"Confesiones II"

Una vivencia fundamental de mi diaconado es haber hecho mías las palabras de la Primera Carta de Juan: el que no ama no ha llegado a conocer a Dios porque Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él, en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó. Y si alguno dice que ama a Dios pero odia a alguien, es un mentiroso ya que no se puede amar a Dios a quien no​ ​se​ ​ve​ ​y​ ​no​ ​amar​ ​al​ ​prójimo,​ ​a​ ​quien​ ​se​ ​ve.

Desde la intimidad de mi fe, y desde mi ser diácono, creo firmemente que Jesús y su forma de pasar por la vida es todo aquello que podemos decir -sin temor a equivocarnos sobre Dios, que Dios se encarnó en un hombre que pasó su vida amando al prójimo, sea amigo o enemigo, y posiblemente resulte inútil decir nada más. El Dios de Jesús es el Amor absoluto, y que cualquier otro concepto que se diga sobre Dios sólo será legítimo si tiene en cuenta​ ​la​ ​proposición​ ​de​ ​que​ ​Dios​ ​es​ ​Amor,​ ​todo​ ​lo​ ​demás​ ​son​ ​elucubraciones​ ​metafísicas.

Cuando tuve a Gabriela, mi primera hija, viví mi paternidad como una experiencia mística. Cuando nació mi segunda hija, Ángela, la sensación fue diferente, llovía sobre mojado y todo me impresionó menos. Al ser observador, inicialmente, de la relación entre el bebé y su madre, palabras como las de Ex 4,22 “​Israel es mi hijo”, Dt 1,30 “…​Dios te llevaba como un hombre lleva a su hijo a lo largo de todo el camino…”, Os 11,1 “​Cuando Israel era niño, yo lo amé
​ ”, Sal 91, 4 “…​te cubrirá con sus plumas y hallarás refugio bajo sus alas…”, Sal 131,2 “​Me mantengo en paz y silencio, como un niño en el regazo materno”, Is 46,3 “​Escuchadme […] los que habéis sido transportados desde el seno, llevados desde el vientre materno”, o Is 49,15 “​¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas?”, empezaron a tener un sentido especial. Por supuesto la colección de parábolas sobre el amor misericordioso de Dios en Lc 15, 11-32 tomaron una dimensión mucho más profunda. Dios ama generosamente, corre, abraza, besa tiernamente, perdona mis travesuras, se deja achuchar -si se me permite la expresión-. Si yo, ser humano imperfecto y con evidente miseria, amo a mi hijas por encima de mi propia existencia, no puedo sospechar, siquiera, cómo es el amor de Dios. En principio me sentí perdonado y luego tranquilo, exactamente como el salmista, en paz y silencio como un niño en el regazo de su madre. Así, mis hijas Gabriela, cuyo nombre nos recuerda el anuncio de parte de Dios, y Angela, cuyo nombre nos recuerda que Dios ha sido generoso con mi familia, me han enseñado una única gran lección sobre teología. Una lección que yo, pequeño y limitado no puedo escribir si no es con la ayuda de Santa Teresa de Liseux, ​“Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a esa hoguera
divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre”.​ ​(​Ms B, 1r)

Creo que Jesús entra en la historia bajo la forma de Amor, y el ser humano debe, como imperativo urgente, superar sus bajezas, salir de sí mismo por encima de todas las contingencias y contrariedades de la historia, debe liberarse de sus miedos y sus angustias, y amar. El único futuro que veo posible es el que nace del amor entre iguales, entre hijos de Dios, le pongamos el nombre que cada cultura le haya asignado. Necesitamos la utopía del exceso de bien, de lo contrario no habrá salvación. El ser humano vive para amar y ser amado, vive para que en la entrega de un “yo” a un “tú” se construya un “nosotros”. La verdadera fuente de eternidad es la entrega total del “yo”, de la propia vida, el secreto del sentido de la vida es que dando la vida se recibe la vida. Así, el que alcanza el amor, toca el Amor con la punta de sus dedos. El amor es sacramento, es la cuestión más profunda, es la respuesta a la pregunta sobre nosotros mismos, es la respuesta a la pregunta por el sentido, estamos aquí -Dios nos llama a la existencia- para amar. Y el diácono es ministro del​ ​amor,​ ​así​ ​de​ ​sencillo,​ ​así​ ​de​ ​complicado.

No estamos solos, y obviamente nos preguntamos por el papel que, como individuos, jugamos en la sociedad. Nuestra vida es afectada por los otros individuos que viven junto a nosotros, y a través de ellos nos descubrimos a nosotros mismos, somos un “yo” responsable que se autorealiza a través de su acción sobre otro “yo”, y al que experimentamos como “tú”. El prójimo nace de la masa de individuos, como un rostro con una identidad y unas demandas propias, el prójimo nace de sentir el “tú” no como una imagen del “yo”, sino como algo que se trasciende a sí mismo al estar abocado a generar un​ ​“nosotros”​ ​a​ ​partir​ ​del​ ​amor.

Llevo tiempo dando mucho valor, cada vez más, a la actividad de los cristianos en la búsqueda del bien a favor de la comunidad, de la sociedad, y de por qué es legítima y valiosa la aportación cristiana en la sociedad para la mejora de la misma. Creo que como diácono, una de mis labores es poner en valor la relevancia social del amor como enunciado teológico. Esto -en ocasiones- me llevará, sin perder el horizonte teológico, a elaborar una crítica​ ​al​ ​sistema​ ​social​ ​imperante.

A pesar de que el diácono trabaje en muchas ocasiones sobre lo social, sobre lo humano, no puede olvidar lo trascendente, sino que más bien ha de apoyarse en lo trascendente para viajar a lo concreto de la vida cotidiana. El diácono nace de la encarnación de Jesucristo, realidad de Dios en la historia, es signo sacramental de Aquel que vino a servir y no a ser servido. A partir de aquí se deduce la importancia que tiene la Palabra de Dios para unir teoría y praxis. Jesús no enseña un sistema ético abstracto que
puede aplicarse a cualquier problema. Jesús no fue un legislador, no fue un maestro ético, sino un hombre real como nosotros. Por eso creo que debemos ser hombres reales ante Dios. Jesús no amó una teoría ética sobre el bien, sino que amó al hombre real, al ser humano que vive, muere, sufre y ríe, aquí, en este preciso momento. No parece que tuviera interés en lo que es universalmente válido, sino en lo que es útil para este momento al hombre real y concreto. No le preocupó si una conducta se podía convertir en un principio universal, sino si mi conducta ayuda ahora al prójimo a ser un hombre ante Dios. Dios no se hizo ley sino que se hizo hombre, y este hombre real, Jesús, es fundamento de toda realidad humana. Una realidad crucificada, que espera ser resucitada.(​Cif. Dietrich Bonhoeffer. “Ética”)

El diácono es ministro del amor que se incorpora de forma sacramental a los asuntos de los ciudadanos, al servicio para la resolución o atenuación de los problemas que plantea la convivencia social en orden al bien común, y que –sobre todo y por medio de una acción kenótica- escucha el grito de los débiles y participa a favor de la justicia y la transformación​ ​del​ ​mundo​ ​como​ ​misión​ ​propia​ ​a​ ​favor​ ​de​ ​la​ ​redención​ ​del​ ​género​ ​humano.

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