidad cristiana, en estrecha relación con el obispo y los presbíteros. Deberán esmerarse siempre en un estilo de celebración que respete plenamente las normas de la Iglesia previstas en los rituales para la celebración de los sagrados misterios. Los ministros de la Iglesia no somos dueños de la liturgia, sino sus humildes servidores. No nos permitimos una falsa
creatividad, pues el criterio es la fidelidad y el respeto a lo que no nos pertenece.

Por la diaconía de la caridad, al mismo tiempo que servirán a sus hermanos, en especial a los más pobres, estarán impulsando a todos los fieles de la Iglesia diocesana, con su ejemplo y su palabra, a convertirse en servidores. «Las obras de caridad, diocesanas o parroquiales, que están entre los primeros deberes del obispo y de los presbíteros, son por éstos, según el testimonio de la Tradición de la Iglesia, transmitidas a los servidores en el ministerio eclesiástico, es decir a los diáconos» (DMVDP 38). Durante la oración de ordenación oirán estas palabras: «Que resplandezca en ellos (…) un amor sincero, solicitud por pobres y enfermos (…); que el ejemplo de su vida suscite la imitación del pueblo santo; que (…) perseveren firmes y constantes con Cristo, de forma que, imitando en la tierra a tu Hijo, que no vino a ser servido sino a servir, merezcan estar con él en el cielo».

A la humilde «servidora del Señor» (Lc 1,38), modelo perfecto e inspirador de todo servicio, encomiendo este ministerio que hoy inician, para mayor gloria de Cristo y crecimiento de su Iglesia.

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